GENOCIDIO
El
silencio resulta igual de mortífero que el desplazamiento forzado de millones
de personas, los disparos indiscriminados contra civiles y los bombardeos sobre
hospitales, lugares de culto y escuelas
DIEGO
GÓMEZ PICKERING
Voluntarios
de la Cruz Roja ruandesa asisten a los desplazados durante
el
genocidio de Ruanda en 1994. / Cruz Roja (vía Wikimedia Commons)
La semana de Pascua de 1994, la vida de Alice Nsabimana dio un giro de 180 grados, al igual que la de su hermano Maurice y la de sus otros cuatro nanos, la de su madre, la de sus tíos, primos, vecinos, amigos y abuelos. Un cambio radical que con la misma violencia trastocó la vida de Eddie, Agathe, Patrick, Fred, Claudine, Yvonne y sus respectivas familias, la vida de cientos de miles de ruandeses, hutus y tutsis, quienes entre abril y julio de aquel año atestiguaron en primera persona el significado de la palabra genocidio.
Este año se cumplen tres décadas del derribo del avión presidencial que transportaba al entonces mandatario de Ruanda, Juvénal Habyarimana, a su contraparte burundesa, Cyprien Ntaryamira, y a sus respectivas comitivas, incluido Déogratias Nsabimana, padre de Alice. El atentado que cercenó de golpe las vidas de la clase gobernante de la antigua colonia belga constituyó el punto de inflexión en la guerra civil ruandesa y la debacle moral de la montañosa nación de África del Este, del continente y del resto del mundo, con el asesinato premeditado y sistemático de cerca de un millón de personas, en su mayoría pertenecientes a la etnia tutsi. Un genocidio en las postrimerías del siglo veinte. Un crimen imperdonable que se juró, como otras veces antes, no repetir, y que, sin embargo, en vísperas del segundo cuarto del siglo veintiuno, se hace más presente que nunca.
Cerca de un millón
de personas, en su mayoría de la etnia tutsi, fueron asesinadas de forma
premeditada en las postimetrías del siglo XX
El término acuñado
por el abogado polaco de ascendencia judía Raphael Lemkin apareció por primera
vez en el libro de su autoría El dominio del Eje en la Europa ocupada,
publicado en 1944. Tiene dos raíces etimológicas –génos, del griego estirpe, y
cide, del latín matar– y de acuerdo con la definición de la Real Academia
Española constituye “el exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano
por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”. Sus sinónimos
son etnocidio, holocausto, pogromo, matanza y masacre, entre otros. Una palabra
que, en lugar de relegarse, como debiera, a la descripción de capítulos añejos
de la historia, se utiliza, en este 2024 en ciernes, para describir situaciones
demasiado cercanas y presentes.
A finales de
diciembre, la denuncia del Gobierno sudafricano contra Israel ante la Corte
Internacional de Justicia por presuntamente contravenir sus obligaciones como
Estado firmante de la Convención para la prevención y sanación del delito de
genocidio, a raíz de sus acciones militares contra la población palestina de
Gaza, trajo de nuevo, y con razón, al debate público el término concebido por Lemkin
ochenta años atrás para describir lo indecible. El curso legal que dé el máximo
tribunal de Naciones Unidas, con sede en La Haya, a la demanda de Pretoria
contra Tel Aviv, inyecta contradictoriamente vida a un término que sirve para
retratar la muerte.
Cuando Alice,
Maurice, sus cuatro hermanos, su madre, sus abuelos, primos, tíos, vecinos y
amigos lograron escapar del genocidio en Ruanda, lo hicieron a pie, de manera
furtiva, a los países vecinos y luego allende las fronteras del continente. Al
igual que Eddie, Agathe, Patrick, Fred, Claudine, Yvonne y los familiares que
con ellos sobrevivieron a la masacre que anegó de sangre las bucólicas colinas
de su país natal. Todos ellos y las decenas de miles de ruandeses, hutus y
tutsis, que aún conforman la engrosada diáspora ruandesa en América del Norte,
Europa y Oceanía. Han pasado treinta años de aquel exilio involuntario que les
salvó la vida, pero, como reconoce Alice, aquella experiencia dantesca la
siguen recordando como si fuera ayer.
¿Quiénes cometen
realmente los crímenes que claman al cielo, los crímenes contra la humanidad?
¿A quiénes debemos denominar genocidas, exterminadores, lapidarios? A quienes
instruyen desde la seguridad de sus escritorios gubernamentales el
desplazamiento forzado de millones de personas, a quienes ordenan disparar
indiscriminadamente contra civiles y bombardear de forma artera hospitales,
lugares de culto y escuelas o a quienes frente a ese cúmulo de horrores guardan
un silencio que es igual de mortífero que todo aquello.
Lo que sucedió en
Ruanda hace tres décadas y lo que ocurre estos días en Palestina son
situaciones tan distintas y disímiles que cualquier punto de comparación entre
una y otra constituiría, desde mi punto de vista, un craso error. Geográfica,
cultural, política y socialmente hablamos de dos situaciones diametralmente
opuestas y que, sin embargo, guardan una dolosa coincidencia: el ensordecedor
silencio de la comunidad internacional.
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