JOSEP BORRELL, O LA SOBERBIA
DEL HOMBRE BLANCO
Los delirios del alto representante de la UE sobre conquistadores, jardines y junglas son la expresión de políticas reales. El racismo es institucional y estructural
HELIOS F. GARCÉS
Josep
Borrell, durante el comunicado de prensa de las nuevas medidas tomadas por la
invasión rusa de Ucrania, del 27 de febrero.
“Señora presidente, ¿podría usted pedir que se borre de la sesión la acusación de racista?”. Corría el año 2018 cuando, en un contundente enfrentamiento parlamentario entre Gabriel Rufián y Josep Borrell sucedido en el Congreso de los Diputados de Madrid, este último lanzaba la petición a Ana Pastor Julián, entonces presidenta del Congreso. Si tuviéramos que utilizar una mirada psicoanalítica, podríamos insinuar que lo hizo para defenderse de su propia pulsión inconsciente, expresada a través de un revelador lapsus, y para impedir que esta dejase huella alguna en el Diario de Sesiones. Borrell se resistía a dejar caer aquella imagen tolerante que alberga de sí mismo e integrar su inconsciente impulsivo con su consciente racional. Pero lo cierto es que nadie le había llamado racista, no, al menos, en aquel momento.
En realidad,
Gabriel Rufián (ERC) había utilizado los últimos segundos de su intervención
dirigida al entonces ministro de Exteriores del PSOE para dirigirse a la
derecha neoliberal: “Cada vez que el grupo parlamentario de Ciudadanos nos
llame golpistas, les llamaremos fascistas”. En su respuesta, Borrell equivocó
los términos. Aun así, tras la confusión reinante entre los epítetos fascista y
racista, Rufián siguió la corriente de manera hábil al susodicho espetándole
desde su bancada un “Sí, usted también”. “Yo también, ¿no? También soy un
racista”, respondió Josep con la media sonrisa ya torcida. La indignación
sintomática de Borrell desvelaba algo a lo que no se prestó la debida atención,
en ese momento.
Curiosamente, cinco
meses antes de este lapsus parlamentario, el ahora alto representante de la
Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad había compartido
en su perfil de Twitter un, aparentemente, cándido elogio del libro
Imperiofobia, de María Elvira Roca Barea. Ya en aquel entonces nos movíamos en
el campo de lo consciente: el revisionismo reaccionario de la historiografía
colonial e imperialista. Para responderle, el académico y jurista Gabriel
Moreno González le recomendaba un análisis crítico del texto firmado por el
profesor y experto en historia cultural Miguel Martínez publicado en 2017 en esta
misma revista, artículo que, probablemente, nunca leyó. A estas alturas sería
redundante indicar el camino lógico que nos conduce hacia la caracterización
del marco ideológico en el que se mueve un político como Josep Borrell
Fontelles. A la derecha del PSOE, como Fernando Grande-Marlaska y tantos otros,
el economista/ingeniero representa esa ala conservadora del neoliberalismo que
prefiere seguir llamándose a sí misma ‘progresista’ porque esto encaja con la
visión tan artificial como engañosa de su partido político creada durante la
Transición por figuras como Felipe González. ¿Pero es esto lo que explica la
soberbia racista e intelectualmente mediocre exhibida por el político en
algunas de sus últimas intervenciones públicas?
El racismo de Borrell es institucional y estructural
En una reciente
ponencia sobre islamofobia, después de que el conferenciante señalara el
carácter fundamentalmente institucional del racismo, uno de los asistentes al
evento, quizás aliviando un mal digerido y absurdo complejo de culpa, se
precipitó sobre el micro para afirmar que, efectivamente, el racismo no venía
de la gente común, sino ‘desde arriba’. En cierto sentido, podríamos reconocer
que el enunciado es correcto, si no fuese porque tras él anida una peligrosa y
delicada trampa. Que el racismo es institucional es una tesis antigua,
elaborada por investigadoras y militantes antirracistas del mundo entero desde
hace ya más de un siglo, y no debería convertirse en un simple eslogan. Esa
afirmación tiene un sentido y una motivación concreta, aún más, si cabe, en
nuestro territorio. En el contexto del Estado español, el racismo ha sido
principalmente entendido como un problema basado en prejuicios y estereotipos.
Que el racismo es
institucional significa que es una estructura de poder y que, como tal,
necesita de un aparato de Estado
No sólo eso. Para
un amplio espectro de los sociólogos blancos europeos, la raza es una categoría
de análisis únicamente legítima en el contexto norteamericano. Europa queda,
por lo tanto, fuera de la ecuación. En Racismo y resistencia en la Europa
daltónica (La Vorágine, 2021), Fátima El Tayeb explica cómo la negación
histórica del factor racial en las relaciones de poder producidas en Europa
favorece una “imagen de Europa autónoma y homogénea, en la cual las minorías
racializadas están permanentemente al margen. Su presencia se deslegitima
continuamente a través del mecanismo de la falta de raza política, que en parte
se manifiesta a partir de lo que Suleiman llamó una ‘amnesia reprensible’: “Esta
amnesia es reprensible precisamente porque depende de estrategias de represión
destinadas a minimizar los incidentes en los que las grietas y los arreglos
quedan al descubierto, cuando las personas que se supone que son invisibles
aparecen sin ninguna señal de irse” (El Tayeb, pág. 50:2021).
