UN DÍA PARA RECORDAR
CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
El
11 de septiembre de 1973 fue una fecha fatídica, cuyos ecos siguen resonando en
Chile y el mundo.
Lo
recuerdo bien. Yo vivía en la calle Huérfanos, en el centro de Santiago y
apenas comenzaba el día cuando sonaron las primeras ráfagas. Al asomarme a la
ventana pude ver a los soldados sobre las terrazas de los edificios vecinos y
comprendí de inmediato lo que venía después. Mi hija era muy pequeña y estaba
asustada, no comprendía por qué teníamos que arrastrarnos por el piso del
departamento sin levantar la cabeza pero yo sabía del riesgo de recibir una
bala perdida. Aun cuando la amenaza de golpe había flotado en el ambiente desde
hacía un tiempo, para quienes vivíamos la aparentemente sólida democracia chilena
la sola idea de una asonada militar era inconcebible.
Sin
embargo, sucedió. Durante los siguientes días el caos fue total, el pánico de
no saber los límites exactos de la represión, los informes boca a boca sobre
quema de libros en grandes piras en plena calle, las frenéticas llamadas
telefónicas y la aventura de desplazarse por la ciudad buscando a los
familiares y amigos, todos dispersos, era surrealista.
La
búsqueda de personas sospechosas de pertenecer a partidos de izquierda –algo
legal y legítimo hasta el día anterior- se operaba con minuciosidad en sectores
residenciales de clase media y en barrios populares. Las capturas eran masivas
y los camiones del ejército, que pasaban durante las noches cubiertos con lonas
para proteger de miradas curiosas su carga de muerte, provocaban escalofríos.
También los cuerpos tirados a la vera del río Mapocho.
Cuando
se habla del golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende, por lo
general se suele aludir a los hechos más impactantes, como el ataque aéreo y
terrestre contra el palacio de la Moneda y la posterior muerte del presidente
Allende. Sin embargo, para quienes vivimos esos momentos, uno de los
sentimientos predominantes, más que el miedo a la represión, fue el estupor. Un
desconcierto absoluto al presenciar este hecho inédito para nuestra generación
y las anteriores, con el rompimiento de una línea histórica de tolerancia y
activismo político sin más cortapisas que las establecidas por la ley. Y de
pronto, esas leyes supuestamente inmutables cambian y se vuelven contra un
pueblo sorprendido en medio de la noche.
Las
políticas de Salvador Allende y su equipo de gobierno, aun cuando no
satisfacían todas las aspiraciones de una ciudadanía mayoritariamente
capitalina, constituían un avance significativo para los sectores más pobres,
campesinos y obreros. Lo que jamás perdonaron los círculos de
gran
poder económico fue el desafío de plantear reformas que reducirían su cuota de
influencia y los colocaría en el plano de un interlocutor más, después de haber
dominado la escena política durante décadas.
La
estrategia de la extrema derecha chilena, con la complicidad de partidos de
centro, se basó en una campaña mediática masiva y el bloqueo económico interno,
al establecer alianzas con ciertos sindicatos como el del transporte terrestre
que hoy también amenaza a la estabilidad de Chile, y el gran socio de aventuras
golpistas: el Departamento de Estado, con Henry Kissinger a la cabeza, en una
urdimbre de tácticas efectivas que acabaron con el ensayo del socialismo en
libertad.
Chile
nunca volvió a ser una nación verdaderamente democrática. Las desigualdades y
las limitaciones actuales en aspectos tan fundamentales como la salud y la
educación son herencia de una dictadura tan bestial que sus ecos aún perduran
en la mente y el imaginario de buena parte de la población. Nunca como hoy se
vieron en ese país los extremos tan distantes entre ricos extremadamente
poderosos y pobres de miseria, con un gran contingente de jóvenes enfrentados a
un futuro incierto pero con la voluntad de participar de los cambios que el
país necesita para retomar, algún día, el camino hacia una democracia más justa
y equilibrada.
Artículo
publicado en El Quinto Patio
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