BOMBAS MOLOTOV: LAS BUENAS
Y LAS MALAS
ATILIO
BORÓN
En
su acelerado proceso de putrefacción moral, los voceros de la derecha y la
prensa hegemónica de la Argentina se rasgan las vestiduras ante la escalada
violenta que viene teniendo lugar en los últimos días en el marco de las
protestas por la desaparición forzada de Santiago Maldonado. En la ciudad de
Buenos Aires y en El Bolsón los actos recordatorios al cumplirse un mes de tan
deplorable suceso culminaron con graves enfrentamientos entre algunos grupos
desprendidos de multitudinarias y pacíficas manifestaciones–en el caso de
Buenos Aires, reuniendo a varios centenares de miles de personas en la Plaza de
Mayo- y las fuerzas de seguridad. Los
manifestantes se habían convocado para expresar su repudio ante la desaparición
forzada del artesano a manos de la Gendarmería Nacional, a la escandalosa
indiferencia del gobierno nacional –difícil de distinguir de un activo
encubrimiento del crimen- y a la no menos desvergonzada actitud de la Justicia
federal, que en sus averiguaciones demostró una ineptitud que se parece
demasiado a la complicidad. Sería ingenuo ignorar que algunos de los desmanes y
destrozos de ayer viernes fueron
inducidos -e inclusive ejecutados- desde algunos oscuros rincones del
aparato estatal (vulgo: “servicios”) con el objeto de desviar el foco de
atención de la ciudadanía. Por eso no fue casual que poco después de ocurridos
los principales titulares de la prensa, la radio y la televisión de la
oligarquía mediática fuesen los incidentes y no la tenebrosa falta de
información acerca de dónde está Santiago Maldonado y cuya desaparición
constituye un crimen de lesa humanidad.
Un
activista con una foto de Santiago Maldonado durante una protesta por el suceso
este lunes 7 de agosto frente al Congreso en Buenos Aires.
Centenares
de imágenes dan cuenta de la agresión con bombas Molotov a gendarmes en El
Bolsón, ataques con piedras y objetos contundentes a la policía en Buenos
Aires, a comercios y edificios públicos y algunos privados, la erección de
barricadas en la avenida de Mayo la quema de contenedores. En un alarde de mala
fe y mendacidad, la derecha ahora condena sin atenuantes las tácticas violentas
que durante tres meses celebraran como una esperanzadora manifestación de la
vitalidad de la sociedad civil en … Venezuela. Las bombas Molotov arrojadas por
los mercenarios contratados por el ala fascista de la oposición venezolana en
contra de la Guardia Nacional Bolivariana no eran tales sino luminosas
antorchas de libertad. La destrucción del espacio público y la propiedad
privada en las calles de Venezuela eran saludables síntomas de la rebeldía de
un pueblo contra la “dictadura” de Maduro. Pero ahora, en la Argentina de los
presos políticos y de la criminalización de la protesta social, aquí se
convierte en imperdonable pecado lo que allá era una excelsa virtud. Las
Molotovs que en Venezuela prendían fuego a los agentes del orden y destruían
guarderías infantiles, centros de salud, edificios públicos y privados y
autobuses urbanos eran la expresión de un noble impulso democrático que se
despertaba de su prolongado letargo. Aquí, la misma actitud, los mismos hechos
son condenados como una conducta deleznable e incivilizada de hordas criminales
que no respetan ni la ley ni el orden. Molotovs buenas, Molotovs malas.
Este
doble discurso esta perversa dualidad de criterios revela el talante (in)moral
de los supuestos representantes de la “democracia” y el “republicanismo” en la
Argentina. En realidad y a pesar de sus reclamos no son ni lo uno ni lo otro;
ni demócratas ni republicanos. Son simples ideólogos y propagandistas al
servicio de los grandes poderes corporativos y de un estado de cosas
insostenible, donde ocho individuos detentan tanta riqueza como la mitad de la
población mundial. Gentes que ejemplifican con incomparable elocuencia la
prostitución del periodismo -que por eso mismo ha dejado de serlo- y la
absoluta capitulación de la “intelligentzia” liberal de este país degradada hoy
a la condición de una cuadrilla de mentirosos seriales. Unos y otros tienen por
misión ofuscar el entendimiento de la opinión pública, ocultar los oscuros
negociados de las grandes corporaciones y sus representantes en el Estado,
blindar mediáticamente a los gobernantes de turno y, en fin, distraer y
embrutecer al demos con un aluvión de mentiras y toda suerte de vulgaridades
televisivas –la infame cultura del “entretenimiento” urdida en Estados Unidos
para mejor controlar a su población- que le impida al pueblo pensar, adquirir
conciencia de su situación y luchar por la construcción de un mundo mejor.
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