PERIODISMO Y LANGOSTAS
DANIEL BERNABÉ
Cabeceras de distintos diarios en un quiosco.
Al buen cine no se le ve la cámara, me
dijeron una vez en una de esas conversaciones que se tienen en la adolescencia
y que acaban marcando por lo seguro de quien te habla. Hoy sigo estando de
acuerdo. No hay nada peor que esas películas donde, por moda, exageración o un
ego artístico desmedido, el director no para de aparecer en cada plano
indirectamente, recordándonos en cada secuencia que detrás de las imágenes hay
todo un equipo con sus focos, sus cables y su triste normalidad. Si el cine
rompe el acuerdo tácito con el espectador, quien se decide a firmarlo por hora
y media para hacer pasar una invención por algo real o al menos plausible, no
es cine, está muerto. A los medios de comunicación de este país les está
pasando algo parecido al mal cine, se les ve la cámara.
No hay semana en la que, quien debería
dar la noticia, no sea la noticia en sí misma, despertando estupor, protesta y
hostilidad en las redes sociales, que es lo que tiene ahora el pobre para jugar
a la libertad de expresión. Antes daba voces a la tele, tiraba el periódico a
la papelera e insultaba al tío de la radio, pero todo aquello quedaba como
desangelado, con una magdalena a medio mojar en el café con leche como único
testigo de la escena, a lo sumo la mirada extrañada de los demás clientes en el
bar. No se crean, el resultado es el mismo, los retuiteos no construyen
democracia ni dan legitimidad.
Porque de eso va la cosa, de
legitimidad. Por eso nos enfada. Porque sabemos que aunque el kiosco esté
siempre en la acera derecha de la calle para muchos aún constituye materia de
seriedad. El problema no es que Ana Rosa dé un espectáculo todas las
mañanas, sino que cientos de miles de personas se la toman en serio. Y en esto
también la prensa se parece al cine: mientras que Ken Loach es un director
comprometido, rojo, marcado, Michael Bay tan sólo entretiene, sin
ideología, claro. Las palabras y las ideas no tienen valor por lo que dicen,
sino por quien las dice, aunque no nos guste.
Los medios no dan información, los
medios marcan la agenda pública, que es lo que nos dice de qué hay que
hablar. Salvo catástrofe —esperemos que los directores de periódico no se hayan
hecho ya con la máquina de producir terremotos— la opinión pública discute en
torno a lo que otros deciden que deba ser discutido. No es que se pierda la
soberanía informativa, es que las mediaciones hacen que un desempleado afectado
por una deslocalización defienda en la cola del paro las virtudes de la
globalización.
Escuchaba a Gabilondo decir en
una entrevista que cuando un periódico entra en Bolsa se suicida. Y esos son
los otros, los que pagan al flautista y eligen la melodía. En las democracias
liberales los medios siempre han sido negocios, pero al menos durante esas
décadas que van del fin de la Segunda Guerra Mundial al inicio de lo neocon,
necesitaban hacer su trabajo. No es que no hubiera intereses, sesgos o
relaciones con el poder político, sino que en gran medida la legitimidad del
medio venía dada por su capacidad, o al menos su representación, de honradez e
independencia, y con eso se hacía el negocio. Vendiendo. De ahí que durante un
tiempo al decir la palabra periodista nos acordáramos de Todos los hombres
del presidente y no de Eduardo Inda, de ahí que hubiera aún un
mínimo espacio a la disidencia.
En España, por nuestras peculiaridades
—que es como se llama aquí al fascismo— sólo tuvimos algo parecido durante los
años 80, con más de representación que de realidad. Es de esa época, del
momento fundacional del 78 y la gran hegemonía socialista, cuando llevar El
País bajo el brazo era algo parecido para la mayoría a la chaqueta de pana
o el pelo y la barba: más que una forma de informarse, era una forma de
demostrar identidad. De ahí que las generaciones de 50 para arriba vean
aún los medios como esa trinchera que deja todo claro afirmando certezas más
que planteando incógnitas. Cuando la legitimidad te viene dada por el momento
histórico puedes vivir de las rentas aún sin merecerla.
La cuestión es que esa relación tan
clara entre medios y partidos de la alternancia, los nuevos modelos de negocio
y sobre todo, la ruptura producida desde el 2011, han provocado que una
minoría, ya no residual y además creciente, se cuestione el sistema
mediático español de la misma forma que lo hizo en las plazas con el PP y
el PSOE. Es más fácil descubrir que la realidad que te cuentan no es cierta
cuando tú mismo la estás protagonizando.
La respuesta de los medios, sobre todo
televisivos, fue transformar el Salsa Rosa en La Sexta Noche, ese
modelo de espectacularizar la política por el que dejaron colarse a los
padres de Podemos con la intención de buscar audiencias cuando la calle ardía y
era difícil fingir que no. Como los resultados fueron los que fueron, ahora
toca corregir la anomalía. El problema es que eso no hace más que aumentar la zanja,
de la que hablábamos por aquí en capítulos anteriores. Cuando tu legitimidad
está en entredicho parece mala idea intentar recuperarla buscando las
conexiones de la PAH con ETA, fulminando de tus tertulias a quien da un
moderado punto de vista divergente o dando voz a sujetos tan atrabiliarios como
Inda y Rojo. Mal síntoma es cuando un Alsina entrevista a un Rajoy,
y por hacer su trabajo acabe siendo un héroe. Mal asunto cuando tu función no
es tomar la medida, sino engrandecer, quedando tú disminuido.
La patente de corso para el periodismo
de régimen se ha terminado. No puedes pretender quedar libre de crítica cuando
has decidido ser parte de una guerra comunicativa contra todo el que ose
plantear un estado alternativo de las cosas. No es una cuestión ideológica,
nadie se escandaliza porque se defienda el libre mercado, se esté contra el
aborto o se alabe al rey sin mesura. Eso forma parte, efectivamente, de una
libertad de prensa que debería ser intocable siempre. De lo que se está en
contra es de la manipulación, de los publirreportajes y directamente de la
mentira encajada a martillazos como certeza. De lo que se está en contra es de
que mientras que hay un desahucio la noticia sea que un niño de Utah quedó
atrapado dentro de una lavadora, afortunadamente, sin mayores consecuencias. De
que se critique la falta de libertad de opinión en Cuba y las tertulias sean un
todo monolítico donde incluso se riñe al disidente que no te dice lo que
esperabas oír. De que la versión única en Alsasua sea la de la Guardia Civil y
asuste el escribirlo. De que el corporativismo, al final, se transforme en omertá.
De que la libertad de prensa no sea más que la libertad de opinión del dueño
del medio.
Contaba Cansinos Assens una
anécdota de un grupo de periodistas en el Madrid de Alfonso XIII, reunidos en
torno a una mesa, invitados, con interés, por alguna institución que no
recuerdo:
– Sí; eso es lo triste —insistió el del ABC—
que nos avengamos a ser los chicos de la prensa… Hay que hacer algo por
dignificar la clase… ¿De qué sirve la Asociación de la Prensa? ¿Qué hace don
Miguel Moya? Somos la cenicienta del periodismo. Los directores se lo guardan
todo… A mí, chicos, me da vergüenza venir a los banquetes.
– A mí también —asintió Dieguito—. Sólo que, la verdad, en ellos se come mejor que en la casa de huéspedes… Esa langosta con mahonesa estaba riquísima.
– A mí también —asintió Dieguito—. Sólo que, la verdad, en ellos se come mejor que en la casa de huéspedes… Esa langosta con mahonesa estaba riquísima.
Pues eso, para qué decir más.
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