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sábado, 6 de julio de 2019

NINGÚN IMPERIO LLEVA HACIA DIOS


NINGÚN IMPERIO LLEVA HACIA DIOS
JOSÉ ANTONIO PÉREZ TAPIAS
Reconozco que cualquiera puede considerar extemporáneo el título que encabeza este artículo. ¿A qué viene? Si hago recordar aquel lema de tanta difusión en el franquismo, sobre el que se concentraba el relato histórico en el que la dictadura trataba de enmarcarse y con el que pretendía apoyar su supuesta legitimidad, se podrá entender mejor el porqué de tal encabezamiento: “Por el Imperio hacia Dios” era la fórmula en cuestión. Todavía puede preguntarse alguien por qué empeñarse en contradecir tan falsa declaración, cargada de retórica nacional-católica, con la que el franquismo adobó una ideología fascista que, por su parte, tampoco daba para hablar de algo parecido al Tercer Reich de los nazis.
La respuesta comienza señalando cómo los fascistas españoles coetáneos tratan de ganar espacio en la actual batalla ideológica introduciendo en el orden del día una reelaboración de la historia de España que retome ese hilo narrativo. Así, Vox, para apoyar los presupuestos de la Junta de Andalucía en el Parlamento autonómico, ha obligado al Partido Popular y a Ciudadanos a aceptar ciertos recortes en el sector público. Junto a las exigencias ya conocidas en relación a transmutar la violencia de género en la confusa y antifeminista “violencia intrafamiliar” y las relativas a la liquidación de todo lo que afecte a la memoria histórica –el gobierno andaluz parece querer salvar lo relativo a la exhumación de fosas–, Vox demanda poner en marcha la creación del Proyecto 1492: un nuevo mundo. Precisando más, se trata de “la puesta en valor de la herencia histórica que conllevó el descubrimiento de América y otras gestas posteriores como la circunnavegación de la Tierra”.


Oportunismo de la distorsión historicista de la ultraderecha

Es importante llamar la atención sobre el punto señalado, que hasta ahora ha quedado en la penumbra mediática, pero al que no le falta sentido de la oportunidad ya que en este 2019 estamos en el año llamado a celebrar el V Centenario de la salida desde Sanlúcar de Barrameda de la expedición de Magallanes y Elcano. Habrá que estar, pues, atentos a los discursos que nos vienen, pues mucho es de temer que tras los acentos puestos en don Pelayo y Covadonga pasemos al énfasis más desmedido en la conquista de América, máxime si recordamos no sólo palabras del adalid ultraderechista Santiago Abascal, sino también del mismísimo Pablo Casado, presidente del extremadamente derechista PP actual, cuando, inflamado de espíritu patriótico capaz de exageraciones históricas sin empacho, dijo que “ninguna nación ha hecho tanto por la historia de la humanidad” como España con el descubrimiento de América. 

A nadie se le escapa que sacar a relucir ahora la conquista de América como gran gesta patria, con sus correspondientes fabulaciones históricas, no es sólo por atender a la cita de la celebración de la vuelta al mundo de la expedición hispano-portuguesa que, tras dificultosos avatares, la culminó. A todas luces se deja ver que Vox moviliza uno de los vectores que han provocado su entrada en la escena política española tal como ha ocurrido. Es decir, frente a una visión de España como Estado ocupante de Cataluña desde siglos atrás, se pretende una recreación de la historia de una España unida como nación que en el descubrimiento y conquista de América tuvo el momento de esplendor. Ese punto le otorga un lugar único y destacado en la historia, bendecido además por esa Iglesia que echó agua bendita a la alianza de espada y cruz en una colonización presidida por la cristianización de los pueblos amerindios, continuación de la cruzada contra los infieles musulmanes que culminó con la conquista del Reino nazarí de Granada y que encontraría después prolongación en la “cruzada” encabezada por el golpista general Franco contra la II República, esta vez contra el rojerío enemigo de España. “De Isabel y Fernando el espíritu impera…”, cantaban las juventudes falangistas dispuestas a “morir besando la sagrada bandera de la España gloriosa que nunca dejó de vencer”. Sí, “por el Imperio hacia Dios”, lema nacional-católico tan antievangélico como antidemocrático.


