GAMBITO DE DAMA
DAVID TORRES
Hay dos misterios, podríamos decir también dos utopías, que vertebran Gambito de dama, la teleserie de Netflix basada en la novela de Walter Tevis. El primer misterio es que una mujer gane un torneo internacional de ajedrez de máximo nivel; el segundo es que en su camino encuentre los mismos obstáculos que encontraría un hombre y prácticamente ninguno de los que encontraría una mujer. El ajedrez es, desde hace muchos años, el único deporte en donde las mujeres pueden competir en igualdad de condiciones contra sus rivales varones; de hecho, no existen torneos exclusivamente masculinos sino mixtos y femeninos: cualquier jugadora puede competir en un torneo mixto siempre y cuando acredite el nivel ELO requerido. Ahora bien, todavía no se sabe a ciencia cierta por qué las mujeres juegan peor que los hombres al deporte de las 64 casillas. Se han intentado diversas explicaciones, psicológicas, hormonales, y aunque haya factores sociológicos y educativos decisivos, sigue siendo un enigma por qué hoy en día únicamente hay una mujer, la Gran Maestro china Hou Yifan, situada entre los cien mejores jugadores del mundo.
Beth Harmon, la
protagonista de Gambito de dama, nunca existió pero bien podía haber existido:
si Judit Polgar (la gran jugadora húngara que llegó a clasificarse entre los
diez primeros jugadores del mundo en 1996 y que derrotó al mismísimo Kasparov,
a Kamski y a Anand) hubiera nacido medio siglo antes; si Bobby Fischer hubiese
nacido mujer y además se hubiese comportado siempre con elegancia y corrección;
y si Alexander Alekhine, el formidable campeón ruso que derrotó contra todo
pronóstico al cubano José Raúl Capablanca en Buenos Aires en 1927, hubiese
contado con el talento innato del cubano en la comprensión del juego. En lo que
al ajedrez se refiere, Harmon parece una mezcla de los cuatro (Polgar en el
sexo; Fischer en la nacionalidad, el ímpetu de su ascenso meteórico y la
agresividad sobre el tablero; Capablanca en cuanto a dotes naturales y a la
reticencia por la preparación teórica; Alekhine en el alcoholismo, la
brillantez táctica y el estilo de juego), probablemente de varios jugadores
más, pero si el personaje resulta inolvidable es gracias a los detalles de su
ficticia biografía y a la magnífica interpretación de Anya Taylor-Joy.
Tevis confesó en su
día que la infancia de Harmon está basada en parte en sus propias experiencias,
cuando por culpa de una enfermedad reumática del corazón le administraron dosis
de tranquilizantes a las que se volvió adicto. Gracias al efecto sedante de las
píldoras, al tumbarse en la cama, todas las noches, la pequeña Harmon ve
aparecer en el techo del dormitorio, invertidas bocabajo, las abismales
posiciones del tablero. Es un ámbito que puede controlar, un mundo geométrico y
estricto cuyas leyes no tienen nada que ver con el caos del mundo real al que
su madre la arrojó después de suicidarse en un accidente de automóvil: el
brutal sacrificio de peón en la apertura de su vida. Dentro del hospicio para
huérfanos donde recala, Harmon descubrirá las maravillas del ajedrez en el
sótano, bajo el magisterio del hosco y silencioso señor Shaibel, el bedel del
orfanato.
La dependencia de
los barbitúricos y el alcohol es uno de los pocos tópicos en que cae Beth
Harmon, aunque también es verdad que la adicción, la extravagancia y la locura
han sido emblemas del ajedrez incluso en las más grandes novelas escritas sobre
el tema (las de Zweig, Nabokov y Arrabal). También hay grandes ajedrecistas que
perdieron la razón: el genio estadounidense Paul Morphy, quien poco antes de
morir paseaba por la calle disputando partidas a rivales imaginarios, o el
austriaco Wilhelm Steinitz, primer campeón mundial, quien en su vejez se jactaba
de haber jugado contra Dios y haberle dado jaque mate. Por culpa de diversos
trastornos mentales, el polaco Akiba Rubinstein y el mexicano Carlos Torre
vieron truncadas sus brillantes carreras. El nombre de Morphy aparece de
refilón, cuando uno de sus amigos avisa a Harmon del peligro de obcecarse
demasiado en el vértigo demencial del tablero.
No obstante, lo verdaderamente
asombroso de Gambito de dama es que muestra un mundo reticulado donde el
machismo no existe, donde no sólo prácticamente nadie desprecia o ridiculiza a
una mujer por su talento (quienes se ríen de ella en el instituto son sus
compañeras y lo hacen por su ropa y sus zapatos) sino que los rivales tanto
femeninos como masculinos a los que vapulea muestran un comportamiento
caballeroso y deportivo. Esto último tampoco es muy extraño en el mundo del
ajedrez: el gesto de Borgov, el campeón mundial, al levantarse y aplaudir la
obra maestra de Harmon, recuerda el emotivo aplauso de Boris Spassky en
Reikiaviv, quien se unió a la ovación del público tras la tremenda exhibición
de Fischer en la sexta partida del match por el campeonato mundial.
En realidad, por detrás de los
brillos de la epopeya deportiva o del empoderamiento femenino, el centro tonal
de la historia es la lucha de Beth Harmon por domeñar los demonios de su pasado
y lograr acceder a una vida plena, algo que jamás consiguió el mítico Bobby
Fischer después de derrotar a Spassky y poner fin a más de medio siglo de
hegemonía soviética en el tablero. Cuando le preguntaron a quién temía enfrentarse
en un torneo, Fischer respondió: "A nadie". El Gran Maestro danés,
Bent Larsen, dio una respuesta mucho más precisa y sincera cuando le hicieron
la misma pregunta: "A Larsen". Más allá de los rivales a quienes se
enfrenta, Harmon lucha contra sí misma una interminable partida a vida o
muerte, a orfandad o familia, a vodka o agua, a soledad o compañía, a pasado o
futuro, una partida en que las negras y las blancas van formando en su cabeza
combinaciones insondables, terribles sacrificios y metamorfosis inesperadas.
Por eso Harmon avanza despacio, pero siempre hacia adelante, como un peón en
busca de la octava fila; por eso la mariposa con el abrigo blanco que se pasea
por un parque de Moscú y acepta una partida contra un anciano, simplemente por
el placer de jugar, ya lleva una corona de dama.
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