NI DIOS SALVA A LA REINA
No
hay mejor horizonte que una república popular y feminista
IRENE
ZUGASTI
Letizia Ortiz. / Luis Grañena
Hay algo cautivante en las reinas tristes. Con vidas misteriosas, llenas de drama e intriga, de leyendas que, a base de repetirnos, nos creemos ciertas (a ver si a estas alturas nos pensamos que The Crown cuenta la verdad). Mujeres con esas agendas llenas de filantropía y caridad, de recepciones y cenas, conferencias y viajes a sitios que ni tú ni yo pisaremos nunca, con vestidos de gala que me encantaría ponerme, claro, pero no tendría a dónde ir con ellos. ¿Por qué podría estar triste una reina? ¿Qué mal puede tener una princesa, para que salgan suspiros de su boca de fresa? Hemos crecido rodeadas de historias de reinas tristes y resignadas, de reinas lunáticas y enfermas que habitaban los cuentos, la Historia o la televisión. Juana de Castilla, (que no la loca), la suicida Cleopatra, el corazón roto de Sissi Emperatriz, Lady Di estrellada en el túnel bajo el Puente de Alma. De la princesa Masako de Japón, con su depresión crónica a la que llamaron “trastorno de adaptación”, dicen que no tiene ni amigos, ni teléfono, ni visitas. Tras la elegancia discreta de Charlene de Mónaco se dice que, como Grace Kelly, se esconde una afección profunda que algo tiene que ver con tener que mantener la farsa de vivir junto a un Grimaldi, y no me extrañaría. La misma semana pasada, Mary de Dinamarca esquivaba con grima el beso de su marido durante la coronación, sabedora –como todos en aquella sala– de los escarceos de Federico por Madrid, aunque quedar de consentidora bien vale una corona. Y qué decir de Sofía, tan pía, tan sufrida, tan ortodoxa y luego tan católica, a la que convencieron para casarse con ese primo tercero alto y tan simpaticón que le dio la vida mártir. No le arriendo la ganancia, aunque a mi también me hubiera gustado refugiarme de los cuernos de mis ex con mi familia y amigas en Londres y que me pagaran la cuenta los impuestos de españolas y españoles.
Según Pilar Eyre,
que de estas cosas sabe un rato y las explica con mucha retranca, Letizia está
triste, y con razón. El chantaje regio y la tensión dinástica que vive ahora
mismo la Casa Real la ha elegido como proxy, como objetivo, aireando su
privacidad, hurgando en su intimidad y dejando circular rumores y abyectas
informaciones sobre su vida y también la de sus hijas y hermanas (ellas,
siempre ellas). Estas han sido tan innobles que han despertado la solidaridad
de muchas mujeres, curiosamente y como apuntaba la propia Eyre, mujeres que
suelen acompañar su sororidad de un “yo no soy monárquica, pero”. De los suyos,
ni mu, de momento. Yo no sé si la reina está triste o todo esto le importa un
carajo, –como le dijo a su compiyogui, “todo lo demás, merde”–, pero sería
inocente pensar que los tuits de Jaime del Burgo son una campaña espontánea de
este esperpento, o que Peñafiel en su infinita misoginia está actuando solo y
enajenado. El primero carga tras de sí una grimosa genealogía –su abuelo, en el
requeté, tiene en su haber la mayor matanza de republicanos y republicanas de
Navarra, y desde ahí, todo han sido éxitos y buenos cargos en la familia– y el
segundo suma a su tradicionalismo monárquico y sus labores de real lacayo un
odio genuino contra Letizia en su condición de plebeya que le ha llevado a
retratarla con un amargor que raya la envidia y en el que ha vomitado todos los
clichés machistas sobre perfidia de las mujeres poderosas.
Este “emérito
rencor” como lo ha definido, magistral, Maruja Torres, sacude ahora mismo Casa
Real, y hoy existen de facto, no una sino dos Cortes –el colmo para las
republicanas, amigas–: la de Zarzuela, y la de Abu Dabi. De ambas comen muchas,
muchas bocas, y casi ninguna lleva corona. El último movimiento ha sido el cese
de Jaime Alfonsín, que pasa a consejero privado, y la entrada en la jefatura de
la institución de Camilo Vilariño, diplomático, militar reservista, gabinetero
del bipartidismo en el noble arte de la política exterior española: Dastis,
Laya, Borrell, por si a alguien le quedaban dudas de que en las relaciones
exteriores, tanto montan, montan tanto. Todo un full pack del Régimen del 78
con el reto de bregar con la actual crisis como hacen con todo en Casa Real,
llámalo discreción y sigilo, llámalo opacidad, ocultamiento, cloaca.
Es lógico sentir
empatía y sororidad frente a los ex rastreros, los viejos con bilis llena de
machismo y rencor, el conservadurismo que nunca le perdonó no ser de las suyas
Ante esto, surgen
varias preguntas: ¿Qué posicionamiento debería tener una feminista ante estos
ataques? ¿Y el republicanismo de izquierdas? Cuando son la extrema derecha y el
sistema Bribón-putero en el exilio los que articulan una vendetta misógina para
llevarse por delante a una mujer en su real cruzada, ¿dónde nos colocamos
nosotras?
