ESCRIBIR, MUJERES, ESCRIBIR
ILKA OLIVA CORADO
A las niñas se les
regalan muñecas para que aprendan desde temprana edad a que su lugar en la
sociedad es el de parir y cuidar
niños; niños que serán sus hijos,
hermanos, nietos, sobrinos, novios, amantes, compañeros, esposos…, cualquiera
que sea el grado de consanguinidad o no,
pero su función en la sociedad es la de ser madre en todo el contexto
patriarcal, es decir; dejar de existir para servir a los demás.
A los niños se les
regalan pistolas y carritos, para que agarren la calle y sepan que de guerras
está hecho el género masculino. -¿Será?- Pocas veces se les dan juguetes sin
esa marca de género tan patriarcal, juguetes que llamen a la inclusión y a
eliminar los estereotipos. Los juguetes están marcados hasta por sección y color en las tiendas: niños-niñas.
Empezamos muy mal,
desde la edad temprana de 0 a 5 años en que los niños y niñas imprimen todo como esponjas, los vamos
marcando con esos patrones devastadores que los dañan en la infancia y los
dañarán en la edad adulta, porque lo que se aprende de 0 a 5 años raras veces
se borra del inconsciente de un niño.
Pero la peor parte
la llevan las niñas, que serán adolescentes y mujeres adultas y en todas las etapas de sus vidas serán
marcadas por esa división de género y por los patrones de crianza patriarcales,
misóginos y machistas que de una y otra forma buscan mutilarnos como
género.
Las mujeres somos
obligadas a callar el dolor, la ira, la frustración, la depresión, las pérdidas
que son muchas, a guardar nuestros sueños debajo de la almohada o en algún
recipiente de la cocina. Muchas veces lanzarlos al bote de la basura para que
se los lleven lejos y no volverlos a ver nunca más. Y la vida pasa y cambiamos de niñas a mujeres
adultas con el estigma en la piel y la memoria, con las marcas de género como
espinas incrustadas en los sentidos. Con la violencia vivida acumulándose como
escarcha, como un bloque de cemento sobre los hombros, como una soga
ahorcándonos, como enormes cadenas que no nos permiten caminar.
Eso es el
patriarcado en el que crecemos: el acoso en todas las formas posibles, la
violencia que tiene tentáculos gigantes como la impunidad. Y nosotras tenemos
la responsabilidad milenaria de seguir resistiendo, no solo por nosotras mismas
pero por todas las que fueron silenciadas y molidas a golpes. Resistir por
todas las que lucharon para que hoy
podamos alzar la voz. Y claro que ahí
entran las transgresoras que tiraron piedras y se encadenaron a puertas, entran
las que manifestaron y llenaron las calles de consignas, las que se atrevieron
a escribir, las que se atrevieron a correr, a patinar, a gritar, a esculpir.
Pero también las
transgresoras de toda la vida, que en silencio cortaron verduras, remendaron
ropa, cuidaron fiebres, partieron leña y fueron forzadas a abrir las piernas a
un compañero violador. A un patrón misógino. Las que nunca recibieron aplausos
ni loas, las que sus nombres no los guarda la historia del feminismo, pero
fueron millones de ellas en la oscuridad y el abandono, resistiendo.
De ellas viene
nuestra fuerza, de ellas tenemos que nutrirnos, porque aunque vivamos en una
aparente soledad no somos islas, nos entrejemos, somos parte de una hiedra que
reverdece y se expande por más que pretendan arrancarla de raíz y secarla.
Recuerdo hoy las
palabras de Virginia Woolf, una escritora que no fue a la universidad pero que
fue una universidad en sí misma y que nos la dejó a las generaciones
posteriores, con muchos libros por leer ¿se puede ser más transgresora?:
“Escribir mujeres, escribir que durante siglos se nos fue negado”. A esto agrego que escribamos, todas, que
tengamos nuestros diarios donde tomemos unos minutos al anochecer y conversemos
con nosotras mismas, que nos amemos, nos acariciemos, nos abracemos, nos
perdonemos, en la soledad de una hoja en
blanco que no necesita ninguna otra compañía más que la de nosotras mismas.
Pero cuando no
podamos escribir, que nos atrevamos a pintar, a caminar, a correr, a hacer
ejercicio, a saltar, a gritar, a observar, a cuestionarnos, a formular un
análisis; que no es necesario muchas veces compartir con nadie más que con uno
mismo. La respuesta a todo no es escribir, realmente no existe una respuesta
absoluta, no es la puerta la escritura, hay muchas puertas, cada una de
nosotras encontrará la propia y su propia forma de expresión; lo importante es
no estancarnos porque ese enorme monstruo de tentáculos gigantes llamado
patriarcado nos quiere sumisas, inmóviles
y en silencio.
Un buen ejercicio
generacional podría ser que en lugar de regalar muñecas a las niñas, les
regalemos un diario y un estuche de acuarelas. Para que desde temprana
edad sepan que tienen todo el derecho de
expresarse y que para la expresión no hay forma precisa.
Me quedo con la
frase de Virginia Woolf, que es aplicable en cualquier circunstancia en
nuestras vidas. Y nunca dejemos de pasar la estafeta, porque es así como
reverdece esa enorme hiedra que hace de nuestro género la resistencia misma.
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