EL SÍNDROME QING EN ESTADOS UNIDOS
Si algo ha quedado claro esta campaña electoral es que el país no tiene
una
estrategia para el nuevo mundo del siglo XXI
RAFAEL POCH
Estados Unidos pasa por ser una “sociedad abierta” –incluso la sociedad abierta por excelencia–. Es obvio, sin embargo, que las preguntas esenciales sobre su comportamiento internacional ni se plantean, ni pueden siquiera ser planteadas. Por ejemplo, la mera hipótesis de que el país deje de ser la “potencia número uno” en el futuro próximo –una posibilidad en absoluto excéntrica– no solo es implanteable, sino que tiene categoría de simple herejía: nadie en Estados Unidos está dispuesto a discutir la posibilidad de que el país llegue a ser un “número 2” mundial y tal enunciado “sería suicida para cualquier político que lo planteara”, constata el politólogo Kishore Mahbubani de la Universidad de Singapur.
En su último libro
Has China Won?, repleto del sentido
común y la racionalidad que favorecen la independencia de criterio tan rara
entre los expertos occidentales, Mahbubani expone cómo, pese al declive, ningún
líder de Estados Unidos ha propuesto hasta la fecha un ajuste estratégico o
estructural para ponerse a tono con la nueva realidad del mundo. Es lo que el
ilustre historiador chino Wang Gungwu describe como el “síndrome Qing de
América”.
Los políticos de
Estados Unidos cometen el mismo error que los mandarines de la última fase de
la Dinastía Qing del siglo XIX. Aquellos chinos no entendían que el ascenso de
Occidente significaba que China debía cambiar de rumbo. “Los confiados
mandarines del último periodo Qing despreciaban la posibilidad de la emergencia
de un nuevo mundo que pudiera desafiar a su superior sistema”, explica Wang.
Desde “siempre” China había sido “número uno”, su civilización se contemplaba
como la mejor mientras se cocía en su propia salsa, despreciando o ignorando
los profundos cambios que sucedían a su alrededor. El mero hecho de mirar lo
que pasaba fuera ya era herejía.
No estaba previsto
El ascenso de China
es uno de los cambios profundos del mundo de hoy. La integración de China en la
globalización, entendida como el seudónimo del dominio mundial de Estados
Unidos, contenía implícitamente como consecuencia el escenario de convertirla
en vasallo de Occidente. Para comprar un solo avión Boeing a Estados Unidos,
China debía producir cien millones de pares de pantalones. No estaba previsto
que, jugando en el terreno dibujado por otros, China torciera aquel propósito.
El “milagro chino” fue usar una receta occidental diseñada para su sometimiento
para fortalecerse de forma autónoma e independiente.
“La estrategia produjo complicaciones y complejidades que desembocaron en una China
más poderosa que no respondía a las expectativas occidentales”, constataba
desconcertado el comentarista de la CNN Fareed Zakaria. La situación recuerda a
la de un tahúr que, jugando una partida de póker contra un adversario
insignificante, constata que pierde la partida pese a jugar con cartas
marcadas. No estaba previsto y la reacción previsible del tahúr en tal
situación es volcar la mesa y desenfundar la pistola.
Trump ha dividido a
su país en casi todo excepto en su guerra comercial y tecnológica contra China
Si algo ha dejado
claro la última campaña electoral en Estados Unidos es confirmar que ese país
no tiene una estrategia para el nuevo mundo del siglo XXI. La única receta
clara para impedir el declive es la guerra, comercial y tecnológica, y la
amenaza militar con una diplomacia cada vez más nuclearizada. Trump ha dividido
a su país en casi todo excepto en su guerra comercial y tecnológica contra
China. Esa beligerancia es algo que se da por supuesto en los candidatos a la
presidencia que compiten entre sí por demostrar quien mima más a los militares
y al complejo militar-industrial y quien es más antichino, huyendo como de la
peste de cualquier veleidad de flojera ante el adversario. No es solo una “vaca
sagrada” ideológica que se desprende de la inercia de un siglo de dominio
mundial, sino una tara estructural.
