PAÍS DE MIERDA
ATILIO BORON
La derecha siempre le temió al pueblo en las calles, a la comunión que se gesta y que hace que multitudes caigan en la cuenta de que pueden ser las dueñas de su destino
Uno de los argumentos más utilizados por la derecha para cimentar su dominación «con la solidez de las creencias populares», como recordaba Gramsci, es persuadir a la población de que la Argentina es un «país de mierda». Para los cultores de esta abyecta acusación, injusta por donde se la mire, la razón de fondo de tan desgraciada situación radicaría en que quienes constituimos esta Nación somos un «pueblo de mierda». Esto se insinúa y se dice a veces recurriendo a eufemismos, aunque en tiempos recientes el sicariato mediático y los políticos de la clase dominante lo hacen cada vez con menor disimulo.
Cabe preguntarse:
¿por qué están redoblando esta ofensiva contra la autoestima nacional? ¿Por qué
desearon tan ostensiblemente el fracaso de la selección nacional en Qatar, algo
visible hasta para un ciego y audible hasta para un sordo? Respuesta: porque
luego del fallido intento de magnicidio contra Cristina Fernández, el
monstruoso fallo de la Causa Vialidad y la condena de Cristina a la cárcel y la
proscripción de por vida y, poco después, la escandalosa irrupción del affaire
Lago Escondido y las revelaciones del chat de Telegram (donde un diputado
derechista anuncia con antelación el asesinato de Cristina), la peor noticia
para la derecha era una oleada de entusiasmo popular. La obtención de la Copa
del Mundo fue un cañonazo que sacó a las masas de su resignación y quietismo, y
todo eso ensombrece sus chances electorales para 2023.
Situaciones como
esta fueron caracterizadas por Gramsci como «momentos de vida intensamente
colectiva». Estas sacan al pueblo de la apatía que los opresores necesitan para
sus negocios y se convierten en semilleros de entusiasmo, alegría y también de
rebeldía. Son situaciones excepcionales en donde puede suceder algo
imprevisible y novedoso como, por ejemplo, producir en el seno de las masas una
súbita toma de conciencia de su fuerza y condensar –y eventualmente, resolver–
en una dirección inesperada el conflicto de clases.
Por eso la derecha
siempre le temió al pueblo en las calles, a la comunión que se gesta en
momentos como los que se vieron el pasado domingo en todo el país y que hace
que enormes multitudes caigan en la cuenta de que pueden ser las dueñas de su
destino. Por eso teme que este remezón de las conciencias haga que cale hondo
en la opinión pública la convicción de que «el sistema social prevaleciente en
el mundo moderno es –como genialmente lo advirtiera Tomás Moro hace 508 años–
una conspiración de los ricos para promover sus propios intereses bajo el
pretexto de organizar a la sociedad». (Utopía, Penguin Classics, p. 130.)
Nada podría ser más
acertado que esa breve sentencia de Moro para comprender la situación de
nuestro país, dado que estamos sometidos a una confabulación mafiosa en donde
las grandes fortunas han comprado o alquilado a jueces, fiscales, funcionarios,
periodistas, académicos y toda la fauna «bienpensante» para saquear al país y
sus habitantes, y acrecentar sus riquezas y privilegios hasta el infinito. Y
para caer en la cuenta que sus discursos «republicanos», exaltando el «orden
jurídico y el debido proceso», son burdas mentiras en las cuales ni ellos
mismos creen pese a lo cual son utilizadas para ocultar sus verdaderos
designios.
Los y las que sobran
Dado el
razonamiento anterior es evidente que los dominantes necesitan un pueblo sin la
menor autoestima, resignado, hundido en la tristeza y la impotencia, convencido
de que somos un desastre e, incluso, se ha dicho, un estorbo que impide la
prosperidad general. «A este país le sobran diez millones de habitantes», dijo
José Alfredo Martínez de Hoz cuando era el superministro de Economía de la
dictadura genocida. Los actuales herederos y apologistas de ese régimen
monstruoso, varios de los cuales deslizan a diario sus venenosas invectivas en
los «medios serios» que embrutecen al país, sin dudas dirían que hoy la
población sobrante se ha multiplicado por lo menos por dos. Junto a esa
descalificación global corre parejo el discurso de autoinculpación a los pobres
por su pobreza, otro tradicional recurso de la clase dominante para perpetuar
la sumisión y el fatalismo de las víctimas de su explotación.
Más allá de estas
consideraciones generales son numerosos los antecedentes históricos y actuales
que desmienten el discurso vilificador de la Argentina. En primer lugar, si el
país fuera tan desastroso como se dice no habría 2.212.879 inmigrantes (casi un
5% de la población de Argentina, según el último censo) que arribaron a
nuestras tierras en búsqueda de una vida mejor. Es el número más elevado entre
todos los países de Latinoamérica y el Caribe y basta conversar con los
estudiosos del tema y con los propios inmigrantes para saber las razones por
las cuales vinieron a este país: educación y salud públicas, seguridad social
(jubilaciones, pensiones, etcétera), derechos laborales, políticas sociales y,
como tantas y tantos me lo han dicho, un mejor futuro para sus hijos.
