ARQUITECTOS DE
RUINAS
JONATHAN MARTÍNEZ
Manifestantes ultras en una de las
protestas racistas contra los inmigrantes, en la localidad británica de
Rotherham. REUTERS/Hollie Adams
En el siglo XVI, el visitante que llega de noche a Augsburgo se encuentra con un intrincado sistema de puertas, fosos y cadenas de hierro que complican la entrada a la ciudad. Hay barreras, resortes, puentes levadizos. Hay centinelas que verifican la identidad del forastero. Hay controles de seguridad tan suspicaces e inquisitivos que harían palidecer a los vigilantes de nuestros aeropuertos. Montaigne visitó la ciudad en 1580 y el historiador Jean Delumeau eligió aquella visita como punto de partida para narrar la historia del miedo en Occidente. Las precauciones de la ciudad de Augsburgo prosperan en un clima histórico de hostilidad. "Todo extranjero es sospechoso".
La arquitectura del miedo se ha
perfeccionado con los años. Aún tenemos verjas, alambres de espino, compuertas
metálicas, muros coronados por cristales rotos, pero también tenemos
tecnologías de reconocimiento facial, dispositivos de geolocalización y
escáneres de ondas electromagnéticas. Nuestros gobernantes elogian el vigor de
las fronteras. A su vez, las televisiones nos invitan a blindar nuestros
domicilios con toda clase de rejas, portones acorazados, cámaras de visión
nocturna, sensores de infrarrojo, alarmas de control perimetral y habitaciones
del pánico. El hogar repele al ladrón igual que el país repele al extranjero.
Tras la crisis de 2008, las calles de
todo el mundo se llenaron de manifestaciones que arrojaban la culpa sobre los
bancos, las multinacionales y las viejas guardias de la vieja política.
Llegaron los desahucios, los rescates bancarios y el frenesí austericida de la
Troika. No había protesta social que no terminara a palos. Acusadas por todos
los dedos, las élites necesitaban que eligiéramos otros culpables. Así, con la
levadura mediática y el dinero de las corporaciones, germinaron los populismos
de derechas y los términos del debate social cambiaron de bando. La culpa ya no
es del banco sino del okupa. La culpa ya no es del ricachón nativo sino del
obrero migrante.
En la pugna política, el adversario
cumple una función decisiva porque apuntala la identidad grupal y corta el paso
a los matices. Nos definimos por oposición: la OTAN contra el Pacto de
Varsovia, el Barça contra el Madrid, los capuletos contra los montescos. No hay
causa sin obstáculo ni grandes adhesiones sin grandes enemigos. Y el enemigo
más eficaz es el foráneo, y por extensión, aquel que vende la patria a los
intereses extranjeros. Basta pensar en la propaganda franquista, que desde la
guerra del 36 llamó nacional al bando sublevado mientras atribuía al
gobierno republicano una incurable querencia bolchevique y antiespañola.
En los últimos días, mientras arreciaban
los pogromos ultraderechistas en Inglaterra, las redes sociales recordaban el
cariz intransigente de algunos tabloides británicos. El mismo cuento de
siempre. En 2016, un informe del Consejo Europeo responsabilizaba a gacetas de
baja estofa como Daily Mail y mencionaba un artículo de Katie Hopkins en
The Sun que invitaba a detener la migración marítima con aviones de
combate y comparaba a los migrantes con cucarachas. Las plegarias del
subperiodismo inglés han sido escuchadas. Ahora hay escuadristas de barrio que
llaman a incendiar albergues de refugiados y difunden sus hazañas vandálicas en
TikTok.
A estas alturas del motín, sin embargo,
las portadas desquiciadas de Daily Mail y The Sun parecen un
juego de niños al lado de los provocadores digitales. El pasado mes de julio,
un bulo islamófobo soliviantó los teléfonos móviles del municipio de Southport
gracias al generoso impulso de activistas xenófobos como Tommy Robinson o
Andrew Tate. En un comentario de X, Elon Musk sugería que la migración y las
fronteras abiertas traerían la guerra civil. La red social del magnate
sudafricano ha desempeñado un papel crucial en la difusión de la noticia falsa
que encendió la mecha de los disturbios. No existen los algoritmos neutrales.
En la Augsburgo de la Edad Moderna o en
la Europa de las leyes de ajuste, el poder político entabla un diálogo con el
miedo y consolida sus intereses administrando las angustias sociales a su
antojo. Para que el pueblo no se alce contra el soberano hace falta un chivo
expiatorio, un sustituto sacrificial que no se represente a sí mismo sino que
alimente la hoguera en nombre de una colectividad enemiga. Arderá por hereje,
por judío, por bruja, por homosexual, por rojo o por extranjero. Así es como se
instala un clima de delación y barbarie, una ansiedad pública que prescinde de
la información y confía su suerte a los rumores. El miedo, dice Montaigne,
convierte al amigo en enemigo.
Frente a la tentación de sucumbir a la
desesperanza, han brotado también el sentido común y la solidaridad de clase.
Quizá la resistencia no sea tan vistosa como el odio, pero hay redes vecinales
que se niegan a atizar la guerra del último contra el penúltimo, que protestan
contra el chovinismo racista y que han llamado a enlazar sus cuerpos para
proteger a las víctimas. Pero la conciencia antifascista no puede ser un parche
de última hora ni un chorro de mercromina en la herida sangrante de las
comunidades. Los alborotadores de Southport, Manchester o Liverpool actúan como
peones de un ajedrez manejado por manos de oro.
El mismo rico que desvalija a las clases
populares ha encontrado en todo el mundo un enemigo construido a pedir de boca,
el paria, el extranjero pobre cuya vida sale a diario a subasta. Ese rico ha
hallado además una solución conveniente, el autoritarismo, la cháchara
securitarista, la fanatización de los cuerpos policiales, la fantasía
inverosímil de que las porras y las bocachas no serán empleadas para fulminar
derechos sociales. Detrás de todo fascista hay un propietario asustado. Detrás
del discurso islamófobo, hay un oligarca que espanta sus miedos a golpe de
talonario.
La esperanza es una disciplina, dice
Angela Davis. Necesita siembra, riego y cultivo. Necesita bases organizadas que
dejen de jugar a la defensiva y que no se conformen con inflar los flotadores
del naufragio. Que identifiquen, igual que en 2008, a los responsables de un
orden político diseñado para sobrevivir a todas las crisis poniendo al pueblo
en contra de sí mismo. Los creadores del problema se vestirán de vendedores de
soluciones y prenderán hogueras para que ardan nuevos inocentes. Los conocemos
bien. Ellos son los arquitectos de esta ruina.
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