UN BARCO LLAMADO ‘WINNIPEG’; UN CAPITÁN
LLAMADO NERUDA
El poeta consiguió
amparar en América a dos mil refugiados españoles tras la guerra civil. “Este
poema”, escribió, “no podrá borrarlo nadie”
Pablo Neruda con algunos niños y niñas del pasaje. / Hamaika Bide
Para empezar, para sobre la rosa
pura y partida, para sobre el origen
de cielo y aire y tierra, la voluntad de un canto
con explosiones, el deseo
de un canto inmenso, de un metal que recoja
guerra y desnuda sangre.
España, cristal de copa, no diadema,
sí machacada piedra, combatida ternura
de trigo, cuero y animal ardiendo.
Pablo Neruda
Muy pocos latinoamericanos, muy pocos seres nacidos fuera de España, han sido más profundamente heridos por la furia y la belleza españolas que Pablo Neruda, o Neftalí Ricardo Reyes Basoalto. Nacido en Parral, Chile, en 1904, Premio Nobel de Literatura en 1971, y uno de los más grandes magos de la lengua castellana. Nació mirando al cielo infinito del universo desde un lugar pequeño y pobre, desde la soledad de una pequeña familia triste con un padre a quien la palabra ‘poesía’ sonaba a enfermedad de desviados del camino. Pero el pequeño Neftalí entendería muy pronto que esa palabra era un sortilegio capaz de abrir todos los caminos posibles. “Viajero inmóvil” le llamó algún crítico mucho después, para resumir de qué manera este coloso del idioma era capaz de sondear el planeta, su geografía, su memoria, sus heridas y su sensualidad interminable, sin levantar la vista del folio y de la tinta verde con que lo preñaba; tal que escribiendo con la misma sangre de la tierra sobre el muslo claro y lujurioso del papel.
Pero lo cierto es que Neruda fue viajero incansable,
insaciable incluso; en absoluto inmóvil. Tras abandonar los estudios
universitarios consiguió, en 1927, un puesto consular de miseria en Rangún,
Birmania, tras lo cual recaló también en Ceilán y Java. Fueron años de profunda
soledad juvenil (“Sucede que me canso de ser hombre…”), que dieron lugar
a uno de los libros fundacionales, e inmortales, de esa aventura literaria y
vital llamada surrealismo: Residencia en la tierra. Un ciclo que incluye
varios libros, y que tuvo un abrupto viraje en el verano de 1936: cuando la
sublevación militar del 18 de julio detonó la Guerra Civil española, iniciada
cuando él vivía en Madrid, donde ejercía como cónsul chileno desde 1934.
Acababa de cumplir 32 años y su vida entera, es decir,
su misión poética, su compromiso humano y su pasión inagotable iban a converger
en un mismo vórtice catalizador. La guerra de España le sacó de aquel
solipsismo angustiado, fértil mientras duró la travesía interna, y ya inútil:
tocaba ahora ponerse en primera línea de sí mismo ahí afuera. Pero podemos
aventurar que tal cosa nunca se hubiera dado con tal determinación si no llega
a ser el momento y el país que fue: la manera en que caló España en las simas
más profundas de ese hombre, y la forma en que sintió como propio su desgarro.
De ahí que titulara su nueva entrega poética España en el corazón –ubicado
en su Tercera residencia–:
Patria
surcada, juro que en tus cenizas
nacerás como flor de agua perpetua,
juro que de tu boca de sed saldrán al aire
los pétalos del pan, la derramada
espiga inaugurada.
“Patria surcada”. Muy pocas veces usaría Neruda esa
palabra referida a un país, por ser ciudadano del cosmos. España fue para él
una excepción. Empezando por el embajador español que conoció antes de
llegar a ella, en el Buenos Aires de 1933: Federico G. Lorca. Más bien se
reconocieron como hermanos espirituales de manera instantánea. Ya en Madrid al
año siguiente, Lorca y Alberti le introdujeron a sus amigos, que se contaban
por decenas, y que se reunían casi a diario. “A los pocos días era uno más
entre los poetas españoles”, recordaba Neruda en su libro de memorias, Confieso
que he vivido. Se alojó en el quinto piso de un edificio –que aún existe–
en el barrio de Argüelles, esquina Hilarión Eslava con Princesa, llamada “la
casa de las flores” por su fachada salpicada de jardineras con geranios. Una
casa a la que invitaba a todo el mundo, igual que a su poesía. Allí pernoctaba
y escribía Miguel Hernández, a quien ayudó a encontrar trabajo, y quien le
contaba “cuentos terrestres de animales y pájaros”. Allí llegaban en camada los
compadres del arte, “en grupos bulliciosos a comer, beber y cantar”…: “tantos
que ya no están o que ya no son, pero cuya fraternidad me falta vivamente como
parte de mi cuerpo o sustancia de mi alma”.
