HIROSHIMA MON AMOUR
DAVID
TORRES
El Imperial War Museum de Londres es uno de los pocos museos militares de los que uno sale como debería salir de la guerra: afligido, aterrado, asqueado de la infinita capacidad del ser humano para dañar a sus semejantes, y del ingenio y el entusiasmo con que se aplican a la tarea. De los sables, los galones, los vistosos uniformes, las enseñas de los heroicos regimientos, el visitante sube a la sala dedicada al mariscal Montgomery, el vencedor de El Alamein, y puede escuchar su primer discurso al frente del Octavo Ejército, desmoralizado tras las sucesivas derrotas infligidas por el Afrika Korps de Rommel. Sin embargo, también puede visitar la recreación de una trinchera de la Primera Guerra Mundial -una caverna plagada de oscuridad, deshechos y cadáveres en descomposición donde un periscopio permite atisbar, a lo lejos, la temible línea de alambradas- o asistir a uno de los blitz que asolaron Londres para emerger después a la desolación de una calle recién bombardeada, entre edificios incendiados, sirenas de bomberos y un inquietante olor a gas procedente de una tubería reventada.
Presidiendo una de
las salas, enigmática como una abeja reina, se halla una réplica de Little Boy,
el primer artilugio atómico lanzado sobre una población, la bomba que al
detonar a medio kilómetro de altitud borró del mapa la ciudad de Hiroshima. Al
otro extremo del museo y de la inventiva tecnológica, el curioso visitante
puede contemplar, si tiene estómago suficiente, una película casera rodada
durante el genocidio de Ruanda donde un grupo de voluntarios mutilan y
decapitan a un grupo de personas a machetazos. Del machete a la bomba atómica
hay un largo camino de progreso y desarrollo del homicidio, una parábola que
recuerda aquel parlamento de Cormac McCarthy en Meridiano de sangre: "Da
igual lo que los hombres opinen de la guerra, dijo el juez. La guerra sigue. Es
como preguntar qué opinan de la piedra. La guerra siempre ha estado ahí. Antes
de que el hombre existiera, la guerra ya lo esperaba. El oficio supremo a la
espera de su supremo artífice. Así era entonces y así será siempre. Así y de
ninguna otra forma".
Siempre me ha
sorprendido, aunque ya no tanto, que cada 6 de agosto, día que se celebra el
aniversario de la bomba de Hiroshima, se soslaye o apenas se diga nada sobre su
melliza, la bomba que tres días después destruyó Nagasaki y que supuso la
rendición incondicional de Japón a los Estados Unidos. Fuera de Japón, casi no
existen celebraciones internacionales sobre Nagasaki, quizá porque sería
redundante, tan redundante como el propio Fat Man, que sólo se distinguía de
Little Boy en que empleaba plutonio en lugar de uranio. Se ha dicho que los
estadounidenses lanzaron la primera bomba atómica para evitar el elevado número
de bajas que iba a costarles la invasión del archipiélago, una vez comprobada
la ferocidad con que el ejército japonés se defendió en Okinawa y en Iwo Jima.
Poco les importaba, al parecer, las 140.000 vidas de civiles que se llevó por
delante aquella explosión semejante a mil soles, por no hablar de las terribles
secuelas del envenenamiento y la radiactividad en los supervivientes.
También se ha
dicho, respecto a la segunda, que fue un aviso a los soviéticos para que fuesen
preparando la guerra fría, como si los soviéticos, empezando por Stalin (que
tenía espías metidos dentro del mismísimo Proyecto Manhattan), no supiesen que
podían fabricar más de una. Hiroshima y Nagasaki son el ejemplo supremo de que,
en las guerras actuales, no sólo no hay lugar seguro donde permanecer a salvo
sino que la población civil tiene tantas o más posibilidades de morir que los
soldados en mitad de una batalla. En el frente occidental, durante los días
finales de la guerra, la ciudad de Dresde fue sometida a cuatro ataques aéreos
consecutivos con explosivos y bombas incendiarias que dejaron la ciudad
arrasada. Kurt Vonnegut, prisionero de los alemanes por aquel entonces, relató
su experiencia de aquel bombardeo inconcebible en una novela, Matadero Cinco,
en la que tuvo que recurrir a la ciencia-ficción para hacer frente al horror de
lo vivido. Tal vez sea el mejor libro jamás escrito sobre la Segunda Guerra
Mundial o sobre cualquier guerra, aunque la retórica de Vonnegut resulta mucho
más escueta que la de McCarthy: "Un pájaro le dijo a Billy Pilgrim:
¿Pío-pío-pi?"
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