miércoles, 7 de agosto de 2024

DERROTAS

 

DERROTAS

ISRAEL MERINO

La jugadora de bádminton Carolina Marín, la atleta Ana Peleteiro, y el tenista Rafael Nadal, en los JJOO de París. REUTERS

Me derroto a mí mismo todas las noches justo cuando soy consciente de que voy a morir: me arropo con la sábana y pienso que algún día será la última vez que lo haga. Pienso que alguna noche –espero que dentro de mucho– cerraré los párpados y seguiré los pasos de mis ancestros para no volverlos a abrir más, así que fantaseo con instalarme al lado de la cama mil mierdas megalómanas que me midan el pulso y avisen a un ejército de doctoras en caso de que el corazón me deje de latir, pero se me pase rapidísimo al respirar despacísimo y recordar que lo único que me hace humano es asumir mis derrotas.

Pienso mucho en las derrotas, ya sean pasadas o futuras; pienso en aquellas vergonzosas de cuando era niño y hacía que la profesora se curvara y los otros nenes se rieran; también en las que pasarán algún día, quizá cuando empiece a echar de menos la sal del mar que reflecta las pecas marrones de Julia. Sin embargo, creo que lo único que me ata al suelo –que nos ata, mejor dicho: tú tampoco te libras de esto– es aceptar que somos humanos y la vida nos derrota.

Estos días de Juegos Olímpicos, me parte el alma ver a los subcampeones. Es demoledor observar las caras grises y pálidas como paellas de los que quedan segundos y acarician el oro; es hasta doloroso ver llorar a deportistas que se rompen en directo, como Carolina Marín, o a quienes no llegan al nivel esperado, como Ana Peleteiro, pero es más triste todavía ver a quienes no asumen que han perdido para siempre y siguen arrastrando sus cuerpos absurdos como yonkis a los que se les pudren las encías.

Hay ciertos deportistas –se me viene a la cabeza uno manacorí– que creen que pueden durar tanto como una cripta; no entienden que no se puede hacer nada contra las derrotas y que la única forma de ganar para siempre es aceptándolas como dioses chicos; no comprenden que el tiempo se acaba, como antes se les acabó a todos nuestros muertos, y que lo mejor es dejarlo ir antes de transformarnos en monstruos pesadillescos.

Lo que diferencia al manacorí de la Peleteiro es que al primero le llegó el momento de que todo sea una derrota y es incapaz de aceptarlo; su espíritu megalómano, que lo hace creerse un tótem de granito siendo un pobre espantapájaros con cada vez menos paja, es ese mal absurdo que acaba devorando todo como la carcoma: fue ese mismo espíritu megalómano el que impidió a Trump asumir su derrota electoral de 2020 y será ese mismo ánima el que llevará a Elon Musk –recuerden que aquí lo leyeron primero– a acabar encerradito en una habitación acolchada por su ineptitud para asumir que no es el mayor genio de la historia.

La incapacidad para aceptar las derrotas genera monstruos de los que nadie se libra, por eso lo mejor es asumir que algún día tendremos que cerrar los párpados para siempre.

 

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