“Aquel Madrid!” –exclamaba, al modo anglosajón,
décadas después–, recorriendo con la pintora Maruja Mallo “los barrios donde
venden esparto y esteras, buscando las calles de los toneleros, de los
cordeleros, de todas las materias secas de España, que trenzan y agarrotan su
corazón”… Cuando los primeros bombardeos fascistas atenazaron a la ciudad, esas
calles estallaron también en su interior, como arterias rotas trenzándole para
siempre a este pueblo; a su esperanza baldía y su desventura. Antes de eso habían matado a su cómplice Federico,
y ya nada sería igual para él ni para España –ni, andando el tiempo, para el
mundo–: “La incidencia de aquel crimen fue para mí la más dolorosa de una larga
lucha. Siempre fue España un campo de gladiadores; una tierra con mucha sangre.
(…) La Inquisición encarcela a Fray Luis de León; Quevedo padece calabozo;
Colón camina con grilletes en los pies. Y el gran espectáculo fue el osario en
El Escorial, como ahora lo es el Monumento a los Caídos, con una cruz sobre un
millón de muertos y sobre incontables y oscuras prisiones”.
El libro español de Neruda vio la luz, andando
la guerra, gracias a una imprenta instalada por Manuel Altolaguirre en un
monasterio del frente del Este próximo a Gerona, manufacturado por milicianos;
que se llevaron la edición en su huida a Francia ante el avance de las tropas
nacionales. Aquella columna de hombres fue bombardeada y los libros perecieron
igualmente en la carretera, salvándose unos pocos (existe un ejemplar en la
biblioteca del Congreso de Washington).
Él fue relevado de su cargo consular por el gobierno
de Chile en 1937, debido a su apoyo al bando republicano y la previsible
victoria franquista. Recaló en París, como tantos otros entonces, junto a su
compañera Delia del Carril, Rafael Alberti y María Teresa León. Pero no iba a
olvidarse de España. Al poco de llegar planeó una compilación, reclutando a
poetas internacionales de renombre, titulada Los poetas del mundo defienden
al pueblo español, junto a la aristócrata (desheredada) inglesa Nancy
Cunard, que tenía una imprenta en su casa de campo. El mismo Neruda se puso
manos a la obra con los tipos de la máquina –lo cual no era precisamente su
talento–. Lideró también, junto a otros colegas, los encuentros de resonancia
mundial que aglutinó el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa
de la Cultura, en el verano de 1937. Ya se incubaba también la II Guerra Mundial.
Pero ésta, según el chileno, “a pesar de su magnitud, de su crueldad
inconmensurable, de su heroísmo derramado, no alcanzó nunca a embargar como la
española el corazón colectivo de la poesía”. Algo que vino a corroborar el
inmortal César Vallejo con su poemario, u oración incaica, España, aparta de
mí este cáliz.
En 1939, Neruda, sin trabajo en París, regresó a
Chile, donde pudo hacerse con su legendaria casita de Isla Negra gracias al
trato con un editor para publicar el nuevo libro que planeaba entonces, el
majestuoso Canto general. Pero España volvió a llamarle, en aquellos
meses de verano en el hemisferio norte, desde el otro lado del otro océano, el
que no daba a la cornisa de su país. Por carta del exembajador republicano
español en Santiago, Rodrigo Soriano, se supo que medio millón de personas
habían salido desde España al exilio francés, y que el gobierno de Leon Blum
les hacinaba en cárceles y campos de concentración –en Francia, pero también en
África–. Soriano preguntaba al recién estrenado gobierno chileno, del
progresista Frente Popular, si estaban dispuestos a ayudar. Y éste encomendó
entonces a Neruda “la más noble misión que he ejercido en mi vida: sacar
españoles de sus prisiones y enviarlos a mi patria”. El nuevo presidente, Pedro
Aguirre Cerda, le dijo: “Sí, tráigame millares de españoles. Tenemos trabajo
para todos. Tráigame vascos, castellanos, extremeños…”. Era cierto. Como Neruda
explicaría en otro escrito posterior –recogido en el misceláneo Para nacer
he nacido–, Chile necesitaba “capacidades calificadas”: “pescadores,
ingenieros de minas, tractoristas, mecánicos de precisión”…
Así, Pablo Neruda, treinta y cinco años entonces, se
embarcó de vuelta a Europa para cumplir la orden, con un título diseñado para
él ad hoc: cónsul encargado de la inmigración española. Y así es como
fue llegando a la embajada chilena en París, y a pesar de la hostilidad de sus
diplomáticos –que, muy diplomáticamente, dejaron a posta sin funcionamiento el
ascensor–, una riada de españoles: “combatientes heridos, juristas y
escritores, obreros de todas las especialidades… Me desgarraba el corazón
verlos subir penosamente hasta mi cuarto piso”. Mientras tanto, París se
acercaba cada vez más a ser blanco de bombardeos fascistas semejantes a los
sufridos en Madrid.
