jueves, 22 de agosto de 2024

YO TAMBIÉN HE REFLEXIONADO, PERO MENOS QUE PEDRO SÁNCHEZ

 

YO TAMBIÉN HE REFLEXIONADO, PERO MENOS 

QUE PEDRO SÁNCHEZ

RAÚL SOLÍS 

 

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en la comparecencia en Moncloa tras sus cinco días de reflexión — Moncloa / Vía EP

¿Se imaginan qué pasaría si Joaquín Prat, Pepa Bueno, Àngels Barceló o Ignacio Escolar hubieran sido víctimas de un bulo que los acusa de abuso de menores?

El sábado fue un día glorioso. De esos que marcan tu biografía. Después de un año de la muerte de mi padre, con quien tuve una relación difícil, por fin pude llorarlo delante de su tumba. Lloré al padre que no tuve, al que no me dejaron tener, al que pudo ser y no fue. Delante de su lápida, con flores frescas y luminosas, me perdoné, le perdoné, nos perdonamos y nos entendimos. Entendí la fugacidad de la vida y la cantidad de cosas que el machismo y la homofobia me han robado a lo largo de mi vida. Con el corazón lleno y los ojos hidratados, abandoné el cementerio de Mérida y marché a Sevilla, donde vivo hace más de 20 años.

Cuando llegué a mi casa, después de dos horas de viaje, abrí Twitter y me encontré con un mensaje en una cuenta anónima en el que se afirmaba que era un pedófilo. El promotor de la calumnia hizo un montaje en el que parecía que yo había escrito por mensaje privado en la red social X a un menor “entre 15 y 16 años” con interés sexual.

Quise que la tierra me tragara. Estaba solo en mi casa y no sabía qué hacer. Se lo comenté a un amigo por teléfono y me dijo que escribiera un email al grupo de ciberdelincuencia de la Policía Nacional. También me dijeron que esperara al lunes para poner la denuncia en el juzgado de guardia en lugar de en la comisaría. El mundo se me caía encima. “¿Y si la gente no me cree y realmente se piensa que esos mensajes son de mi autoría?”, me decía en una letanía.

De fondo, mi padre. Menos mal que está muerto y no va a tener que vivir este momento. Mi madre, por Dios, que no se entere ni ella ni nadie de mi familia. ¿Y ahora cómo hago para contar esto? ¿Y si no me creen? ¿Y si bajo a la calle y la gente piensa que soy un pederasta? ¿Y si me destruyen la vida que con tanto sacrificio me ha costado levantar? Durante toda mi vida he lamentado que mi madre no sepa leer ni escribir, pero esa noche casi di las gracias porque, al menos, no podría leer esos mensajes que habían inventado sobre mí.

El usuario de la red social X que impulsó el bulo tenía unos cien retuits. Pensé que no eran muchos y que no iría más. Me quise convencer para poderme ir a dormir. Dormí poco esa noche, por no decir nada. A la mañana, volví a mirar el mensaje y seguía con los mismos retuits. No irá a más. Se quedará ahí. Es tan burdo que no será creíble. Pensé de todo.

Eliminé la red social X de mi teléfono para desconectar. Pasé un buen domingo. Por la mañana, fui a hacer una ruta senderista por la ribera del Guadalquivir, luego leí la prensa, cociné un arroz para comer con una amiga, me eché una siesta, me fui a tomar un café y a leer a una cafetería. Al volver a casa, abrí mi Instagram y la tormenta perfecta estaba creada.

Unos 500 mensajes privados me llamaban “pedófilo”, “vicioso”, “abusador”, “criminal”, “cúbrete las espaldas porque vamos a ir a por ti”, “te vamos a cortar la polla”, “no llegas a septiembre” y otros mensajes llenos de irracionalidad, odio y propios del siglo XVI, de la Inquisición, donde el inocente tenía que demostrar su inocencia. No culpo a esa gente que ha deseado mi muerte. Son víctimas de la desinformación, de la impunidad y de los escuadristas fascistas para los que la mentira justifica el fin.

La estrategia es muy vieja. Empecé a acordarme de los procesados en el Caso Arny, del calvario que sufrieron durante años por un montaje policial y mediático que los culpaba de prostitución de menores, de las vidas destruidas y nunca más recuperadas. Su pecado, como el mío, es que eran homosexuales y todos los maricones somos potenciales sospechosos de pedofilia. Así se ha construido la homofobia durante siglos y así sigue operando en las mentes perversas de los reaccionarios de ayer, de hoy y de siempre.

Empezaron a llegarme mensajes por WhatsApp y Telegram de gente preguntándome si era verdad que yo había enviado esos mensajes. La duda me mataba. Por un momento pensé quitarme la vida si eso iba a más. No quería vivir en un mundo que desconfiara de mi honestidad y que pensara que yo abusaba de menores. No sabía qué hacer, a quién llamar, con quién hablar, si responder a los mensajes hirientes que iban dejando en mis redes sociales o si callar y dejar que la tormenta amainara.