¿Puede ser que sean
todos unos estúpidos que eligen para acceder a una vida mejor emigrar a un
«país de mierda»? No es así: vienen porque en la Argentina todavía sobreviven
grandes conquistas sociales que ni remotamente existen en la mayoría de los
países de la región. Para concluir con este punto: si uno compara la Argentina
con EEUU, otro país con una fuerte inmigración, la evidencia histórica
comprueba irrefutablemente que Argentina, tan denostada por los mercenarios de
los medios, supo integrar un crisol de etnias, culturas y religiones mucho
mejor que EEUU.
Aquí no hubo guetos
de minorías como los que todavía hoy existen en las grandes ciudades
norteamericanas: una Little Italy por aquí, confrontada con una Little Ireland
por allá, o con el gueto polaco, el Harlem Latino, con las black communities o
el barrio chino; tampoco se han visto carteles que digan «queremos solo
inquilinos blancos en nuestra comunidad blanca» y otras lindezas por el estilo.
La segregación ecológica de las poblaciones inmigrantes ha sido y es una peste
muy extendida en EEUU que no hemos conocido sino en una forma muy atenuada en
la Argentina en las primeras décadas del siglo XX.
Los comunicadores
sociales contratados para desacreditar a este país prefieren ignorar este dato.
También ocultan que su admirado EEUU es el país con el mayor número de tiroteos
masivos del mundo, donde es frecuente que un desquiciado entre a una escuela,
una tienda o una iglesia y dispare a mansalva dejando un tendal de víctimas.
Según el 'Gun Violence Archive' este año finalizará con 675 muertos como
producto de esa nefasta tradición, algo que hasta ahora no hemos conocido en la
Argentina.
Derechos sociales
En segundo lugar,
miremos algunas cuestiones sociales que atraen a muchos inmigrantes. En EEUU no
existe el aguinaldo, o decimotercer sueldo; en la Argentina sí, y este no es un
dato menor. A diferencia de lo que ocurre en nuestra tierra, en el país del
norte no hay licencia paga por maternidad: en el mejor de los casos se concede
a la trabajadora un permiso de 12 semanas si es que está empleada en una
empresa con un mínimo de 50 trabajadores. Se le conserva su puesto, pero no se
le paga ni un centavo. Y si trabaja en una empresa más pequeña este derecho no
existe. En la tan denostada Argentina la licencia por maternidad es
obligatoria, tiene una duración de 90 días y la trabajadora continúa recibiendo
su sueldo completo. No solo eso: en la Argentina existe desde 1945 el derecho a
vacaciones pagas, establecidas por Juan Domingo Perón mediante un decreto
cuando era secretario de Trabajo y Previsión; en EEUU, en cambio, las
vacaciones pagadas por el empleador no existen.
En fin, podríamos
seguir con múltiples ejemplos que sin negar que la Argentina es un país que
enfrenta graves problemas económicos, sociales (entre ellos pobreza e
inequidades varias) e institucionales –causados, precisamente, por los grupos
económicos cuyos voceros se empeñan en vilipendiarla–, debe también reconocerse
que hay ciertos rasgos dignos de elogio. Por ejemplo, su vigorosa vida
cultural, y no solo en Buenos Aires.
Pero tomemos el
caso de esta ciudad: 20,1 librerías por cada 100.000 habitantes, superando a
Barcelona (19,8) y a Madrid (15,7) y duplicando los guarismos de Nueva York
(9,4). Además tiene en el Teatro Colón a uno de los diez más importantes del
mundo y la cantidad de obras teatrales estrenadas por año solo es comparable
con las cifras de Londres, París o Nueva York. Aparte, tres premios Nobel de
ciencias son de este país: Houssay, Leloir y Milstein, contra uno de España,
Portugal, Venezuela y México, y dos premios Nobel de la Paz, todos egresados de
la universidad pública. Por último, pese a la crónica crisis de financiamiento
nuestras universidades son elegidas por 89.000 estudiantes extranjeros (21% de
los cuales procedentes de Europa y América del Norte) que acuden a este país
para recibir una enseñanza gratuita y de calidad. Para no contar con el hecho
de que la Universidad de Buenos Aires ocupa el puesto 67 entre las 100 mejores
universidades de todo el mundo.
En fin, la
Argentina está lejos de ser un país perfecto (a ver, sociólogos, politólogos,
perio-mercenarios: ¿cuál sería ese país, por favor?), pero decir que este es
«un país de mierda» solo refleja la cualidad de nuestros grupos dirigentes y
sus voceros que, desde los medios, propalan estas infamias. Tengo para mí la
convicción de que el imaginario colectivo está reaccionando en contra de ese discurso
de la resignación y la derrota. Los enormes festejos por la obtención de la
Copa del Mundo podrían llegar a ser un parteaguas en la historia del imaginario
popular argentino.
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