SUCEDÁNEOS DE INFORMACIÓN
AGUSTIN GAJATE
Ahora que
muchos programas de televisión cierran la temporada y la oferta audiovisual se
reconduce hacia películas, series, propuestas veraniegas y resúmenes sobre lo
mejor y lo peor que ha acontecido durante lo que llevamos de año, quizá sea el
momento de analizar lo que hemos visto durante los últimos meses en las
pantallas de nuestros hogares, donde se ha incrementado sustancialmente el
consumo de televisión a causa del confinamiento generalizado para evitar la
expansión de la pandemia de la COVID-19.
Por lo que
he podido apreciar, a pesar de los esfuerzos de algunos profesionales de la
comunicación y de los servicios informativos de los canales públicos y
privados, los televidentes siguen confusos sobre las medidas de precaución que
deben adoptar en esta nueva fase mal denominada como 'nueva normalidad'.
Así, en uso
de su libertad, hay personas que siguen voluntariamente confinadas, otras que
tratan de seguir las recomendaciones de las autoridades sanitarias, otras que
tienen criterios propios fruto de la inconsciencia y otras hacen lo que les
aconsejan algunos personajes famosos aupados a líderes de opinión, pero que,
por sus conocimientos, mínima ética y escasa formación, no deberían de expresar
opinión alguna públicamente o circunscribirla al rincón del cuñado en el ámbito
familiar o a la esquina del enterado de la barra del bar.
La
televisión es un medio de comunicación complejo, en el que prima el
entretenimiento por encima de cualquier otra consideración en la mayoría de los
grupos privados, lo que de presiona a los canales públicos a seguir por esa vía
para tratar de captar audiencia. Desde esta perspectiva, los debates de
actualidad tienden más al espectáculo que a tratar de ofrecer información útil
y veraz a los ciudadanos.
Basta con
recuperar a través de internet algunos de los debates de finales de los 70 y de
los 80 para apreciar las diferencias. En aquel entonces, los contertulios se
expresaban con corrección, aportaban sus conocimientos, se documentaban sobre
la materia a debatir sin acudir a la wikipedia y, sobre todo, mostraban respeto
por la opinión fundamentada contraria o no coincidente con la suya, a la que
trataban de rebatir con argumentos, no con descalificaciones personales.
Cuando me
tropiezo con alguna de esas tertulias que se emiten en los canales actuales
sobre cuestiones de interés general y no soy capaz de aguantar tanta
insensatez, me propongo mentalmente un juego para que la patética realidad que
observo me resulte divertida. El juego consiste en esperar a que quien habla en
un momento determinado finalice su turno de intervención, después de múltiples
interrupciones, y pronuncie su última palabra para saber si el siguiente basa
su réplica en esa última palabra o en el asunto principal del anterior discurso.
Como todos los contertulios se conocen, el que interviene lanza una puya final
al siguiente y el otro dramáticamente ofuscado se centra en rebatir la puya y
no el contenido del mensaje, entrando así en una dinámica perversa y donde la
información útil brilla por ausencia y todo pasa a girar en torno a los
denominados 'dimes y diretes'.
¿Cómo hemos
llegado a esta situación? ¿Por qué se degrada tanto la profesión periodística
en estos escenarios? En mi modesta opinión por varios motivos: por el intrusismo
profesional, por el transformismo periodístico (quienes independientemente de
para quien trabajen están al servicio de una ideología política) y porque los
buenos periodistas no participan en debates televisivos, sino que trabajan por
ofrecer información de calidad a sus lectores, oyentes o televidentes y cuando
elaboran una noticia importante son entrevistados por otros medios y no se
exponen a un bochornoso espectáculo.
A buena
parte de los empresarios de la comunicación lo que les interesa es obtener
beneficios de su inversión, ya sea en este negocio o en otros de diferentes
sectores en los que participan, y por eso existen tan pocos proyectos liderados
por periodistas que sean rentables. Y para dar espectáculo no se necesitan
profesionales cualificados con valores éticos y una sólida formación, sino
rostros que sean capaces de transmitir certezas en tiempos de dudas, aunque
sean erróneas, mientras sean útiles al propósito mercantil de los propietarios
mediáticos.
Lo que
ocurre es que esas certezas no son tales y no hay interés en rebatirlas, por lo
que van apareciendo otras nuevas sin fundamento que se acumulan a las
anteriores, degradan la comunicación y generan toda una magna ceremonia de la
confusión, que se retransmite en formatos diferentes en canales públicos y
privados, de ámbito nacional, regional y local.
Existe la
falsa creencia de que cada medio de comunicación ofrece una versión diferente
de la realidad y que si contrastamos cada una de las versiones llegaremos a
conocer la esencia de la información. Pero esa es una ardua tarea para
cualquier persona que quiera estar bien informada y que debería recibir
información veraz por parte de cualquier medio, independientemente de su línea
editorial o de su propósito mercantil.
Si lo que ofrece el medio televisivo, que llega a casi el 86 por ciento
de los habitantes de este país, son sucedáneos de información en horarios de
máxima audiencia y como entretenimiento o propaganda, por mucho que comparemos
unos contenidos con otros, nunca vamos a disponer de la información que
precisamos para tomar buenas decisiones como ciudadanos individuales ni como
una sociedad avanzada
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