LA GESTA DONDE LOS CANARIOS SE RIERON DEL PIRATA VAN DER DOES
ANA SHARIFE
Mes de julio, año
1599. Una flota de 76 buques de guerra, la más potente que jamás se había visto
en las costas de Canarias, se acerca a la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria,
de apenas 5.000 habitantes. Más de 12.000 piratas al mando del almirante holandés
Pieter van der Does desembarcan en la bahía del puerto de las Isletas en lo que
pretendía ser el principio de la invasión de Gran Canaria y, a partir de ella,
de las seis islas restantes. Creían que sería fácil. Una semana después, la
escuadra había sido derrotada en la Batalla de El Batán, una gesta que la isla
celebra todos los años por estas fechas.
En 1566, las
provincias del norte de los Países Bajos se levantaron contra Felipe II,
comenzando así una guerra que duraría más de ochenta años. Gran Canaria era
clave en los planes de Holanda de cara a sus futuros establecimientos en las
Indias Occidentales y Orientales. La pertenencia de estas aguas a la Corona de
Castilla desde hacía casi cien años y los numerosos conflictos políticos en los
que se vio envuelta durante toda la etapa Moderna haría intensa la actividad
corsaria en las islas. Prácticamente todos los años, entre los siglos XV y
XVIII se efectuaron ataques a sus costas, con tal regularidad que estas
acciones se convirtieron en los riesgos recurrentes a los que se debía
enfrentar la población de Canarias.
En mayo de 1599,
los Estados Generales de los Países Bajos le otorgaron al almirante Pieter van
der Does el mando de una flota de 76 buques de guerra y nueve compañías de 200
soldados, con un total de 12.000 hombres. Tan inmensa armada debía cortar las
comunicaciones entre España y sus territorios ultramarinos, entre ellos
Canarias, capturando cuantos barcos se pusieran a su alcance.
El 26 de junio, la
flota se dirigía hacia la bahía de la Luz de la isla. Tal y como narra el
historiador Rumeu de Armas en Piraterías y ataques navales contra las Islas
Canarias (1948), “la población de la ciudad sumaba apenas 5.000 habitantes, la
isla 15.000, y las fortificaciones, como la muralla que la rodeaba o el
castillo de Las Isletas, eran escasamente válidas”. Van der Does tenía el
objetivo de apoderarse de Las Palmas, “exigir un importante rescate a cambio de
liberar a la ciudad del saqueo y la destrucción, apresar a las autoridades de
Gran Canaria para asegurarse el dominio político y, una vez ganada la batalla,
utilizar la isla como plataforma para extender la soberanía holandesa sobre
todo el Archipiélago”.
El plan de defensa
del gobernador y capitán General de la isla, Alonso de Alvarado, para reducir a
aquellos miles de expedicionarios consistía en “evitar el desembarco a toda
costa, vigilar los flancos para eludir el cerco y, si fracasaban, resistir en
la línea defensiva de la muralla hasta la extenuación”. Aquel día, los combates
contra las fuerzas holandesas se saldaron con el castillo principal bombardeado
y la mitad de los navíos holandeses incendiados. Entonces el almirante dirigió
sus cañones a tierra. Perdieron la vida 1.000 soldados, hubo un centenar de
bajas españolas y el gobernador Alonso de Alvarado quedó herido de muerte.
La Batalla del
Batán
Con el teniente
Antonio de Pamochamoso como nuevo gobernador, continuó el asedio. Las
autoridades ordenaron la evacuación inmediata de los habitantes de Las Palmas.
Con la ciudad tomada y en estado de saqueo, las familias se refugiaron en la
villa de Santa Brígida (noroeste de la isla). Cuenta el historiador que “el
almirante quedó sorprendido por la decisión de los canarios, que rehuían el
diálogo con el invasor”.
“Van der Does
enviaba cartas a los gobernantes de la isla por medio de un correo con bandera
blanca y no recibía respuesta a su pliego de condiciones de negociación del
rescate”. Su objetivo era obtener 400.000 ducados como precio por el rescate de
la ciudad, además de un pago anual de 10.000 ducados en reconocimiento a la
soberanía. Tan sólo un mensaje llegó a sus manos: “Que hiziere lo que quisiere,
que la gente de la isla se defendería”.
Agotada la
paciencia del corsario, en la mañana del 3 de julio envió una columna de
soldados a arrasar Santa Brígida. Relata el historiador que “desde el pico de
La Atalaya se contaron cuatro mil hombres agrupados en cinco diferentes
escuadrones”. El monte Lentiscal, abigarrado bosque de árboles, acebuches y
mocanes se convirtió en el lugar desde donde acechaban los isleños.
Cuando se
internaron los enemigos en el frondoso monte, “una pequeña guerrilla isleña,
formada en su mayoría por milicianos canarios bajando por peñas y riscos los
abatieron, cortando en seco su avance en el cerrillo de El Batán”. Cundió el
pánico en las filas holandesas, agotadas además por el calor y la sed. Los que
quedaron vivos se marcharon en desbandada. “Era imposible acabar con aquella
valiente gente en Canarias”, confesaría Johann von Leubelfirig, uno de los
tenientes de Van der Does en su diario militar publicado en 1612.
La escuadra
holandesa más temible había sido derrotada en la Batalla de El Batán. Murieron
1.500 holandeses por 60 isleños. “Herido de muerte por una media lanza lanzada
por un indígena”, el corsario abandonaría la ciudad tras saquearla e
incendiarla, no sin antes prenderle fuego a iglesias, conventos, casas nobles y
edificios públicos que fueron pasto de las llamas, y entre columnas de humo se
llevaron 32 cañones del Castillo de la Luz.
Los ataques a las
islas continuaron durante siglos, lo que condicionó para siempre la vida
cotidiana de los canarios. Las luchas contra navíos, los enfrentamientos entre
corsarios, los intereses de las diversas potencias y la captura de prisioneros
formaron parte de la vida cotidiana de los isleños, que se acostumbraron a los
parches en el ojo y las patas de palo recorriendo su geografía insular. Durante
siglos Canarias padeció su propio Juego de Tronos.
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