El gasto en armas y
guerras no es algo que en Estados Unidos se decida en el marco de una
estrategia nacional racional que valora qué sistemas de armas se necesitan para
la situación geopolítica presente y concreta, dice Mahbubani. “Las armas se
compran como resultado de un complejo sistema de lobbismo a cargo de los
fabricantes que ubicaron astutamente sus industrias en todas las
circunscripciones congresuales de América, con lo que los políticos que quieren
mantener los puestos de trabajo en sus territorios (y su propio puestos en el
Congreso) son quienes deciden qué armas se producirán para el ejército”.
Ventajas del
adversario
No hay en China
nada parecido al complejo militar-industrial de Estados Unidos que fomenta
estructuralmente el militarismo y el imperialismo con sus poderosos “lobbies” y
think tanks. Los mandarines de Estados Unidos son prisioneros de una red que
complica sobremanera su adaptación al nuevo mundo. Su poderoso y eficaz aparato
de propaganda (“información & entretenimiento”) presenta al sistema
político de Estados Unidos basado en la aristocracia del dinero, como una
democracia. A su lado el régimen del Partido Comunista Chino, que es una
estructura meritocrática, es visto como algo arcaico y brutal. No hay duda de
que el régimen chino tiene muchos problemas y carencias, pero desde luego
también algunas virtudes. Impide, por ejemplo, la aparición de Trumps
nacionalistas chinos y potencia a muchos de los más capaces y mejores hacia
arriba. Hoy por hoy, como dice Mahbubani, “desempeña un bien global
garantizando que China se comporte como un actor racional y estable en el mundo
y no como un sujeto nacionalista enfadado distorsionador del orden regional y
global”. En materia de cambio climático, China no sigue el ejemplo de Estados
Unidos. Un gobierno chino democráticamente electo habría tenido gran presión
para hacer lo mismo que Estados Unidos en lugar de proclamar su objetivo de
desarrollar una “civilización ecológica”.
Hay 193 países
miembros en la ONU. ¿Quién, Estados Unidos o China, está remando en la misma
dirección que la mayoría de los 191 y quién lo hace en contra, mientras
ningunea o abandona las instituciones y acuerdos internacionales?, se pregunta
Mahbubani. En las condiciones
democráticas sugeridas para China desde Occidente, sería mucho más difícil para
ese país mantener su proverbial prudencia internacional y su no injerencia en
los asuntos internos de otros conforme se hace más poderosa. Antes de cargarse
a un régimen que juega en otra liga de civilización, hay que pensar en sus
alternativas para el caso de que abrazara lo que se le recomienda desde la
occidental.
¿Expansionismo?
La crisis
financiera global de 2008, genuino detritus de la economía de casino con centro
en Estados Unidos, ofreció la primera evidencia de debilidad occidental: China
gobernó la situación mucho mejor, como había pasado ocho años antes con el
estallido de la burbuja dot-com. Las desastrosas consecuencias de las guerras
que siguieron al 11-S neoyorkino hicieron patente una criminal
irresponsabilidad. La retirada de Estados Unidos del acuerdo sobre cambio
climático y la mala gestión de la crisis de la pandemia en Occidente (en
comparación no solo con China, sino con el conjunto de Asia oriental)
incrementaron esa evidencia de decadencia y desbarajuste. Ante esos hechos se
hacía bien patente el desfase de la célebre recomendación de Deng Xiaoping de
finales de los años ochenta en materia de política exterior: “Observar la
situación con calma, mantenernos firmes en nuestras posiciones. Responder con
cautela. Solapar nuestras capacidades y esperar el momento oportuno. Nunca
reclamar el liderazgo”.
