NINGÚN IMPERIO LLEVA HACIA DIOS
JOSÉ ANTONIO PÉREZ TAPIAS
Reconozco que
cualquiera puede considerar extemporáneo el título que encabeza este artículo.
¿A qué viene? Si hago recordar aquel lema de tanta difusión en el franquismo,
sobre el que se concentraba el relato histórico en el que la dictadura trataba
de enmarcarse y con el que pretendía apoyar su supuesta legitimidad, se podrá
entender mejor el porqué de tal encabezamiento: “Por el Imperio hacia Dios” era
la fórmula en cuestión. Todavía puede preguntarse alguien por qué empeñarse en
contradecir tan falsa declaración, cargada de retórica nacional-católica, con
la que el franquismo adobó una ideología fascista que, por su parte, tampoco
daba para hablar de algo parecido al Tercer Reich de los nazis.
La respuesta
comienza señalando cómo los fascistas españoles coetáneos tratan de ganar
espacio en la actual batalla ideológica introduciendo en el orden del día una
reelaboración de la historia de España que retome ese hilo narrativo. Así, Vox,
para apoyar los presupuestos de la Junta de Andalucía en el Parlamento autonómico,
ha obligado al Partido Popular y a Ciudadanos a aceptar ciertos recortes en el
sector público. Junto a las exigencias ya conocidas en relación a transmutar la
violencia de género en la confusa y antifeminista “violencia intrafamiliar” y
las relativas a la liquidación de todo lo que afecte a la memoria histórica –el
gobierno andaluz parece querer salvar lo relativo a la exhumación de fosas–,
Vox demanda poner en marcha la creación del Proyecto 1492: un nuevo mundo.
Precisando más, se trata de “la puesta en valor de la herencia histórica que
conllevó el descubrimiento de América y otras gestas posteriores como la
circunnavegación de la Tierra”.
Oportunismo de la
distorsión historicista de la ultraderecha
Es importante
llamar la atención sobre el punto señalado, que hasta ahora ha quedado en la
penumbra mediática, pero al que no le falta sentido de la oportunidad ya que en
este 2019 estamos en el año llamado a celebrar el V Centenario de la salida
desde Sanlúcar de Barrameda de la expedición de Magallanes y Elcano. Habrá que
estar, pues, atentos a los discursos que nos vienen, pues mucho es de temer que
tras los acentos puestos en don Pelayo y Covadonga pasemos al énfasis más
desmedido en la conquista de América, máxime si recordamos no sólo palabras del
adalid ultraderechista Santiago Abascal, sino también del mismísimo Pablo
Casado, presidente del extremadamente derechista PP actual, cuando, inflamado
de espíritu patriótico capaz de exageraciones históricas sin empacho, dijo que
“ninguna nación ha hecho tanto por la historia de la humanidad” como España con
el descubrimiento de América.
A nadie se le
escapa que sacar a relucir ahora la conquista de América como gran gesta
patria, con sus correspondientes fabulaciones históricas, no es sólo por atender
a la cita de la celebración de la vuelta al mundo de la expedición
hispano-portuguesa que, tras dificultosos avatares, la culminó. A todas luces
se deja ver que Vox moviliza uno de los vectores que han provocado su entrada
en la escena política española tal como ha ocurrido. Es decir, frente a una
visión de España como Estado ocupante de Cataluña desde siglos atrás, se
pretende una recreación de la historia de una España unida como nación que en
el descubrimiento y conquista de América tuvo el momento de esplendor. Ese
punto le otorga un lugar único y destacado en la historia, bendecido además por
esa Iglesia que echó agua bendita a la alianza de espada y cruz en una
colonización presidida por la cristianización de los pueblos amerindios,
continuación de la cruzada contra los infieles musulmanes que culminó con la
conquista del Reino nazarí de Granada y que encontraría después prolongación en
la “cruzada” encabezada por el golpista general Franco contra la II República,
esta vez contra el rojerío enemigo de España. “De Isabel y Fernando el espíritu
impera…”, cantaban las juventudes falangistas dispuestas a “morir besando la
sagrada bandera de la España gloriosa que nunca dejó de vencer”. Sí, “por el
Imperio hacia Dios”, lema nacional-católico tan antievangélico como
antidemocrático.
