EL SUPREMO Y LA
PRIVATIZACIÓN DEL PROCÉS
ANA PARDO DE
VERA
Carlos Lesmes, expresidente del CGPJ
y del Tribunal Supremo (d), y Manuel Marchena, presidente de la Sala Segunda
del Supremo. EFE
El Tribunal Supremo no va a dar su brazo
a torcer ante el Poder Legislativo como garante autobendecido de su
concepto de la unidad de España, por lo que la pena de los delitos que atribuyó
a los independentistas catalanes en el juicio contra el procés la protegerán
con sus togas de hierro y no se aplicará la ley de amnistía para la
malversación, pues entienden que, aunque no hubo incremento del patrimonio de los líderes
de ese procés, sí se destinaron fondos públicos del erario catalán para
"apetencias personales" de los condenados, lo que
se dice una privatización en toda regla del procés.
Los magistrados de la Sala Segunda (la que el PP controlaría "desde detrás" (sic) gracias a un Manuel Marchena que en 2018 sería y no fue presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y y era y sigue siendo ídem de esta Sala de lo Penal) fueron los que juzgaron a los independentistas catalanes tras la instrucción del juez Pablo Llarena, el mismo que se negó a que un tribunal territorial alemán (Schweslig-Holstein) le entregara a Puigdemont por malversación (¡sorpresa!) porque el magistrado se empeñaba en la rebelión, como su presidente entonces, del Supremo y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Carlos Lesmes, por cierto, públicamente y antes de que hubiera juicio contra el procés siquiera.
La resolución del Supremo tiene un
voto en contra de la magistrada Ana Ferrer, que recuerda a sus compañeros
de Sala lo obvio: no hay enriquecimiento personal por parte de los
condenados que haya sido probado, ni siquiera recogido, en el sumario del
procés que impida aplicarles la ley de amnistía. Sin embargo, y pese a la
lógica del pronunciamiento de Ferrer, el resto de magistrados mantienen, en un
giro contorsionista y "peligroso", según la magistrada, las
"apetencias personales" o el "interés personal", privado,
de los líderes independentistas para ejecutar el procés sin éxito, lo que
confirmaría, en su sacra opinión, la malversación con lucro, y no solo: los
jueces contrarios a amnistiar este delito a Puigdemont, Comín, Puig, Junqueras,
Romeva, Turull y Bassa critican la forma de la ley, cómo se ha redactado, con ese
tono paternalista propio de quienes consideran que solo ellos y nada más que
ellos son dueños de la razón y verdad absoluta; ese tono que las mujeres
conocemos tan bien y que fue muy utilizado con la ley llamada del solo sí es
sí, dirigido, claro está, a minar la credibilidad pública de la entonces ministra
de Igualdad Montero y su equipo de mujeres inexpertas e iletradas, según
este vaticano judicial que quiere gobernarnos. El argumento es tan
recurrente en esa elite reaccionaria, que conforman, entre otros, demasiados/as
de los jueces y fiscales, que apesta.
Se puede estar de acuerdo o no con la
intención política de la ley de amnistía; incluso, estar de acuerdo y empatizar
con el desacuerdo, y viceversa. Se puede criticar el vuelco del relato del
presidente Sánchez y el PSOE para asegurarse la investidura (el resto de socios
ya estaban convencidos) y compartir a la vez, o no, la mirada a largo plazo
del paso que la norma del olvido supone para la convivencia en Catalunya,
donde la victoria de Salvador Illa -pero aún no Presidencia- y la
caída electoral del independentismo va dando la razón al líder socialista.
También se puede dudar de la constitucionalidad de la ley hasta que el Tribunal
competente se pronuncie, incluso seguir dudando cuando lo haga. Lo que no se
puede ni se debe es seguir esgrimiendo razones políticas desde el Alto
Tribunal, en este caso, o desde otras instancias judiciales, en otros,
sean sobre el procés o no, encima, tratando a la gente como idiota con una
resolución que parece un manifiesto de la oposición parlamentaria. Para
muestra, esta joya: "Decidieron cargar a los fondos públicos aportados por
los contribuyentes, el coste de unas iniciativas o apetencias personales
que ellos mismos dirigían y desplegaron, siendo irrelevante que fueran
compartidas por otros ciudadanos o que los gastos endosados derivaran de
acciones de militancia política, cultural, deportiva, religiosa o, incluso de
un disfrute personal o familiar".
La Sala Segunda del Supremo, con la
honrosa excepción de Ferrer, viene a decirnos que la ejecución -bien o mal,
conforme a leyes estatales o no- de decisiones votadas por una mayoría soberana
de ciudadanos que conforman el Parlament catalán y que venían enumeradas en
un programa electoral público y perfectamente legítimo son "apetencias
personales" del político que trata de llevarlas a término, como fue el
caso del procés, y que eso supone su lucro patrimonial; lo dicho, una
privatización de ese programa electoral en toda regla. La cabriola para
concluir semejante cosa -les invito a leer las notas de la Sala y del juez instructor-
es de tales dimensiones que confirma la sospecha sobre la salubridad
argumental del proceso obsesivo en que se han imbuido Marchena y compañía
para frenar la amnistía y llevarse al Gobierno por delante. Leyendo las
resoluciones judiciales del Supremo, no he podido dejar de preguntarme qué harían los magistrados Marchena y Llarena con la
medalla que José María Aznar compró por 1,6 millones a EE.UU. en
2003, siendo presidente del Gobierno y pagando con nuestro
dinero a un despacho de abogados que, para rematar sus "apetencias
personales", en concepto del Supremo, lo contrató como asesor una década
después. Y me contesto: nada, por supuesto; no harían nada.
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