ESTOY VIENDOLOS PASAR
QUICOPURRIÑOS
Sentado estoy en una terraza de la Rambla Pulido, esa pasarela
por donde suben y bajan muchas personas. Vecinos, gente anónima, amigos,
conocidos de vista y personajes, muchos personajes de mi querido Santa Cruz.
Y pasa el primero,
con su andar rápido. Ese que se recorre la ciudad de norte a sur y de este a
oeste. El que hace kilómetros cada día
vendiendo cupones al grito y gritando eso de ¡¿me compras un numerito!? No,
otro día, le digo. O a veces sí, según esté la cartera. Pero te saluda y sigue
en su feroz carrera a la búsqueda de alguien que le compre algún numerito, un
numerito, otro numerito.
Al rato llega el Senegalés, con su chilaba azul hasta los pies y sus babuchas . El que vende pulseras y elefantes de la suerte. Y lo mismo: ¡Quico, hoy me tienes que comprar un elefante, me dice!. Y le contesto, que no, que ya no me caben en casa. Tengo un zoológico por tu culpa. Así, que déjalo pasar. Otro día, otro día será y sigue su camino. Pero al día siguiente , seguro, serán, más de lo mismo.
No han pasado ni
cinco minutos y con sus andares
insinuantes se acerca “perdona bonita”, con su peluca rizada y
sus esclavas que dejan ver unos pies desnudos y enormes que mejor hubiesen
pasado antes por un lavado exprés.
“Perdona bonita” es un transexual que
lucha contra la Seguridad Social para que le pongan tetas de verdad y de paso
le arreglen la entrepierna. Pide cada día, eso sí, con mucha educación. Su
discurso, su fórmula, su estrategia es “Perdona
bonita, con toda la educación y respeto, me podrías dar unos céntimos”. Y
así un día y otro más. A veces la acompaña su flaco novio. Aunque no siempre.
Y toca la hora del
que vende la primitiva. ¿Ud. quiere ocho millones? te dice, pero casi cantando,
con entonación. Dámelos le contesto. Dame los millones que me has ofrecido. No,
no, replica, para eso tiene que comprar un boleto. Entonces no me los estás
dando tramposo. Y total, le digo, qué hago yo con ocho millones, pagar
algunas deudas sí, pero ¿y los demás?
Pues los demás, pienso en ese momento: los demás que se jodan y que esperen.
Miro hacia la
farmacia. Esa que está en la esquina. La de “ El Chinito” y veo a la flaca
bajita, esa arrugada a la que te cuesta calcular su edad, esa que vendrá de
tomarse la metadona en el Centro de la C/ Salamanca, de ese centro que lleva el doctor Guigú. Y que me dice, “…abogaaaadoooo…”,
como en la película aquella de los años ochenta que me dió pavor, me convidas a un cortado y a un cigarro. A veces le digo,
pues hoy no, porque la talega está floja, pero casi siempre la invito a sentarse y hablamos un rato. Y me cuenta su
vida, toda su vida, vale que si me la cuenta, con todo lujo de detalles. Vida
dura, muy dura hasta que le digo, por favor flaca, te aprecio mucho, pero no me
la cuentes más y tómate el cortado,
clarito de café, que es como a ti te gusta.
Y van pasando las
horas y sigue pasando gente, algunos conocidos y otros anónimos.
Entonces, llega el momento de ese
niño eterno. Del que cumple años todos los días. Del delgado, del de pelo negro y medio barbilampiño. Se acerca
como siempre, con ternura y sin faltar el respeto a nadie. Mimoso y cariñoso
que lo es. Te mira, porque te conoce
hace años y te pide algo, una moneda, porque hoy ( y ayer y mañana) es y será
siempre su cumpleaños. Y le digo, pero si ayer fue tu cumpleaños. Y contesta,
no ayer fue mi santo. Oye, pues otro día
será. Y se va. Se va hablando con su wolky tolky de juguete, informando a la
policía de lo que ocurre en las calles, transmitiendo, a las fuerzas y cuerpos
de seguridad del estado, las incidencias, todo lo que observa sospechoso en las
calles y plazas de nuestra ciudad. No sé si es verdad o es ficción, pero me
contaron que en una ocasión se hizo con un radio teléfono de esos que usa la
policía. Uno de los de verdad. Debió llevárselo de alguna dependencia policial.
Vaya Vd. a saber porqué estaba él allí, en esa comisaría. El caso es que empezó
a hablar entusiasmado por el aparatito diciendo, informando, advirtiendo que se
había producido un incendio en un restaurante de Santa Cruz: No sé si decía que
ocurría en la calle de La Noria o en el
Parque Boulevard. Me dijeron que, con su llamada, movilizó a bomberos, a la policía
nacional y a la local y a alguna que otra
ambulancia. Vamos, que montó todo un follón. Pero claro, eso quedó en
nada, pues quién se atrevería a detener a un niño de la
calle, de nuestras calles, a ese que cumple años todos los días y conocemos y
queremos todos.
Cuando se va
acercando el mediodía baja por la Rambla uno de los primeros travestis de Santa
Cruz al que conocí por las calles del
barrio del Toscal. Recuerdo de verla en un local en la calle San Vicente
Ferrer, que vendía pizzas a trozos, con un ligue, flaca por supuesto y ella
oronda como siempre. Al preguntarle la pizzera que de cual la quería,
refiriéndose a la acompañante, le contestó, dale cualquiera, de cualquier
sabor, porque ella es buena de boca.
Ahora está entradita en años, pues
pasará de los setenta. Ella supera el metro ochenta y es un armario de tres
puertas. Su novio no. Ese es flaco y no llega al metro sesenta. Juntos pasean a
un perro, a un perro ridículo, a un chiguagua. Flaco y pequeño como su novio.
Pero mérito tiene y respeto se merece, cosa que le aplaudo, pues en la época de
la dictadura, cuando estaba en vigor la ley de vagos y maleantes luego llamada
de peligrosidad social, por ser homosexual y esto él entonces, ahora ella, lo
gritaba a los cuatro vientos, podías terminar en prisión. Pero él nunca ocultó
su condición de que no era él sino que era ella enfrentándose a un régimen que
veía con malos ojos esos devaneos, esas plumas, aunque si te hubieses atrevido a
llamarlo entonces “ maricón” te podría haber dado una trompada que te dejaría
sin dientes.
Sentado sigo en
esa terraza de la Rambla y los veo caminar, pasar. Uno a uno y día a día. Y
pienso ¡qué personajes! Pero ellos, los que transitan a diario, también me ven,
me observan y pensarán:
¿Qué hace ese flaco todos los días sentado en
esa terraza viendo pasear a la gente?
Noviembre, día 6
del maldito 2020.
Quicopurriños
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