Es lógico sentir
empatía y sororidad frente a los ex rastreros, los viejos con bilis llena de
machismo y rencor, el conservadurismo que nunca le perdonó no ser de las suyas.
También, creo, nace en muchas una simpatía natural precisamente, porque hemos
crecido entre historias de princesas tristes. No es tan lógico, no obstante,
que el resorte solidario entre nosotras no se haya activado igual ante
violencias políticas machistas más cruentas, directas y evidentes a mujeres
poderosas que lo han sido por sus méritos políticos y feministas y no por su
regio cargo. Sabéis a quién me refiero.
Por eso sería cauto
y razonable –como muchas, de hecho, hacen– diferenciar los ataques que, en
calidad de mujer en una posición de poder y de visibilidad recibe Letizia, con
el hecho de que, con su figura, su imagen y su trabajo legitima una institución
reaccionaria, retrógrada y antidemocrática. Los suyos –los monárquicos, las
conservadoras, los gorrones palatinos– están cobarde y prudentemente callados,
esperando acontecimientos, eligiendo en qué corte rendir pleitesías. Sería el
colmo que fueran las republicanas, las de verdad y las de boquilla, que han
salido a la defensa feminista de Letizia, las que abran el camino a esa
renovación y lavado de cara real. Hasta ahora, a ellos mismos no les ha salido
demasiado bien, y no sabría decir si es por soberana torpeza, por esas
resistencias furibundas a cualquier progreso en la institución o porque las
cosas en Palacio van, efectivamente, demasiado despacio. Las fanfarrias para
introducir a Leonor en la vida pública, paseándola vestida de militar, jurando
cargos contenida y recatada, besamanos a besamanos, pringada en las loas
babosas de los pelotas palaciegos, con su cara plantada en banderines por toda
la ciudad, han liquidado todos los esfuerzos por modernizar su imagen
invertidos en ese colegio galés tan chulo (según algunos, demasiado woke para
la princesa). La esperada “operación Leonor”, no es más, de momento, que el
encaje forzado y artificioso de una chavala de 18 años en un mundo de
carcamales y muñidores entregados a la nostalgia, aunque la nostalgia sea ahora
quien quiera liquidarlos.
Pero, amigas, así
se convirtiera Leonor en la Greta Thunberg de Zarzuela, así modelasen su
discurso para hablar como hablan las chicas de prometedor futuro de las
Juventudes Socialistas, esa no es nuestra guerra, así como tampoco sería
ninguna conquista que nos vendan como revolucionaria una reforma constitucional
que cambie aquello del varón y la mujer en la sucesión al trono, lo que sería,
todo sea dicho, una operación to be psoed again de manual.
Desde un
republicanismo feminista, lo que está ocurriendo no debería servir para
restaurar ningún honor regio, sino para mostrar el rol que estas instituciones
reservan a las mujeres, especialmente en nuestro país, y el silencio y la
soledad en el que las sumen. Que Corinna o Bárbara Rey hayan hecho más por la
transparencia en Zarzuela que generaciones de política y periodismo cortesano y
silente es prueba de ello, aunque ambas sean, lamento recordarlo, dos
cooperadoras necesarias para que el emérito viviera y gozara por encima de
todas y de todo. Sea como fuere, las mujeres son hoy los peones de una guerra
dinástica, quienes reciben los daños colaterales, y también, paradójicamente,
el único ticket para garantizarle un futuro encaje político y cultural a la
Corona: hablo de Letizia, de Leonor, pero también de Victoria Federica, que
tiene más followers en redes sociales que la propia Casa Real. Habrá que seguir
navegando entre el BOE y el ¡Hola!, los Presupuestos Generales del Estado y el
TikTok de las “pititas” (las influencers ultraconservadoras que marcan
tendencia digital), ya que no creo que desde Zarzuela den, para variar
demasiadas respuestas, y de momento, aquí, ni Dios salva a la reina. Aunque
parece que por fin, alguien ha roto el laúd al bufón palaciego y Peñafiel va a
quedarse sin columna en El Mundo, ¡Salve, regina!
Sirva de nuevo el
feminismo para demostrar que, hasta cuando sus compiyoguis fallan, quedamos
nosotras
Sirva de nuevo el
feminismo para demostrar que, hasta cuando sus compiyoguis fallan, quedamos
nosotras. Pero sin desviarse, amigas: que señalar el machismo, militarismo,
corrupción e ilegitimidad de la monarquía, así como la violencia que ejerce
hasta con sus propias mujeres, nos sirva para recordarnos nuestra resistencia a
ser súbditas, nuestro orgullo plebeyo y nuestra hermosa memoria republicana.
Que hubo una vez en nuestra Historia en la que por fin fuimos ciudadanas,
tribunas, iguales, libres, y por serlo, hubo quien nos quiso presas y muertas,
y tuvimos que ser milicianas, resistentes, exiliadas, víctimas, y de nuevo
súbditas. No os engañéis: eran los mismos hoy que entonces. Por eso, para
acabar con ellos, no hay mejor horizonte que una república popular y feminista,
y quién sabe, puede que, en ella, incluso, hasta las reinas dejen de estar tan
tristes.
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