Hoy echamos de menos un Vázquez Montalbán que además de criticar al nuncio del Vaticano que, como hemos podido ver, se despide con palabras legitimadoras de la dictadura al hilo del asunto de la postergada exhumación de los restos del dictador del Valle de los Caídos, pusiera negro sobre blanco, como hizo en su día al hilo del debate sobre la OTAN, lo que suponen esas nostalgias imperiales. Porque un relato histórico no se pretende reconstruir sólo para una determinada explicación del pasado, sino para desde esa lectura, escribir el presente. Ya el recordado Vázquez Montalbán hacía notar cómo era también un déficit de la transición de la dictadura a la democracia no haber puesto colectivamente manos a la obra para un relato crítico de la historia de España, más allá de los muy valiosos pero puntuales trabajos académicos de historiadores críticos y de prestigio, que por fortuna no faltan.

España y América desde la herencia colonial en el imaginario colectivo

Habiéndose percatado del vacío de conciencia histórica sobre el que nos movemos –hecho paradójico toda vez que hemos tratado de realzar el valor de la memoria histórica como memoria democrática–, Vox pretende llenarlo, pero el factor perverso que acompaña al intento es que lo quiere cubrir en falso. Lo grave, con todo, es que se echan en falta recursos intelectuales –y éticos, diría también– para hacer frente políticamente y de forma eficaz a tal pretensión de una ultraderecha que también en ese terreno tira de las otras derechas y hasta provoca que se deslice hacia esa zona de historia mitificada una izquierda desarbolada de armazón teórico-crítico suficiente. Resultó preocupante ver cómo desde derecha e izquierda, incluidos destacados miembros del Gobierno de Pedro Sánchez, se lanzaron a responder de la forma en que lo hicieron a la famosa carta de López Obrador pidiendo reconocimiento de los excesos de la conquista, por más que el presidente mexicano hubiera podido ser más atinado en sus fórmulas. Las declaraciones de marras rezumaban una visión colonial de la relación de España con las repúblicas americanas que desprende una concepción de la historia no alejada de la visión dominante instalada en el imaginario colectivo, aunque se desconozca mucho de la historia real durante siglos. Ni por asomo se dejó ver sensibilidad alguna hacia ese componente de la conquista que fue el expolio colonial y el genocidio cultural, cuando no físico, de pueblos originarios, el cual fue ingrediente insoslayable de la empresa americana de la monarquía hispánica. Cabe decir, ciertamente, que dicha empresa tuvo otros innegables componentes de civilización, pero ello no mengua la valoración negativa de esa “cara oscura”, como dice Walter Mignolo desde el pensamiento decolonial, que no dejaba de ser bien visible en aquel imperio protomoderno que reconfiguró América y a su vez lo que sería España desde su arranque renacentista.

Si de nuevo, una y otra vez, hay que traer a colación a Walter Benjamin subrayando que “no hay documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”, lo cual es aplicable a todos los imperios que en la historia ha habido por más que ellos mismos hayan sido claves para generar lo que el historiador Toynbee llamó “áreas civilizatorias” –concepto del que luego ha abusado Samuel Huntington con su “choque de civilizaciones–, es el momento de reparar en cómo la discusión al respecto se ha desplegado entre nosotros. No es casualidad que sea ahora.

