CANARIAS:
EL INCIERTO FUTURO DE UNA DEPENDENCIA ALIMENTARIA SUICIDA
POR CANARIAS SEMANAL
La gravedad del escenario que se está configurando alrededor
de Canarias es tal, que se multiplican los potenciales conflictos que podrían
poner en peligro el actual estatus
En el año 2012, cuando aún estaban muy presentes los efectos del crisis económica iniciada en 2008, publicábamos en Canarias Semanal un artículo en el que alertábamos del gravísimo riesgo que suponía para el Archipiélago el desarrollo de una dependencia alimentaria que se traducía en la importación de más del 90% de los alimentos de consumo básico que la población requiere para su subsistencia diaria.
La reflexión que entonces proponíamos sobre la catástrofe social que se
podría producir en las islas “si cualquier tipo de acontecimiento
externo paralizase los suministros que impiden que muramos de hambre” cobraría
posteriormente aún más sentido con el estallido de la pandemia del
coronavirus, que evidenció la fragilidad del “monocultivo” del
Turismo.
Es hoy, sin embargo, cuando la creciente inestabilidad política
que se está generando en el Norte de África, con el propio Gobierno
español como importante factor desestabilizador, pone
de manifiesto que un escenario de desabastecimiento generalizado del
Archipiélago no se puede considerar tan solo como una fantasiosa
distopía, sino que se dibuja como una posibilidad real que, sin
embargo, está pasando desapercibida.
En un somero y apretadísimo resumen, la región en la que se encuentra
ubicada Canarias está sometida en este momento a una
guerra silenciada entre el pueblo saharaui y Marruecos; un
incremento de las hostilidades entre el propio reino alauita -apoyado
por EE.UU. e Israel – y Argelia, gran potencia militar de
la zona que, a su vez, cuenta con el apoyo de Rusia y acaba de
romper su tratado de amistad con el Estado español en
respuesta a la entrega del Sáhara perpetrada por el Gobierno
de Pedro Sánchez; una disputa entre potencias por el control
del Sahel, con Rusia y Francia como principales
protagonistas y, como “gran colofón”, a los planes para instalar
una base militar de la OTAN en el Archipiélago, en el marco de esta disputa
geopolítica por el control del Continente, que convertiría a las islas
en un blanco militar directo. La gravedad del escenario que se
está configurando es tal, que se multiplican los potenciales conflictos que
podrían afectar al normal arribo de las importaciones a los puertos
canarios o encarecer estas importaciones hasta el punto de provocar una crisis
sin precedentes.
El artículo que ahora recuperamos, con este motivo, es una
aproximación inicial y somera a un tema particularmente complejo
-con diversas aristas económicas, sociales y políticas
interrelacionadas– que tan solo apunta, sin desarrollarlo, el problema
de la superpoblación del Archipiélago, reconocido recientemente por
el propio Ejecutivo autonómico. En Canarias han
pasado de residir algo más de 300.000 personas a principios del siglo
XX a más de 2,2 millones en la actualidad lo que, unido al efecto
sobre nuestros recursos escasos de los más de 10 millones de turistas (*)
que visitan las Islas cada año, convierte en un objetivo
prácticamente inalcanzable, sin cuestionar las bases mismas de nuestra
sociedad, la superación de la dependencia alimentaria, o energética,
del Archipiélago. Pese al carácter de mero esbozo introductorio del
presente texto, la importancia de situar en la “agenda” un
tema tan esencial para nuestra propia supervivencia justifica su nueva
publicación con el propósito, esperemos que no infructuoso, de propiciar
el debate colectivo.
CANARIAS ANTE EL RETO DRAMÁTICO DE UNA DEPENDENCIA
SUICIDA
(Publicado originalmente en noviembre de 2012)
Canarias importa el 92% de los alimentos de consumo básico que
la población requiere para su subsistencia diaria. Este preocupante dato era
recordado esta misma semana por la prensa local. Y, como sucede cada cierto
tiempo sin que ello tenga ninguna consecuencia práctica, no han faltado las
voces de algunos políticos institucionales sobre el enorme peligro que esta
dependencia alimentaria supone para las Islas.
El consejero insular de Agricultura, Ganadería y Pesca del Cabildo
de Tenerife, José Joaquín Bethencourt, por ejemplo,
calificó este riesgo como absolutamente “suicida”. Mientras,
medios que hasta hace bien poco ridiculizaban a quienes se atrevían a alertar
sobre los catastróficos efectos que una situación de
desabastecimiento provocaría en el Archipiélago descubrían,
repentinamente, esta amenaza.