El problema es que la tormenta no amainaba. Iba a más. Era imparable. Indomable. Insoportable. No había mañana. Un mensaje de Rubén Sánchez, portavoz de Facua y experto en lidiar con bulos fascistas, fue el primer rayo de luz que recibí. No me preguntó si yo había escrito esos mensajes, sino que teníamos que acreditar todos los tuits publicados para poderlos adjuntar a una futura denuncia porque era claramente un bulo. A la mañana siguiente, tenía mucho miedo. Estaba de vacaciones y no me atrevía a poner un pie en mis escaleras. Así de paralizante es el miedo.

Me fui a desayunar a un bar a 50 kilómetros de mi casa. Ataviado con una gorra y unas gafas de sol. Yo no había hecho nada, pero pensaba que la poca gente que me iba cruzando por ese pueblo formaba parte de la horda de más de 600.000 seguidores de los propagadores de odio de Alvise, eurodiputado por el voto de más 800.000 españoles, y Vito Quiles, acreditado como periodista en el Congreso por la expresidenta socialista Meritxell Batet.

Rubén Sánchez fue desmontando el bulo por la red social X y me fue aliviando la existencia. Los mensajes de apoyo iban siendo sanadores y el miedo fue trasmutando en rabia y la rabia en determinación para, con mucho miedo, mirar de tú a tú al fascismo. Esa misma mañana, recibí un mensaje de Pablo Iglesias, director de Canal Red, donde trabajo como redactor, diciéndome que no me preocupara por nada, que la empresa estaría a mi lado en lo que me hiciera falta.

A los pocos minutos recibí la llamada del abogado y la cosa se fue poniendo de pie. Los mensajes de apoyo sanan, por eso es muy importante mostrar apoyos a las víctimas de la violencia fascista. La fuerza del fascismo es dividir a los buenos frente a su terrorismo moral. Después de la montaña rusa emocional viene la reflexión. No han sido cinco días como estuvo Pedro Sánchez, pero creo que lo tengo más claro que el presidente, que todavía no ha aprobado ni una sola medida para defender a la democracia de la violencia fascista.

Cómo es posible que el Estado no ejerza su soberanía para exigirle a Telegram o Twitter que elimine de sus plataformas mensajes de odio y calumnias. Cómo es posible que Vito Quiles, uno de los mayores difusores de bulos, esté acreditado como periodista en el Congreso y que esta acreditación haya sido otorgada por una presidenta del PSOE. Cómo es posible que si un médico se dedica a matar a sus pacientes es expulsado de la profesión, pero si un periodista hace de la mentira su materia prima es invitado a sentarse en tertulias y no se le prohíbe el ejercicio de la profesión periodística.

Cómo es posible que, a pesar de la gravedad, la mayoría de los periodistas de la progresía mediática no hayan dicho ni esta boca es mía sobre el bulo del que he sido víctima. ¿Qué hubiera pasado si, en lugar de ser un humilde periodista de izquierdas que trabaja en Canal Red, estos bulos los hubiesen sufridos periodistas de El País o la Cadena SER? ¿Se imaginan qué pasaría si Joaquín Prat, Pepa Bueno, Àngels Barceló o Ignacio Escolar hubieran sido víctimas de un bulo que los acusa de abuso de menores? Lo único transversal es el clasismo.

El estupendismo en la profesión periodística es uno de sus grandes males, junto con el corporativismo, y hay gente que ha interiorizado la lógica fascista de que si te pasa lo que me ha pasado a mí es que algo habré hecho, que me lo merezco en cierta medida por pensar como pienso, por escribir lo que escribo, por publicar lo que publico, por defender a quienes defiendo, por no dejarme disciplinar, por trabajar donde trabajo. Si trabajas con Pablo Iglesias, ese villano que llama a las cosas por su nombre, qué esperas que te pase, piensan en su fuero interno esa cohorte de silentes cómplices que estuvieron compungidos durante cinco días por el retiro del presidente del Gobierno y que siguen callados después de lo ocurrido.

En el periodismo hay un defecto aún peor que el corporativismo y es el cortesanismo, pensar que ser buen periodista es que te dejen entrar por la puerta de la Corte. Yo estudié periodismo con mucho esfuerzo, trabajando de pescadero y cocinero por las mañanas y yendo a clases por las tardes, pidiendo dinero prestado para pagar las matrículas y pensando todos los días que nunca iba a llegar a licenciarme porque a la gente de mi origen social siempre nos han convencido de que somos perdedores, fracasados y de que nunca llegaremos a meta.

Contra todo pronóstico llegué y aquí estoy, ejerciendo un periodismo que intenta honrar la memoria de mi padre y la vida de mi madre, que no sabe leer ni escribir porque con ocho años la sacaron de la escuela para ponerla a fregar de rodillas los suelos de los señoritos de mi pueblo. El periodismo tiene que destruir la Corte, no aspirar a que le abran la puerta de los palacios por donde entran los Alvise, los Vito Quiles y todos los peones fascistas que no son otra cosa que el brazo armado de las élites económicas que lo tienen todo y les sobra quienes se plantan ante su modelo descivilizatorio.

 

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