La situación
general invitaba desde hace tiempo a actualizar aquella prudente directriz, pero
es la creciente virulencia de la guerra comercial y tecnológica, de las
provocaciones militares y de las campañas de denigración de los últimos meses,
la que determina un cambio de tono. Xi Jinping aprovechó el aniversario de la guerra de Corea para sacar pecho en
octubre. Dijo que “el pueblo chino no creará problemas, pero tampoco tenemos
miedo, y no importa las dificultades o desafíos que enfrentemos, nuestras
piernas no temblarán y nuestras espaldas no se doblarán”, y que “nunca
permaneceremos de brazos cruzados cuando nuestra soberanía esté amenazada y no
permitiremos nunca a ningún ejército invadir o dividir a nuestro país”. En
mayo, el ministro de exteriores, Wang Yi, respondió a los juicios de Trump
sobre el “virus chino” diciendo: “Jamás tomaremos la iniciativa de intimidar a
otros, pero tenemos principios. Ante las calumnias deliberadas, responderemos
con fuerza, protegeremos nuestro honor nacional y nuestra dignidad en tanto
pueblo”.
Aisladas de su
contexto, todas estas declaraciones se utilizan en Occidente para confirmar los
peligros de una China crecida que en más de cuarenta años, mientras Occidente
se implicaba en guerras en Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia y Siria, entre
otras, no ha participado en ningún conflicto bélico. Las tensiones y
reivindicaciones chinas en lugares como Tibet, Xinjiang, Hong Kong o Taiwan, se
mencionan como prueba de “expansionismo”, cuando esas reivindicaciones son mas
legítimas que las de Estados Unidos sobre Texas, California o todo el sur del
país arrebatado a México en el XIX. Con toda su brutalidad, la política de
Pekín en Xinjiang no tiene nada que ver con la medicina para atajar el mismo
problema por parte de Estados Unidos y su guerra contra el terror, que incluye
millones de muertos, la devastación de sociedades enteras y la primera
legalización de la tortura en un país occidental en el siglo XXI. En Taiwán es
ridículo presentar como “expansionismo” la reclamación china de la isla cuando,
desde 1972, Estados Unidos reconoce que “Taiwán es parte de China”, pese a lo
cual incumple reiteradamente su compromiso, declarado en 1982, de no vender
armas a la isla por encima de una discreta cantidad y calidad.
China carece de
ideología mesiánica y de cualquier propósito de convertir en chinos a los demás
países del mundo
Como en Taiwán, las
tensiones militares en el Mar de la China Meridional se derivan principalmente
de la intervención militar de Estados Unidos en la región. China fue la última
de las cinco naciones implicadas en fortificar las islas en disputa de ese mar.
Vietnam ocupa hoy más de cuarenta islas en el archipiélago del Paracelso, China
veinte. En la Spratly, China controla ocho islas, Filipinas nueve, Malasia
cinco y Taiwán una. Malasia, Filipinas y Vietnam fueron los primeros en
reivindicar como suyas esas islas, lo que empujó a China a imitarlas. Todo eso
se omite en el habitual informe sobre las tensiones en aquella zona. China
mantiene muchos tiras y aflojas con sus vecinos (y tiene muchos), pero no hay
guerras. Y sobre todo, si hay que hablar de gobernanza mundial hay que poner
por delante una carencia de China que contrasta fuertemente con Estados Unidos
y sus aliados occidentales: China carece de ideología mesiánica y de cualquier
propósito de convertir en chinos a los demás países del mundo. La promoción de
un chinese way of life no figura en los catálogos de exportación chinos, lo que
supone una mayor garantía para la diversidad mundial.
El precio de la
miope arrogancia de los mandarines de la última época Qing fue terrible para
China. Los Estados Unidos actuales están en una posición mucho más fuerte que
la China de entonces. No está en juego la integridad de Estados Unidos, ni su
territorio va a ser invadido, repartido, violentado o inundado de opio, pero no
hay duda de que la suma de las taras estructurales militaristas y de la ceguera
de una superpotencia ante su declive se cobran un precio. Y en el mundo de hoy,
repleto de armas nucleares ese precio está llamado a ser inmenso.
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