Hoy echamos de
menos un Vázquez Montalbán que además de criticar al nuncio del Vaticano que,
como hemos podido ver, se despide con palabras legitimadoras de la dictadura al
hilo del asunto de la postergada exhumación de los restos del dictador del
Valle de los Caídos, pusiera negro sobre blanco, como hizo en su día al hilo
del debate sobre la OTAN, lo que suponen esas nostalgias imperiales. Porque un
relato histórico no se pretende reconstruir sólo para una determinada explicación
del pasado, sino para desde esa lectura, escribir el presente. Ya el recordado
Vázquez Montalbán hacía notar cómo era también un déficit de la transición de
la dictadura a la democracia no haber puesto colectivamente manos a la obra
para un relato crítico de la historia de España, más allá de los muy valiosos
pero puntuales trabajos académicos de historiadores críticos y de prestigio,
que por fortuna no faltan.
España y América
desde la herencia colonial en el imaginario colectivo
Habiéndose percatado
del vacío de conciencia histórica sobre el que nos movemos –hecho paradójico
toda vez que hemos tratado de realzar el valor de la memoria histórica como
memoria democrática–, Vox pretende llenarlo, pero el factor perverso que
acompaña al intento es que lo quiere cubrir en falso. Lo grave, con todo, es
que se echan en falta recursos intelectuales –y éticos, diría también– para
hacer frente políticamente y de forma eficaz a tal pretensión de una
ultraderecha que también en ese terreno tira de las otras derechas y hasta
provoca que se deslice hacia esa zona de historia mitificada una izquierda
desarbolada de armazón teórico-crítico suficiente. Resultó preocupante ver cómo
desde derecha e izquierda, incluidos destacados miembros del Gobierno de Pedro
Sánchez, se lanzaron a responder de la forma en que lo hicieron a la famosa
carta de López Obrador pidiendo reconocimiento de los excesos de la conquista,
por más que el presidente mexicano hubiera podido ser más atinado en sus
fórmulas. Las declaraciones de marras rezumaban una visión colonial de la
relación de España con las repúblicas americanas que desprende una concepción
de la historia no alejada de la visión dominante instalada en el imaginario
colectivo, aunque se desconozca mucho de la historia real durante siglos. Ni
por asomo se dejó ver sensibilidad alguna hacia ese componente de la conquista
que fue el expolio colonial y el genocidio cultural, cuando no físico, de
pueblos originarios, el cual fue ingrediente insoslayable de la empresa
americana de la monarquía hispánica. Cabe decir, ciertamente, que dicha empresa
tuvo otros innegables componentes de civilización, pero ello no mengua la
valoración negativa de esa “cara oscura”, como dice Walter Mignolo desde el
pensamiento decolonial, que no dejaba de ser bien visible en aquel imperio
protomoderno que reconfiguró América y a su vez lo que sería España desde su
arranque renacentista.
Si de nuevo, una y
otra vez, hay que traer a colación a Walter Benjamin subrayando que “no hay
documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”, lo cual es
aplicable a todos los imperios que en la historia ha habido por más que ellos
mismos hayan sido claves para generar lo que el historiador Toynbee llamó
“áreas civilizatorias” –concepto del que luego ha abusado Samuel Huntington con
su “choque de civilizaciones–, es el momento de reparar en cómo la discusión al
respecto se ha desplegado entre nosotros. No es casualidad que sea ahora.