De la España imperial a la pluralidad de España

En estos días somos testigos de la polémica generada en torno al libro de la escritora María Elvira Roca Barea, publicado hace unos años bajo el título Imperiofobia y leyenda negra (Siruela, 2016, 23 ediciones). En el mismo, tras exponer que todos los imperios dan lugar a alguna especie de “leyenda negra”, insiste en cómo esa denominación quedó consagrada para el Imperio español, para subrayar que fue interesadamente difundida por enemigos del mismo, especialmente del lado de la reforma luterana. La autora de Imperiofobia, como otros que le precedieron, trata de vencer el sesgo de esa visión negativa, especialmente en lo referente a la colonización española de América, queriendo convencer de la tarea civilizatoria que ésta supuso. Su crítica a quienes incuban fobia al Imperio español implica una especie de terapia historicista para superarla, terminando su recorrido con una denuncia a los países del centro y del norte de Europa que en tiempos recientes incluyeron a España entre aquellos a los que se aplicó el acrónimo PIGS, considerando que ello supone un lastre de la Leyenda Negra. En verdad, más que achacable a tal secuela de la historia, lo que con ello se evidencia es la situación de una Unión Europea en la que se reeditan relaciones neocoloniales en términos de centro y periferia, algo que España no afronta como debiera, para lo cual haría falta otro diagnóstico que el proporcionado desde la tesis de la Imperiofobia. No cabe duda de que el esfuerzo de Roca Barea se dirige a nutrir una conciencia colectiva endeble en términos de memoria, lo cual es hándicap notable para una identidad nacional que se pretenda suficientemente cohesionada.

A Imperiofobia le ha respondido críticamente el filósofo José Luis Villacañas con su Imperiofilia (Lengua de Trapo, 2019, tres ediciones), con la consiguiente controversia incluso mediática, con el populismo nacional-católico, destacando que una lectura acrítica de la historia de España que venga a exaltar un Imperio cuyo expolio colonial se vio legitimado por el discurso de la Contrarreforma católica no puede ser sostén de una identidad colectiva que pueda en verdad cohesionar la sociedad española a estas alturas. Con tales argumentos, el profesor Villacañas ha venido a responder no sólo a la obra de Roca Barea –como ha destacado el historiador Carlos Martínez Shaw–, sino que ha puesto el dedo en la llaga que supone la pretensión ultraderechista de reconstruir el relato histórico de España volviendo a mitificaciones insostenibles.

El caso es que necesitamos relato histórico. El quid de la cuestión es cómo elaborarlo y cómo compartirlo para que en verdad pueda cubrir el clamoroso hueco que existe en la sociedad española a ese respecto. Es importante que para ello no se renuncie en ningún caso a la mirada crítica, la cual ha de mantenerse también frente a historiadores que, aun siendo críticos en su investigación historiográfica, no dejan luego de apelar a la necesidad de determinados mitos como algo irrenunciable para la identidad colectiva. Cuando algunos añaden a ello el suscribir determinados discursos patrios, muy escorados a interpretaciones sesgadas –por ejemplo, edulcorando lo que significó la Guerra Civil y la dictadura franquista–, aduciendo la necesidad de arropar con ellos el exagerado exhibir banderas de España que hemos visto en nuestras ciudades, podemos decir que se está perdiendo la batalla de la necesaria memoria para alentar un futuro común sin falsas mitificaciones. No se trata ni mucho menos de caer en una concepción masoquista cuando se reivindica una memoria que tenga su clave de bóveda en las víctimas masacradas, perseguidas o excluidas en los procesos históricos que nos han traído al punto en que estamos. Haciendo valer ese criterio, igualmente ha de ponerse a su lado una reconstrucción de la historia que tenga en cuenta lo que Ernest Lluch decía cuando afirmaba que la historia es, en muchos casos, el pasado que pesa. Confrontándonos con ese pasado, sin eludirlo, es como se puede recuperar una visión de la historia en plural, cuestión en la que insiste con suma lucidez el historiador catalán Joaquim Albareda, pues si no es desde una historia de las Españas –las Españas de las naciones, de la diversidad cultural, de las tradiciones republicana y federalista…–  no podremos encontrar un hilo común susceptible de ser compartido.

La solución no es pensar la historia de España como si el Imperio español, con sus efectos fuera y dentro de la península Ibérica, no hubiera existido; tampoco es cuestión de abordarlo como si fuera la encarnación del mal sobre la tierra. Mirando la historia desde nuestro horizonte, nuestro problema es cómo accedemos al futuro desde una memoria que de verdad lo abra. Sin memoria no hay futuro. Y la memoria sabe que ningún imperio lleva hacia Dios. Por eso la conciencia histórica, desde una acendrada moral democrática, señala bien los caminos por donde políticamente se puede desembocar en otros infiernos, para no dejarnos ir por ellos.


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