Ante estos pesados
e inútiles lastres, el impulso renovado del discurso antirracista,
especialmente a partir de 2017, emprendía su batalla, también en el ámbito del
lenguaje, para desmantelar esta maniobra ideológica nada inocente. Que el
racismo es institucional significa que es una estructura de poder y que, como
tal, necesita de un aparato de Estado y de instituciones que le proporcionen
una materialidad vertical lo suficientemente densa como para que condicione la vida,
la salud y la muerte de pueblos enteros. Pero el racismo es, también,
estructural. Y este enfoque, igualmente antiguo, sugiere que el problema
impregna el campo de nuestra horizontalidad, de nuestra cultura, de nuestras
relaciones sociales, de nuestra emotividad y nuestra psique. Cuando un alto
cargo político en materia de Asuntos Exteriores y Política de Seguridad como
Josep Borrell afirma que “Europa es un jardín”, mientras que “el resto del
mundo […] es una jungla”, está apuntando sin saberlo hacia el nexo entre el
colonialismo occidental, que explica la existencia histórica de los propios
Estados liberales, de sus fronteras de muerte; y el racismo actual en todas sus
formas y expresiones. De hecho, la capacidad de nuestras sociedades
contemporáneas para comprender el racismo y sus condiciones de posibilidad
reside, en parte, en afrontar esta realidad.
[…] “Y la jungla
podría invadir el jardín”, prosigue Borrell expresando con claridad, de nuevo,
el inconsciente de una parte importante de nuestra sociedad y de las
estructuras de poder construidas para protegerlo. Ante estas palabras, Fernando
Grande-Marlaska se frota las manos. Los Estados liberales tratan por todos los
medios de impedir la posibilidad de un análisis que contemple la dimensión institucional
y estructural del racismo, ya que ello haría aflorar la necesidad de una
transformación social profunda. De nuevo, Borrell: “La jungla tiene una fuerte
capacidad de crecimiento y las paredes nunca serán lo suficientemente grandes
para proteger el jardín”. La imagen es cada vez más nítida. África, Asia,
América Latina y sus pueblos representan al animal salvaje. Europa, como
símbolo de la humanidad, resiste entre sus algodones en un supuesto Edén. Es
ese sentido común racial, arcaico y pseudobíblico, en el fondo profundamente
acomplejado, y no las palabras mediocres de Grande-Marlaska el pasado 30 de
noviembre, el que lleva a aplaudir a parte del hemiciclo, también llamado
‘progresista’, por la gestión de la masacre de Melilla.
La permanencia de la neurosis imperialista
En su legendario
libro Poder Negro: la política de liberación en EE.UU., publicado en 1967,
Stokely Carmichael y Charles Hamilton mantenían que el racismo institucional es
“menos franco, mucho más sutil, menos identificable en relación con los
individuos específicos que cometen los actos”. Por lo tanto, no olvidemos, las últimas declaraciones de
Josep Borrell –continuación de sus delirios sobre jardines y junglas– son la
expresión de políticas reales. Políticas que, día a día, pasan inadvertidas
para una parte importante de las mayorías blancas europeas. “Como los
descubridores y conquistadores, tenemos que inventar un Nuevo Mundo […]
recalibrar nuestra brújula estratégica con plena consciencia histórica”, soltó
el 1 de diciembre el Alto representante, en la inauguración del EuroLat en el
Parlamento Europeo.
Las palabras de
Josep Borrell representan un síntoma más de la soberbia patológica del hombre
blanco
Las metáforas
utilizadas no son casuales, son escogidas de forma activa para mandar un
mensaje: la autoproyección de una imagen de superioridad civilizatoria que
legitima un orden y una jerarquía internacional en un contexto de inestabilidad
y guerra. Mientras que la Europa de abajo no sea plenamente consciente de que
su propio territorio ha construido su riqueza y hegemonía histórica sobre la
colonización, la esclavización y la
desposesión de tres cuartas partes del mundo, seguirá sin entender su presente
y sin comprender los síntomas de la persistente y antigua sociopatía
imperialista de sus dirigentes. Y, aunque hemos repetido asiduamente que el
racismo no es una enfermedad moral, permítanme apuntar que las palabras de
Josep Borrell representan un síntoma más de la soberbia patológica del hombre
blanco.
Desde el punto de
vista de quienes sufren en sus propias carnes las políticas a través de las que
se materializa y fortalece esta pulsión colonial irremisible, ese Edén
edulcorado con el que fantasea Borrell resulta ser otra cosa muy diferente.
Para muchos y muchas, también para las clases trabajadoras europeas, Europa no
es un sueño, sino una pesadilla. Un territorio de explotación y desposesión en
el que las desigualdades cada vez son más extremas, en el que la ultraderecha,
heredera de los regímenes fascistas del siglo pasado, es aceptada y aupada por
los liberales en los parlamentos, en el que se vulneran descaradamente los
Derechos Humanos de la población migrante y musulmana; un territorio repleto de
periferias en las que las clases trabajadoras, el Pueblo Gitano, la gente
magrebí, negra; y las demás hijas y nietas de la migración postcolonial
sobreviven intentando romper, una y otra vez, los muros internos de las
metrópolis. No es momento de imitar a los conquistadores y a los genocidas. Es
momento de otras humanidades y de otros mundos, liberados del pesado fardo del
imperialismo y del neoliberalismo, también y muy especialmente del imperialismo
de rostro amable y palabras susurrantes. Porque, como nos deja claro el señor
Josep Borrell, el racismo no se cura viajando. Y mucho menos leyendo los libros
de Roca Barea.
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