De la España
imperial a la pluralidad de España
En estos días somos
testigos de la polémica generada en torno al libro de la escritora María Elvira
Roca Barea, publicado hace unos años bajo el título Imperiofobia y leyenda
negra (Siruela, 2016, 23 ediciones). En el mismo, tras exponer que todos los
imperios dan lugar a alguna especie de “leyenda negra”, insiste en cómo esa
denominación quedó consagrada para el Imperio español, para subrayar que fue
interesadamente difundida por enemigos del mismo, especialmente del lado de la
reforma luterana. La autora de Imperiofobia, como otros que le precedieron,
trata de vencer el sesgo de esa visión negativa, especialmente en lo referente
a la colonización española de América, queriendo convencer de la tarea
civilizatoria que ésta supuso. Su crítica a quienes incuban fobia al Imperio
español implica una especie de terapia historicista para superarla, terminando
su recorrido con una denuncia a los países del centro y del norte de Europa que
en tiempos recientes incluyeron a España entre aquellos a los que se aplicó el
acrónimo PIGS, considerando que ello supone un lastre de la Leyenda Negra. En
verdad, más que achacable a tal secuela de la historia, lo que con ello se
evidencia es la situación de una Unión Europea en la que se reeditan relaciones
neocoloniales en términos de centro y periferia, algo que España no afronta
como debiera, para lo cual haría falta otro diagnóstico que el proporcionado
desde la tesis de la Imperiofobia. No cabe duda de que el esfuerzo de Roca
Barea se dirige a nutrir una conciencia colectiva endeble en términos de memoria,
lo cual es hándicap notable para una identidad nacional que se pretenda
suficientemente cohesionada.
A Imperiofobia le
ha respondido críticamente el filósofo José Luis Villacañas con su Imperiofilia
(Lengua de Trapo, 2019, tres ediciones), con la consiguiente controversia
incluso mediática, con el populismo nacional-católico, destacando que una
lectura acrítica de la historia de España que venga a exaltar un Imperio cuyo
expolio colonial se vio legitimado por el discurso de la Contrarreforma católica
no puede ser sostén de una identidad colectiva que pueda en verdad cohesionar
la sociedad española a estas alturas. Con tales argumentos, el profesor
Villacañas ha venido a responder no sólo a la obra de Roca Barea –como ha
destacado el historiador Carlos Martínez Shaw–, sino que ha puesto el dedo en
la llaga que supone la pretensión ultraderechista de reconstruir el relato
histórico de España volviendo a mitificaciones insostenibles.
El caso es que
necesitamos relato histórico. El quid de la cuestión es cómo elaborarlo y cómo
compartirlo para que en verdad pueda cubrir el clamoroso hueco que existe en la
sociedad española a ese respecto. Es importante que para ello no se renuncie en
ningún caso a la mirada crítica, la cual ha de mantenerse también frente a
historiadores que, aun siendo críticos en su investigación historiográfica, no
dejan luego de apelar a la necesidad de determinados mitos como algo
irrenunciable para la identidad colectiva. Cuando algunos añaden a ello el
suscribir determinados discursos patrios, muy escorados a interpretaciones
sesgadas –por ejemplo, edulcorando lo que significó la Guerra Civil y la
dictadura franquista–, aduciendo la necesidad de arropar con ellos el exagerado
exhibir banderas de España que hemos visto en nuestras ciudades, podemos decir
que se está perdiendo la batalla de la necesaria memoria para alentar un futuro
común sin falsas mitificaciones. No se trata ni mucho menos de caer en una
concepción masoquista cuando se reivindica una memoria que tenga su clave de
bóveda en las víctimas masacradas, perseguidas o excluidas en los procesos
históricos que nos han traído al punto en que estamos. Haciendo valer ese
criterio, igualmente ha de ponerse a su lado una reconstrucción de la historia
que tenga en cuenta lo que Ernest Lluch decía cuando afirmaba que la historia
es, en muchos casos, el pasado que pesa. Confrontándonos con ese pasado, sin
eludirlo, es como se puede recuperar una visión de la historia en plural,
cuestión en la que insiste con suma lucidez el historiador catalán Joaquim
Albareda, pues si no es desde una historia de las Españas –las Españas de las
naciones, de la diversidad cultural, de las tradiciones republicana y
federalista…– no podremos encontrar un
hilo común susceptible de ser compartido.
La solución no es
pensar la historia de España como si el Imperio español, con sus efectos fuera
y dentro de la península Ibérica, no hubiera existido; tampoco es cuestión de
abordarlo como si fuera la encarnación del mal sobre la tierra. Mirando la
historia desde nuestro horizonte, nuestro problema es cómo accedemos al futuro
desde una memoria que de verdad lo abra. Sin memoria no hay futuro. Y la
memoria sabe que ningún imperio lleva hacia Dios. Por eso la conciencia
histórica, desde una acendrada moral democrática, señala bien los caminos por
donde políticamente se puede desembocar en otros infiernos, para no dejarnos ir
por ellos.
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