PUIGDEMONT, ENTRE LA
POLÍTICA Y EL ESPECTÁCULO
Ia ley impide
perseguir al expresident y sin embargo hay una orden de detención en su contra.
los motivos son evidentemente políticos
Carles
Puigdemont, durante su discurso del 8 de agosto. / X (@JuntsXCat)
No está claro si la breve aparición de Puigdemont en Barcelona ha sido un movimiento político, pero desde luego ha funcionado perfectamente como espectáculo. A estas alturas, no hay duda de que el objetivo de su regreso a suelo catalán no era la breve aparición ante sus fieles bajo el arco del triunfo. Tampoco lo ha hecho, como se creía, para boicotear momentáneamente la investidura de Salvador Illa. Bien al contrario, el ejercicio de prestidigitación y escapismo era, sin duda, un fin en sí mismo. Se trataba, al parecer, de demostrar que el expresident es sagaz y escurridizo; capaz de despistar a las policías española y catalana, igual que entraba y salía de los museos, sin ser jamás descubierta, la pantera rosa. De acuerdo. Ya nadie puede negarle esa virtud. Ha hecho el truco y le ha salido bien. El público aplaude. Más complicado es encontrar el sentido político de toda esta performance.
No cabe duda de que Carles Puigdemont es un
represaliado político. Lo es junto a los dirigentes independentistas
encarcelados y después condenados por el Tribunal Supremo por los eventos de
2017. Para llegar a esta conclusión, no es necesario compartir sus ideas
independentistas ni su método de ponerlas en práctica a través de las leyes de
desconexión, la consulta del 1 de octubre y la fugaz declaración de
independencia. Para percibir y denunciar una violación de derechos no es
necesario compartir los hechos ni las ideas de quienes la sufren. En este caso,
hubo una evidencia inicial: el poder judicial utilizó la prisión provisional
inconstitucionalmente y creó delitos específicos para condenar a los líderes
procesistas a penas desproporcionadas. Se ratificó luego, cuando algunos
tribunales se negaron a aplicar la ley, primero con la reforma de la
malversación y después con la amnistía. La ley impide perseguir al expresident
y sin embargo hay una orden de detención en su contra. Los motivos son
evidentemente políticos.
No cabe duda de que Carles Puigdemont es un
represaliado político
Puigdemont supo aprovechar esta situación hace años al
trasladarse a Bélgica. No solo evitó la prisión y el juicio, sino que logró, en
gran manera, ganar la batalla de la opinión pública internacional y despertar
simpatías por su causa. Así que esa apuesta de la huida europea dio sus frutos.
Ahora, sin embargo, no es fácil ponerle fin de un modo políticamente acertado.
Cuando le preguntaron al presidente Tarradellas en el exilio cuál era su plan
para regresar a Cataluña, respondió que, sobre todo, iba a intentar no hacer el
ridículo. En efecto, quien, tras desafiar con éxito al Estado durante siete
años, decide acabar con su situación, necesita hacerlo con ciertas dosis de
épica si no quiere perder la legitimidad popular que le queda.
La opción de la detención a las puertas del Parlamento
en el que es diputado electo habría creado un Puigdemont mártir, y un problema
para el Estado. Meterlo en prisión, saltándose la ley de amnistía, evidenciaría
la arbitrariedad de nuestro poder judicial y lo presentaría como víctima de una
violación de derechos humanos. Sería una palanca para poner de nuevo en marcha
movilizaciones por la falta de democracia de nuestro sistema y, quizás,
ayudaría a reactivar el movimiento independentista. La calificación de preso
político tendría más sentido que nunca. En definitiva, habría sido un
movimiento político. En vez de ello, la hazaña escapista tiene un marcado tono
personalista y poco contenido político. Corre el riesgo de restar apoyos a su
causa y reforzar el relato de las derechas españolas que lo presenta como un
prófugo delincuente. De la Pimpinela Escarlata recordamos su audacia, pero no
la denuncia del terror revolucionario. Si el expresident Puigdemont se
convierte en un nuevo Lute, protagonista de fugas espectaculares, terminará por
anteponer la imagen del enemigo público más buscado sobre la de víctima
política.
La vuelta de Cataluña a la normalidad política implica
que Junts y Puigdemont se sitúen en la derecha del tablero y ERC a la
izquierda. Asuntos como la gestión de la inmigración, la vivienda o el turismo,
que deben volver a centrar la discusión, los separan. Quien fuera el líder de
todos los independentistas pasará a encabezar exclusivamente su ala
conservadora. En este escenario, solo la prisión podría quizás mantener aún el
carácter del expresident como símbolo común de todo el independentismo. Sería
una opción política, pero con un grave coste personal.
Solo la prisión podría quizás mantener el carácter del
expresident como símbolo del independentismo
En vez de ello, por ahora ha elegido nuevamente la
fuga. Sus partidarios se han echado unas risas a costa de los mossos, quizás
sin valorar el precio que ello tiene para la reputación no sólo del cuerpo
policial autonómico, sino del propio autogobierno de Cataluña. Las proezas y
los disfraces del antiguo president de la Generalitat corren el riesgo de
acentuar la antipatía que sienten muchos ciudadanos catalanes, molestos con la
ridiculización de sus instituciones. Más aún si no es capaz de dotar a sus
actos de ningún objetivo político.
El espectáculo no es compatible con la buena política.
Puede ser difícil compaginar la cualidad de líder de un partido, víctima de
violaciones de derechos humanos, con la del audaz prófugo de la justicia que
aparece y desaparece como por arte de magia.
La política avanza de manera imparable. Los tiempos
ahora son otros y Carles Puigdemont debe decidir cuál va a ser su papel en
ellos. Los nacionalistas españoles están más cómodos y felices con el fugitivo
de la justicia carente de toda solemnidad que con el líder político
represaliado injustamente. El espectáculo ha sido divertido. Queda por ver si
es el fin de la política.
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