Cuando Neruda acumulaba ya un notable trabajo
burocrático para llevar a Chile a cuantos españoles pudiera, ocurrió lo
absurdo: el mismo presidente Aguirre le enviaba ahora un telegrama en que decía
no tener idea de la tarea que aquél se llevaba entre manos, conminándole a
“desmentirlo”. Pero ya un barco, adquirido por el gobierno español en el
exilio, y de nombre Winnipeg, esperaba en el muelle de Trompeloup, muy
próximo a Burdeos. “Me gustó desde un comienzo la palabra Winnipeg”, escribió
Neruda en Para nacer he nacido. “Las palabras tienen alas o no las
tienen. La palabra Winnipeg es alada”.
Barajando su renuncia pública ante la decepción atroz
que aquello podía suponer, Neruda se reunió con Juan Negrín –presidente
espectral de una República española ya extinta–, con quien contempló una única
salida: embarcarse él mismo en el buque, junto a los españoles, y llegar sin
autorización hasta Valparaíso; lo que se llama política de hechos consumados.
Pero no fue necesario. Negrín le animó a llamar a Chile. Tras una larga y
tortuosa conversación telefónica, océano Atlántico mediante, “entre ruidos ensordecedores
y bruscas interrupciones”, el poeta consiguió presionar al ministro chileno de
Exteriores, lo cual hizo su efecto en el gabinete gubernamental. El presidente
Aguirre –que al parecer envió aquel telegrama por presiones contrarias de sus
adversarios políticos– acabó dando luz verde, y Neruda llevó a los refugiados
españoles al Winnipeg: un paquebote mixto recién remodelado para ampliar
sus plazas, desde las 100 originarias, hasta más de 2.000.
Zarparon en la mañana del 4 de agosto de 1939, para una
travesía de un mes. Unos se quedaron en Chile al desembarcar; otros fueron
acogidos en Argentina y Uruguay, donde Neruda también había hecho gestiones de
vuelta hacia Europa. Hace ahora ochenta y cinco veranos septentrionales:
“Se juntaron maridos y mujeres, padres e hijos, que
habían sido separados por largo tiempo y que venían de uno y otro confín de
Europa o de África. A cada tren que llegaba se precipitaba la multitud de los
que esperaban. Entre carreras, lágrimas y gritos, reconocían a los seres amados
que sacaban la cabeza en racimos humanos por las ventanillas. Todos fueron
entrando al barco… Mi poesía, en su lucha, había logrado encontrarles patria. Y
me sentí orgulloso”.
Sentiría mucho más, Neftalí Reyes Neruda, en aquel
momento crucial de su vida, y de las vidas de aquellos 2.078 españoles que
consiguieron eludir las fauces negras de la II Guerra Mundial, iniciada ese
mismo mes de septiembre y cuando Hitler había deglutido ya media Europa.
“Orgulloso” resulta, tratándose de él, un adjetivo demasiado neutro, quizá
pudoroso, para definir lo que sentiría entonces, al ver que su patria americana
abría los brazos al fin a los refugiados españoles; así como España, la España
ya perdida para siempre, le había abierto los brazos a él.
Es posible que la visión prodigiosa del poeta Neruda
hiciera emerger también, en aquel muelle, a todos los amigos muertos y perdidos
en la guerra de España, a todos los aromas y noches de fiesta y días solares de
sus espectros; viudo de toda una época, de todo un país, de toda una generación
irrepetible. Y es probable que bullera en su pecho un sentimiento cósmico de
gratitud, de reunión fraterna, como nunca antes había sentido. Sólo así puede
entenderse esta línea escrita muchas décadas más tarde: “Que la crítica borre toda
mi poesía, si le parece. Pero este poema [el del Winnipeg] no podrá
borrarlo nadie”.
…Había pensado en todos los mundos, pero no en el
hombre. Había explorado con crueldad y agonía el corazón del hombre; sin pensar
en los hombres había visto ciudades, pero ciudades vacías… A las primeras balas
que atravesaron las guitarras de España, mi poesía se detiene como un fantasma
en medio de las calles de la angustia humana y comienza a subir por ella una
corriente de raíces y de sangre. Desde entonces mi camino se junta con el
camino de todos.
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