EL MEDIO ES EL MENSAJE
JONATHAN
MARTÍNEZ
Periodista
Hugo Chávez al teléfono.- EFE
Allá por 2010, algunos medios de comunicación giraron la cabeza hacia Venezuela porque Hugo Chávez había abierto su propia cuenta de Twitter y animaba a que Fidel Castro y Evo Morales hicieran lo mismo. "Vamos a la batalla ideológica en todos los espacios; revolución en todos los espacios". Y Twitter era el virgencísimo espacio del microblogging. Los primeros tuits de @chavezcandanga llegaron a más de cien mil seguidores y se poblaron con respuestas de toda índole. El ABC, sin embargo, llegó a la conclusión de que el comandante padecía soledades porque solamente seguía a cinco cuentas en la red del pajarito.
Apenas
un año antes, Chávez había presentado en sociedad el Vergatario, un terminal
móvil tan tosco como versátil. El más barato del mundo. Pero al aparatito de
Movilnet, ensamblado con piezas chinas, no la faltaba de nada. "Tiene
alarma, calculadora, juegos, calendario, reproductor, radio, cámara... Tiene
teléfono también", bromeaba el presidente. Más allá del anecdotario, el
Gobierno Bolivariano comprendió desde sus primeros gateos que internet era ya
la sede de una pugna de ideas. Las nuevas guerrillas informativas estaban
llamadas a contrarrestar los mensajes de las corporaciones privadas de
comunicación.
Los
detractores de Chávez, hambrientos de lugares comunes, acusaban al presidente
de ser un comunista con Blackberry. Chávez se desternillaba y mostraba
con satisfacción su teléfono. "¡Esto no es capitalista ni socialista,
depende del uso que se le dé". Bajo esa misma intuición, el Gobierno
concedió a internet el estatuto de interés nacional, llamó a la
alfabetización tecnológica e invitó a su pueblo a abrir una trinchera digital
contra los valores del capitalismo. En Venezuela, Twitter empezó a tener
algo de barricada ideológica. Los tiempos del SMS tocaban a su fin. Ahora
la comunicación era más ágil y abierta de lo que nunca hubiéramos podido
imaginar.
No
obstante, no todas las objeciones venían de la oposición o de los páramos
conservadores. La imagen de Chávez apegado a su terminal canadiense pudo
entenderse como una invitación al consumismo toda vez que la Blackberry
era vista como un símbolo de alto estatus y un producto inalcanzable para las
clases más modestas. Por otro lado, existían dudas razonables ante la idea de
que el Gobierno fiara sus comunicaciones a una multinacional como Twitter,
fertilizada con capital estadounidense, sometida a la legalidad estadounidense
y abierta al espionaje de las agencias de seguridad estadounidenses
Ha
llovido mucho desde entonces. El Gobierno venezolano pasó a manos de Nicolás
Maduro, Twitter pasó a manos de Elon Musk y Blackberry se fue a la
quiebra. De hecho Twitter ya ni siquiera se llama Twitter sino X y su dueño es un
multimillonario fanático que da cobertura a las nuevas derechas populistas,
propaga noticias falsas y avala todo género de delirios conspirativos. En
2020, Musk reivindicó el golpe de Estado contra Evo Morales en Bolivia y
prometió nuevos derrocamientos. Ahora pide en sus redes sociales que los
militares venezolanos desatiendan los resultados electorales y depongan a
Maduro.
Desde
su tribuna presidencial, Maduro muestra su teléfono móvil tal y como lo
mostraba Chávez, pero entona una canción de ritmos diferentes. Dice el
presidente que las redes sociales crean una realidad virtual controlada por
Musk, el archienemigo, aquel que pretendería penetrar en Venezuela igual
que ha penetrado en Ecuador o en Argentina. El poder económico, dice Maduro, da
respaldo al pensamiento fascista a lo largo y ancho de todo el mundo. Musk
le ha respondido retirándole el distintivo gris de presidente. X está actuando
como observador internacional de facto y no reconoce los resultados de las
elecciones venezolanas.
Las
viejas palabras de Chávez sobre Blackberry y Twitter sonaban voluntaristas.
Quizás, en el fondo, solo eran un llamado a cargarse la espalda de
contradicciones y librar contienda hasta en el más hostil de los territorios.
Hay que estar en TikTok aunque se nos llene de tradwifes y bailarines
joseantonianos. Hay que estar en YouTube aunque el algoritmo nos meta por los
ojos sus majaderías terraplanistas. Hay que aferrarse a X aunque nos parezca
cada vez más insoportable el hedor a bots, bulos, linchamientos y vendehumos
verificados. Hay que jugar al ajedrez aunque nos cambien una y otra vez las
piezas y nunca vayamos a ser propietarios del tablero. Y así toda la vida.
Tenemos que hablar de X, escribía Guillermo Zapata en estas páginas, y
ponía palabras a una sensación de desagrado que hace mucho nos asalta. Las
redes sociales, por su propia naturaleza mercantil, tienden a promocionar el
escándalo de mecha corta, la violencia verbal y las burbujas de odio. Por lo
común, el intercambio de ideas queda reducido a la calderilla del exabrupto
y el meme. A falta de una comunicación horizontal y recíproca, la economía
de la atención y las noticias falsas han generado el caldo de cultivo en el que
chapotean las nuevas derechas populistas. Cuanta más relevancia demos a X,
sostiene Zapata, con más fluidez correrán las consignas ultras.
"El
medio es el mensaje", dice una conocida máxima de Marshall McLuhan
que a menudo se repite sin que reparemos en todas sus implicaciones. Puesto que
Musk se lucra haciendo que invirtamos nuestro tiempo y atención en sus dominios
digitales, es lógico pensar que va a dar prioridad a los contenidos más
viscerales, aquellos que no apelan ni a las ideas ni a la inteligencia sino al
poder instintivo de las vísceras. Es ahí donde medran con soltura los Trump,
los Milei, los Abascal y los Bolsonaro, hijos predilectos de Musk y de todo
buen millonario que quiera continuar amontonando millones.
Y
aquí, desde nuestra insignificancia, acertamos el diagnóstico pero no
encontramos los medicamentos. Abandonamos las redes o restringimos su
acceso pero los organismos oficiales continúan tuiteando sus comunicados y los
periódicos no podrían sobrevivir sin los clics de los retuiteos. Somos yonquis
de la droga que nos mata. Hemos fiado la democracia una vez más a las grandes
corporaciones y ellas nos lo pagan como han hecho siempre: usurpando nuestro
capital colectivo, colonizando nuestras relaciones sociales y poniendo las
instituciones públicas en manos de psicópatas. El medio es el mensaje. Y es un
mensaje del que no somos dueños.
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