¿SUEÑAN LOS JUECES
CON OVEJAS GOLPISTAS?
Si el uso de la Justicia para dañar la reputación de los rivales políticos
ya no funciona, ¿no tocará usar la herramienta judicial para emitir no solo
imputaciones sino condenas ‘fake’?
Instrumento judicial. / La Boca del Logo
Cuando la derecha española comprobó hace dos veranos en las urnas que su desfachatez pesaba aún más que las enormes ventajas de tener al árbitro comprado –medios de comunicación, empresarios y jueces–, ese busto viviente que es José María Aznar decidió mover la zona de mármol que dibuja su labio inferior para lanzar un enigmático mensaje –quien pueda hacer, que haga– que todos entendimos sin enigma alguno: el que pueda, que ponga zancadillas a la voluntad democrática. Siguiendo el consejo del hombrecillo, quien pudo hizo lo que buenamente pudo. Los medios, que poco más podían hacer porque llevaban ya años criminalizando a un gobierno democrático, siguieron haciéndolo; los empresarios siguieron recogiendo beneficios sin dejar de anunciar nuevos fines del mundo ante cada avance de los trabajadores; y los jueces, que recibieron las palabras de Aznar como una circular interna, decidieron destrozar definitivamente el prestigio y la credibilidad de su oficio a cambio de unos cuantos titulares de prensa que ya no provocaban el daño esperado. Un drama.
Feijóo,
que poco puede hacer el hombre excepto tratar de evitar que Ayuso le mueva
demasiado la silla, anda escandalizado estos días porque jamás en la historia
de España un presidente del gobierno se vio salpicado por tantísimos casos de
corrupción. Razón no le falta, como tampoco le faltaba al capitán Renault en Casablanca:
qué escándalo, aquí se juega. La actividad judicial en torno a la familia de
Pedro Sánchez es diaria, como años atrás lo fue en el entorno de Podemos –sin
que Sánchez se quejase por ello. A la imputación de la esposa del presidente
por no se sabe aún bien qué delito sumamos ahora la imputación de su hermano
por tampoco sabemos bien qué. Según la denuncia del sindicato ultra
Manos Limpias, abrazada con entusiasmo por un juez que está haciendo lo que
puede, el tiparraco, supuestamente afincado en Badajoz, habría aumentado de
manera sospechosa su capital, que ascendería a más de 2 millones de euros,
mientras tributaba desde Portugal para evadir impuestos en España. Investigado
el asunto por la Guardia Civil, nada. Nanai. Cerocerismo en Las Gaunas. Horror
vacui. Lo de los dos millones de euros era un bulo y también que viviese
–quién pudiera– en Portugal. Una realidad que, sin embargo, no ha impedido que
el juez, ya que estaba, haya imputado al hermano del presidente y a ocho
personas más movilizando a unidades de élite de la Guardia Civil en busca de
alguna frase escrita en Gmail o Whatsapp que induzca a pensar que, a lo mejor,
tal vez, quién sabe, el tipo consiguió el empleo de coordinador de actividades
de los conservatorios de Badajoz –quién quiere una embajada en Washington
habiendo conservatorios en Badajoz– gracias a que su hermano, por aquel
entonces líder raso del PSOE, estaba a punto de ser expulsado del partido.
Controlar
la Justicia con disimulo tenía sentido cuando era una institución con cierta
credibilidad
Que
Pedro Sánchez está hasta el cuello de corrupción es un axioma que nadie discute
en el universo de la derecha, ese espacio-tiempo paralelo al planeta Tierra en
el que, sin embargo, nadie acierta a explicar en qué consiste tantísima
corrupción. No hay familiares del presidente que hayan metido la mano en la
caja, tampoco han evadido impuestos, ni tan siquiera cobrado comisiones
ilegales. Ni legales. ¿Entonces? Entonces son unos corruptos porque nuestros
jueces, independientes como ellos solos, los están imputando. Y chimpún. Un axioma
que funciona en el universo de la derecha, pero no más allá de él, donde el uso
y abuso partidista de la Justicia por parte de la derecha ya se ha cargado el
juguete.
Controlar
la Justicia con disimulo tenía sentido cuando era una institución con cierta credibilidad.
Antiguamente, que imputasen a un político o a su entorno lo debilitaba
enormemente porque la ciudadanía partía del hecho –qué tiempos aquellos– de que
esa imputación respondía a hechos reales y no a un retorcimiento de la realidad
y la ley en busca de titulares de prensa. En aquel entonces se podía jugar con
los tiempos. Si controlabas la Justicia, podías imputar hechos reales justo
antes de unas elecciones y aquello era letal. Hoy, cuando llega una nueva
imputación surgida del “quien pueda hacer, que haga”, una parte enorme de la
sociedad ya no mira al imputado sino al juez que imputa. Un presidente que, con
todo su entorno imputado, mantiene el tipo electoralmente demuestra que gran
parte de la población ya sabe en qué consisten unas imputaciones fake
que no son nuevas en su uso, pero sí en sus objetivos: ya se dirigen contra
instituciones tan altas como la presidencia del gobierno o la fiscalía.
Llegados
a este punto, hay que hacerse una pregunta. Si el uso de la Justicia para dañar
la reputación de los rivales políticos ya no funciona como debería, ¿no habrá
llegado el momento de que la derecha use los tribunales bajo su control como
fuerza bruta sin más? ¿No tocará, ya con las cartas sobre la mesa y el
prestigio de los jueces destrozado, usar la herramienta judicial para emitir no
imputaciones, sino condenas fake con las que inhabilitar a los rivales a
los que ya no se daña mediante alocadas fases de instrucción que luego quedan
en nada? En Brasil funcionó con Lula y en España se realizaron en el pasado
pruebas piloto de condenas políticas fake emitidas con bastante éxito.
Los habituales conejillos de indias con los que se podía experimentar sin que
el votante del PSOE sintiese la democracia en riesgo –vascos, catalanes y
colectivos marginados– demostraron que poder, se puede.
A
la espera de nuevas frases enigmáticas de Aznar, la derecha judicial debe
sentarse a establecer una hoja de ruta que en estos momentos no tiene. Debe la
Justicia, esa que anda poniendo zancadillas sin disimulo y permitiendo
prevaricaciones con descaro, decidir si está dispuesta a llegar hasta el final
para recuperar el poder político que las urnas le han arrebatado. No es fácil.
Emitir condenas en contra de los hechos demostrados expone al juez firmante a
ser condenado en un futuro en el que las mayorías volviesen a cambiar. ¿No
merece España, la buena, la suya, que corran ese riesgo? Aznar, que lanzará
piedras y esconderá la mano, opinará que sí. Los jueces y tribunales, que
deberían firmar esas condenas en contra de una realidad que podría volverse
contra ellos, aún no tienen claro si atreverse a dar ese paso o si permitir que
todo este trabajo de desprestigio contra sus rivales ideológicos finalmente se
pierda como lágrimas en la lluvia. La ciudadanía sigue expectante, a ver hasta
dónde son capaces de llegar.
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