NUBES DE HOSPITAL (4)
DUNIA SANCHEZ
Llego. Todavía todo está oscuro. Una luna menguante se divisa en el silencio de las horas, en este hospital que parece que aun no ha despertado. UMI , todas las luces parecen apagadas, el personal latente , atento sentado con sábanas del agotamiento. Los monitores vigorosos anuncian alguna caída de cada uno los que componen los boxes. Están todos llenos, tanto en neurotrauma, en respi, en cardio e intermedia. Voy de módulo a módulo, voy de box a box. Cuerpos hinchados donde la respiración asistida desembocará a la recuperación o a la desgana por la vida. Cuerpos obsoletos donde el sentido de la hegemonía de la existencia se ha vuelto avara. Una guadaña quiere llevárselos mientras el personal y el subconsciente son eternos luchadores. Pero no todos, hay quien impera en el desanimo de seguir resistiendo a la muerte. No me he presentado, soy celadora de un hospital con proyección directa en atender enfermos. Sí, tan simple, somos simples. Solo, apoyo en la necesidad de movilizarlos, de cubrir aquellos aspectos en el auxilio de las enfermeras. Me pongo el EPI y entramos en un box por aislamiento aéreo.
Un cuerpo inflado requiere cambio de postura, asentarlo en
la mejoría de su resurgir entre las brumas plomizas. Un cuerpo que no ayuda,
acordonado a la vida con tubos y sensores que nos dicen de su evolución.
Termino, en el sudor del esfuerzo y el EPI, salgo. Mis pensamientos me erigen
en círculos de si vale la pena. En este módulo, hay un trasplantado de pulmón.
Lo continuo con los ojos y me asiento en su restaurar. Su mirada se ve
esperanzadora y a la vez temerosa de que tal vez no. Ponemos un halito de fe y
el cavilar se vuelve para que salga y saldrá. Las horas no cuentan, las horas
arrastran los malos ratos del ayer, de ese pasado que puede ser ahora. Me
siento, en alerta, con los sentidos en la verticalidad de cada llamada, de cada
ayuda que pueda ofrecer. El minutero pasa, son doce horas en las que puede pasar
cualquier cosa. La muerte y la vida se aúnan, se tiran una a otra. Se pelean
sin mediar palabra solo el pitido de esas pantallas. Voy a farmacia, entro, me
encuentro con otros compañeros y nos saludamos. Recojo la medicación y la subo
con la rapidez de un estado crítico. Llego, una señora lamenta a gritos el
adiós, una señora rota por los delitos de la vida y no aceptar la muerte. Su
hijo va a ser desconectado, no hay vuelta atrás, no hay remedio. Temblor.
Pánico. Gritos. La UMI se vuelve tinieblas ante tanto silencio, ante tanto
llanto y dolor. El tiempo pasa, son las seis de la tarde, de una tarde nefasta
para unos, de una tarde neutra para otros. El tiempo pasa, son las seis de la
tarde, un halo de mortandad y sudario se revuelca en el módulo, pero a la vez
un resonar de supervivencia, de una expectativa cargada de energía positiva
para restos de cuerpos inflados que flotan en cada box, en cada cama. Miro el
reloj, la señora ya se ha ido ahora solo espera la tumba de ese individuo que
no pudo más. Lo aceptamos, meditamos cada uno en sus adentros, en esa
reconditez sonora para los demás. Nos despedimos y los minutos, los segundos,
las horas cumple las ocho, las ocho de la tarde noche. Me voy, regreso a mi
casa, me ducho. El sabor descaradamente acre de la jornada me encierra en
cuestiones, la vida. Aprovechar el momento, ese instante eterno que puede ser
pisoteado en menos de que te los esperas. Peleamos por el todo y el todo es la
nada. La nada cuando cuerpo no responde, cuando nuestros sentidos son latidos
de féretros aterrizando bajo tierra. Y digo no vale la pena. Sí, no vale la
pena ser engullidos por los desgarrar los senderos de los demás. Ya la vida nos
dará esa cuna donde se mece la muerte sin importar de quien eres. Somos polvos
de estrellas y a ello nos convertiremos. No más. Cada civilización, cada
imperio mira la muerte de manera distinta y es algo natural, está integrado a
nosotros. No más. Sí, no vale la pena. Para que discutir, es mejor callar todos
pertenecemos al mismo agujero, a mismo nicho sea anónimo o no. Para que esas
rencillas del ayer. Seamos viento de nuestro ascenso en las vías de la paz, de
la fraternidad. No de murallones de espinas donde el eco del quejido se hace
perpetuo. No, no vale la pena.
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