viernes, 31 de enero de 2025

GAMBITO DE SÁNCHEZ

GAMBITO DE SÁNCHEZ

POR JONATHAN MARTÍNEZ

 

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante una rueda de prensa tras el Consejo de Ministros, en el Complejo de la Moncloa.Gustavo Valiente/ Europa Press

En la primavera de 1996, un joven ajedrecista llamado Gata Kamski llegó a la ciudad rusa de Elistá con la esperanza de arrebatarle a Anatoli Kárpov el título de campeón del mundo. Kamski tenía apenas veintidós años. Era originario de la URSS pero se había mudado a los Estados Unidos y jugaba bajo la bandera de las barras y las estrellas. Kárpov lo doblaba en edad y en experiencia. Más aún, era una leyenda viva del ajedrez y su rivalidad con Garri Kaspárov durante los años ochenta había cobrado con el tiempo un cierto matiz de epopeya. Aquella pelea titánica pudo haberse prolongado durante los años noventa si la Federación Internacional no hubiera sufrido un cisma.

Cuando Kamski y Kárpov se disputaron el título a veinte partidas, la perestroika era un asunto reciente y la prensa rusa andaba más pendiente de otra batalla. Y es que en aquellas fechas, Borís Yeltsin se jugaba la reelección presidencial contra el candidato del Partido Comunista. Si las primeras partidas en el tablero estuvieron igualadas, también las urnas arrojaron una escasa victoria de Yeltsin sobre Ziugánov en la primera vuelta. Después todo se decantó sin equívoco. El 3 de julio, Yeltsin se imponía por diez millones de votos. A la semana siguiente, Kárpov sentenció la final y se afianzó en el trono. Kamski abandonó el ajedrez para enfocarse en su carrera universitaria.

No es que el ajedrez y los estudios sean incompatibles. Dos días después de que Kárpov ganara la corona, la Facultad de Filosofía y Letras de León acogía el Campeonato Mundial Universitario. En la clasificación por equipos, Georgia ocupó lo alto del podio. Por detrás, a escaso medio punto, le seguía el combinado español con un tal García del Blanco en sus filas. Nadie sabía entonces que el chaval acabaría formando parte de la ejecutiva del PSOE bajo la batuta de Pedro Sánchez. Ibán García es ahora eurodiputado y anda en otras, pero hubo un tiempo en que jugaba su partidita semanal de ajedrez contra Sánchez antes de que el presidente fuera presidente.

Los paralelismos entre ajedrez y política son notorios por motivos evidentes: en el juego de mesa se enfrentan dos monarcas con sus respectivos oficiales y soldados rasos. Igual que la política, el ajedrez parece una versión sublimada de la guerra. La guerra por otros medios. Supongo que todo el mundo recuerda aquella entrevista televisiva que Iván Redondo concedió a Jordi Évole tras abandonar el gabinete de Pedro Sánchez. En un momento dado, Évole le pidió a Redondo que se definiera y el consultor echó mano de un par de piezas de ajedrez. La dama es el político. El peón es el asesor. Y un peón que avanza hasta el último escaque puede convertirse en dama.

Conviene recordar que en el Congreso de los Diputados se libra una partida de ajedrez permanente. Las fichas están tan mal repartidas que cada cual juega como buenamente puede, a trancas y barrancas, a veces yendo de farol y otras veces tomando prestados los alfiles del vecino. Muy a menudo la prensa olvida que detrás de cada votación ondean las bambalinas de la estrategia, las astucias, los movimientos espectaculares que desvían la atención del respetable antes de una estocada definitiva. En efecto, el decreto ómnibus no va solo de pensiones, salarios mínimos, transporte público y ayudas a las víctimas de la DANA. Va también de juegos de cintura.

En julio de 2023, cuando se conoció el saldo de las elecciones generales, todo el mundo entendió que la continuidad de Sánchez quedaba subordinada a la aprobación de la Ley de Amnistía. Por arte de magia, lo imposible se volvió posible. Las voces socioliberales que hasta entonces habían considerado la amnistía poco menos que un descarrío inconstitucional terminaron reuniendo sus mejores argumentos para que la ley de gracia fuera posible. Cerdán viajó a Bruselas para estrechar la mano de Puigdemont y admitió que el President era mucho más cordial de lo que había imaginado. Hubo investidura y hubo amnistía, por supuesto.

Pero después llegaron las dudas y las zancadillas. Se dijo que Junts iba a hacerle la vida imposible al Gobierno. Que si inestabilidad. Que si moción de censura y cuestión de confianza. Bagatelas. Hasta el analista menos avezado sabe que Sánchez está en condiciones de agotar la legislatura tirando de decretos, geometrías variables y prórrogas presupuestarias si fuera estrictamente necesario. Pero hemos venido a jugar. Junts tiene todo el derecho a hacer valer sus votos y boicotear el gravamen a las energéticas o pactar con el PP la congelación del impuesto a la generación eléctrica. Lo que ocurre es que el presidente está también en condiciones de mover a placer sus propias piezas.

El presidente puede, pongamos por caso, presentar un decreto ómnibus que incluya diferentes disposiciones sin relación aparente entre sí, obligando a sus contrincantes a jugar al todo o nada, dejándolos en la incómoda posición de cancelar medidas que hasta sus propios votantes demandan. Sánchez no solamente ha puesto contra las cuerdas al PP y a Vox sino que además ha obligado a Junts a interponer pretextos inverosímiles. La crisis se ha resuelto con un nuevo decreto que cuenta con el beneplácito de Puigdemont y que enciende la esperanza de los presupuestos. Feijóo queda descalificado mientras Sánchez y Junts vuelven a pactar tablas.

Kamski era un ajedrecista prometedor pero tropezó con la veteranía de Kárpov. Ziugánov era un candidato sólido pero Yeltsin aterrizó en la campaña electoral dopado con los millones de la oligarquía y mimado por los dueños de las televisiones. También Feijóo llegó al frente del PP con el aval de la gestión gallega y un ejército mediático que lo ha querido pintar con los colores de la solvencia y la moderación. Lo que ocurre es que tiene enfrente a Pedro Sánchez, un estratega que ha ido doblando uno por uno a todos sus rivales con celadas maestras, enroques y gambitos de dama. La partida aún no ha terminado, pero el PP no deja de perder piezas.

 

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