YO TAMBIÉN HE REFLEXIONADO, PERO MENOS
QUE PEDRO SÁNCHEZ
El presidente
del Gobierno, Pedro Sánchez, en la comparecencia en Moncloa tras sus cinco días
de reflexión — Moncloa / Vía EP
¿Se imaginan qué pasaría si
Joaquín Prat, Pepa Bueno, Àngels Barceló o Ignacio Escolar hubieran sido
víctimas de un bulo que los acusa de abuso de menores?
El sábado fue un día glorioso. De esos que marcan tu biografía. Después de un año de la muerte de mi padre, con quien tuve una relación difícil, por fin pude llorarlo delante de su tumba. Lloré al padre que no tuve, al que no me dejaron tener, al que pudo ser y no fue. Delante de su lápida, con flores frescas y luminosas, me perdoné, le perdoné, nos perdonamos y nos entendimos. Entendí la fugacidad de la vida y la cantidad de cosas que el machismo y la homofobia me han robado a lo largo de mi vida. Con el corazón lleno y los ojos hidratados, abandoné el cementerio de Mérida y marché a Sevilla, donde vivo hace más de 20 años.
Cuando llegué a mi casa, después de dos
horas de viaje, abrí Twitter y me encontré con un mensaje en una cuenta anónima
en el que se afirmaba que era un pedófilo. El promotor de la calumnia hizo un
montaje en el que parecía que yo había escrito por mensaje privado en la red
social X a un menor “entre 15 y 16 años” con interés sexual.
Quise que la tierra me tragara. Estaba
solo en mi casa y no sabía qué hacer. Se lo comenté a un amigo por teléfono y
me dijo que escribiera un email al grupo de ciberdelincuencia de la Policía
Nacional. También me dijeron que esperara al lunes para poner la denuncia en el
juzgado de guardia en lugar de en la comisaría. El mundo se me caía encima. “¿Y
si la gente no me cree y realmente se piensa que esos mensajes son de mi
autoría?”, me decía en una letanía.
De fondo, mi padre. Menos mal que está
muerto y no va a tener que vivir este momento. Mi madre, por Dios, que no se
entere ni ella ni nadie de mi familia. ¿Y ahora cómo hago para contar esto? ¿Y
si no me creen? ¿Y si bajo a la calle y la gente piensa que soy un pederasta?
¿Y si me destruyen la vida que con tanto sacrificio me ha costado levantar?
Durante toda mi vida he lamentado que mi madre no sepa leer ni escribir, pero
esa noche casi di las gracias porque, al menos, no podría leer esos mensajes
que habían inventado sobre mí.
El usuario de la red social X que
impulsó el bulo tenía unos cien retuits. Pensé que no eran muchos y que no iría
más. Me quise convencer para poderme ir a dormir. Dormí poco esa noche, por no
decir nada. A la mañana, volví a mirar el mensaje y seguía con los mismos
retuits. No irá a más. Se quedará ahí. Es tan burdo que no será creíble. Pensé
de todo.
Eliminé la red social X de mi teléfono
para desconectar. Pasé un buen domingo. Por la mañana, fui a hacer una ruta
senderista por la ribera del Guadalquivir, luego leí la prensa, cociné un arroz
para comer con una amiga, me eché una siesta, me fui a tomar un café y a leer a
una cafetería. Al volver a casa, abrí mi Instagram y la tormenta perfecta
estaba creada.
Unos 500 mensajes privados me llamaban
“pedófilo”, “vicioso”, “abusador”, “criminal”, “cúbrete las espaldas porque
vamos a ir a por ti”, “te vamos a cortar la polla”, “no llegas a septiembre” y
otros mensajes llenos de irracionalidad, odio y propios del siglo XVI, de la
Inquisición, donde el inocente tenía que demostrar su inocencia. No culpo a esa
gente que ha deseado mi muerte. Son víctimas de la desinformación, de la
impunidad y de los escuadristas fascistas para los que la mentira justifica el
fin.
La estrategia es muy vieja. Empecé a
acordarme de los procesados en el Caso Arny, del calvario que sufrieron durante
años por un montaje policial y mediático que los culpaba de prostitución de
menores, de las vidas destruidas y nunca más recuperadas. Su pecado, como el
mío, es que eran homosexuales y todos los maricones somos potenciales
sospechosos de pedofilia. Así se ha construido la homofobia durante siglos y
así sigue operando en las mentes perversas de los reaccionarios de ayer, de hoy
y de siempre.
Empezaron a llegarme mensajes por
WhatsApp y Telegram de gente preguntándome si era verdad que yo había enviado
esos mensajes. La duda me mataba. Por un momento pensé quitarme la vida si eso
iba a más. No quería vivir en un mundo que desconfiara de mi honestidad y que
pensara que yo abusaba de menores. No sabía qué hacer, a quién llamar, con
quién hablar, si responder a los mensajes hirientes que iban dejando en mis
redes sociales o si callar y dejar que la tormenta amainara.
El problema es que la tormenta no
amainaba. Iba a más. Era imparable. Indomable. Insoportable. No había mañana.
