“SI SE ENTERA, ME MATA”
CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
Cuando
las relaciones están teñidas de miedo, cuando el “otro” es tu peor enemigo.
¡Cuántas
veces escuché esa frase, pronunciada al pasar…! “Si él se entera, me mata”.
Casual como si el hecho de una amenaza de ese calibre formara parte de la
rutina cotidiana, millones de mujeres en el mundo viven bajo la sombra de una
dictadura conyugal considerada por muchas personas –hombres y mujeres- como
parte de una realidad inevitable, avalada por la costumbre. Expresiones
similares aparecen cuando se platica con profesionales de la salud,
acostumbrados a ver casos de mujeres impedidas de utilizar métodos de control
para evitar embarazos no deseados porque sus parejas lo prohíben, o aquellas
deseosas de continuar con su educación pero impedidas de hacerlo porque su
potencial independencia económica significaría un desafío contra la autoridad
del marido.
No
me refiero al siglo diecinueve sino a estos tiempos, tan restrictivos para la
mujer como aquellos. Por supuesto, hay avances y muchas compuertas han caído
bajo la presión feminista, pero muchas también se resisten a caer. Como por
ejemplo, el derecho de las mujeres a una educación plena y de calidad, no solo
en temas de salud sexual y reproductiva sino en todos los campos del saber. Las
restricciones impuestas para impedir la educación de niñas y adolescentes para
condenarlas a una vida de servidumbre se mantienen idénticas a las reinantes
durante la época de la Colonia. De hecho, Guatemala aún conserva esos lejanos
modelos de vida en muchos aspectos, casi todos ellos en detrimento de la
calidad de vida de quienes por ser menos privilegiados se ven obligados a
servir a otros, en condiciones de explotación.
De
este sistema injusto derivan prejuicios de una injusticia intolerable para la
mayoría de mujeres, cuya vida depende de decisiones tomadas dentro de un
pensamiento patriarcal que las relega a la categoría de objetos para
reproducción, servicio doméstico (en todos los círculos sociales, sin
excepción), decoración y entretenimiento. Los parámetros de la sexualidad
femenina han sido marcados por hombres acostumbrados a mandar porque asumen que
las mujeres están supuestas a obedecer. De hecho, esta “orden suprema” persiste
en las ceremonias del matrimonio religioso.
En
este marco en extremo conservador se inserta uno de los debates más intensos:
el derecho al aborto. Un tema de enorme trascendencia para millones de mujeres
alrededor del mundo, cuyos avances en términos de legislación han costado
tiempo, vidas humanas, campañas intensas de uno y otro lado del espectro, pero
también el ejercicio constante de analizar con visión humanitaria y perspectiva
social el drama cotidiano de mujeres enfrentadas a un embarazo no deseado.
El
aborto representa no solo una ruptura de los mandatos de las doctrinas
religiosas más extendidas en el mundo, sino una especie de amenaza a la
autoridad patriarcal, uno de cuyos pilares es su capacidad reproductiva. De ahí
el comentario de una mujer ante la pregunta de un profesional de la salud sobre
por qué no usaba anticonceptivos: “Si él se entera, me mata”. En esta especie
de orden suprema, mezcla de mandato divino con potencia del instinto
reproductivo, las mujeres constituyen el centro de la atención y de las
prohibiciones desde todos los ámbitos.
Este
poder restrictivo de enorme fuerza social ha representado un enorme obstáculo
para que la mujer posea el control absoluto sobre su cuerpo y sus decisiones en
términos de concepción y maternidad. En esta lucha y en un mundo que no cesa de
agredirlas sexualmente, las niñas, adolescentes y mujeres adultas siguen
estando en el último lugar de la lista del goce irrestricto de sus derechos
humanos. Es hora de avanzar.
Un
mundo restrictivo contra los derechos de las mujeres, un mundo anclado en el
pasado.
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