Un mensaje de Rubén Sánchez, portavoz de Facua y experto en lidiar con bulos
fascistas, fue el primer rayo de luz que recibí. No me preguntó si yo había
escrito esos mensajes, sino que teníamos que acreditar todos los tuits
publicados para poderlos adjuntar a una futura denuncia porque era claramente
un bulo. A la mañana siguiente, tenía mucho miedo. Estaba de vacaciones y no me
atrevía a poner un pie en mis escaleras. Así de paralizante es el miedo.
Me fui a desayunar a un bar a 50
kilómetros de mi casa. Ataviado con una gorra y unas gafas de sol. Yo no había
hecho nada, pero pensaba que la poca gente que me iba cruzando por ese pueblo
formaba parte de la horda de más de 600.000 seguidores de los propagadores de
odio de Alvise, eurodiputado por el voto de más 800.000 españoles, y Vito
Quiles, acreditado como periodista en el Congreso por la expresidenta socialista
Meritxell Batet.
Rubén Sánchez fue desmontando el bulo
por la red social X y me fue aliviando la existencia. Los mensajes de apoyo
iban siendo sanadores y el miedo fue trasmutando en rabia y la rabia en
determinación para, con mucho miedo, mirar de tú a tú al fascismo. Esa misma
mañana, recibí un mensaje de Pablo Iglesias, director de Canal Red, donde
trabajo como redactor, diciéndome que no me preocupara por nada, que la empresa
estaría a mi lado en lo que me hiciera falta.
A los pocos minutos recibí la llamada
del abogado y la cosa se fue poniendo de pie. Los mensajes de apoyo sanan, por
eso es muy importante mostrar apoyos a las víctimas de la violencia fascista.
La fuerza del fascismo es dividir a los buenos frente a su terrorismo moral.
Después de la montaña rusa emocional viene la reflexión. No han sido cinco días
como estuvo Pedro Sánchez, pero creo que lo tengo más claro que el presidente,
que todavía no ha aprobado ni una sola medida para defender a la democracia de
la violencia fascista.
Cómo es posible que el Estado no ejerza
su soberanía para exigirle a Telegram o Twitter que elimine de sus plataformas
mensajes de odio y calumnias. Cómo es posible que Vito Quiles, uno de los
mayores difusores de bulos, esté acreditado como periodista en el Congreso y
que esta acreditación haya sido otorgada por una presidenta del PSOE. Cómo es
posible que si un médico se dedica a matar a sus pacientes es expulsado de la
profesión, pero si un periodista hace de la mentira su materia prima es
invitado a sentarse en tertulias y no se le prohíbe el ejercicio de la
profesión periodística.
Cómo es posible que, a pesar de la
gravedad, la mayoría de los periodistas de la progresía mediática no hayan
dicho ni esta boca es mía sobre el bulo del que he sido víctima. ¿Qué hubiera
pasado si, en lugar de ser un humilde periodista de izquierdas que trabaja en
Canal Red, estos bulos los hubiesen sufridos periodistas de El País o la Cadena
SER? ¿Se imaginan qué pasaría si Joaquín Prat, Pepa Bueno, Àngels Barceló o
Ignacio Escolar hubieran sido víctimas de un bulo que los acusa de abuso de
menores? Lo único transversal es el clasismo.
El estupendismo en la profesión
periodística es uno de sus grandes males, junto con el corporativismo, y hay
gente que ha interiorizado la lógica fascista de que si te pasa lo que me ha
pasado a mí es que algo habré hecho, que me lo merezco en cierta medida por
pensar como pienso, por escribir lo que escribo, por publicar lo que publico,
por defender a quienes defiendo, por no dejarme disciplinar, por trabajar donde
trabajo. Si trabajas con Pablo Iglesias, ese villano que llama a las cosas por
su nombre, qué esperas que te pase, piensan en su fuero interno esa cohorte de
silentes cómplices que estuvieron compungidos durante cinco días por el retiro
del presidente del Gobierno y que siguen callados después de lo ocurrido.
En el periodismo hay un defecto aún peor
que el corporativismo y es el cortesanismo, pensar que ser buen periodista es
que te dejen entrar por la puerta de la Corte. Yo estudié periodismo con mucho
esfuerzo, trabajando de pescadero y cocinero por las mañanas y yendo a clases
por las tardes, pidiendo dinero prestado para pagar las matrículas y pensando
todos los días que nunca iba a llegar a licenciarme porque a la gente de mi
origen social siempre nos han convencido de que somos perdedores, fracasados y
de que nunca llegaremos a meta.
Contra todo pronóstico llegué y aquí
estoy, ejerciendo un periodismo que intenta honrar la memoria de mi padre y la
vida de mi madre, que no sabe leer ni escribir porque con ocho años la sacaron
de la escuela para ponerla a fregar de rodillas los suelos de los señoritos de
mi pueblo. El periodismo tiene que destruir la Corte, no aspirar a que le abran
la puerta de los palacios por donde entran los Alvise, los Vito Quiles y todos
los peones fascistas que no son otra cosa que el brazo armado de las élites económicas
que lo tienen todo y les sobra quienes se plantan ante su modelo
descivilizatorio.
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