La dependencia alimentaria de Canarias, sin embargo, está
lejos de ser un hecho novedoso y, en términos porcentuales, se sitúa en
torno al 90% desde hace años.
A nivel internacional, esta realidad es resultado de la imposición
de un modelo agroalimentario exportador controlado por un pequeño
puñado de multinacionales que dominan el comercio de granos y
la producción y distribución de semillas, herbicidas y fertilizantes y
destruyen inmisericordemente las economías y los ecosistemas locales para
garantizar su propia expansión.
La situación particular del Archipiélago Canario, no obstante, es
también responsabilidad de la casta política que, en
representación de una burguesía local que ha sobrevivido
históricamente como agente comisionista de actores económicos
foráneos, terminó por imponer en las islas un monocultivo turístico
insostenible y especialmente depredador. Y que, pese a legitimarse
ante la población por su supuesta defensa de la canariedad, estrangula
la producción autóctona y subvenciona el negocio de la importación.
EL VERDADERO SENTIDO DE LA SOBERANÍA ALIMENTARIA. MÁS
ALLÁ DE LOS HUERTOS URBANOS
Con el estallido de la crisis económica se ha producido un
aumento sustancial de la conciencia ciudadana en torno a la debacle que
se produciría en las Islas si cualquier tipo de acontecimiento
externo paralizase los suministros que impiden que muramos
de hambre. Así como sobre el efecto igualmente crítico que tendrá
en Canarias el incremento de los precios de todos los
productos importados como consecuencia del inminente cénit de
la producción mundial de petróleo y gas natural, que repercutirá en
los costes de transporte de mercancías.
Paralelamente, un concepto acuñado en los países superexplotados de
la periferia capitalista, la “soberanía alimentaria”, comenzaba
a hacerse común en el discurso de diversas organizaciones ecologistas y
sociales de las Islas. La soberanía alimentaria, que
incide en la necesidad de priorizar la producción para el consumo
doméstico, es la forma en la que a partir de la última década
del pasado siglo XX se manifestó la vieja reclamación de los
pueblos de poder controlar sus recursos naturales y definir políticas agrícolas
y pesqueras que garanticen su supervivencia y
sean ecológicamente sostenibles.
En ese contexto histórico, la reivindicación de la “soberanía
alimentaria” surgió como reacción a los devastadores
efectos provocados en la mayor parte del planeta por el modelo
agrícola industrial potenciado por la FAO. En plena fiebre
neoliberal, las empresas transnacionales del sector
y las grandes potencias que las respaldan lograron imponer
la apertura de los mercados de los países del Tercer Mundo,
para inundarlos más tarde con sus productos
subvencionados. Al tiempo, utilizaron organizaciones como el FMI,
el BM y la Organización Mundial del Comercio para conminar a estos
países a reconvertir sus tierras de cultivo dedicándolas a la
agricultura industrial de exportación. Como consecuencia de ello, millones
de personas se vieron obligadas a dejar el campo, sumándose al
resto de excluidos que malviven en las ‘villas miseria’ de las grandes
urbes de las naciones subdesarrolladas por éstas y otras políticas
neocoloniales.
En estos países, por tanto, el reclamo de esa parcela básica de
soberanía ha estado asociado a la lucha tradicional por la
reforma agraria y la reapropiación de las riquezas naturales por parte
de las comunidades. En su trasvase a los naciones del llamado Primer
Mundo, sin embargo, el concepto de soberanía alimentaria se
ha desprovisto, en la mayoría de los casos, de este contenido
político revolucionario, dando lugar a una práctica
perfectamente asumible por el sistema e incapaz de responder a las
propias expectativas que genera. Lejos de organizarse políticamente con
la finalidad de conquistar una redistribución justa de la tierra o el
agua, lo que implica necesariamente enfrentar a los poderes
económicos dominantes y el Estado que los ampara, los defensores
occidentales de la soberanía alimentaria suelen centrar sus esfuerzos en el
aprovechamiento de los espacios residuales aún no conquistados por el
mercado capitalista. La expresión más conocida de esta práctica es el
desarrollo de los llamados huertos urbanos en sus diversas
modalidades. Experiencias que, aun pudiendo proporcionar una salida existencial
a grupos reducidos y mostrar que otro tipo de agricultura es posible, dejan
intacto el problema esencial.
¿Cómo podría siquiera aspirarse a una soberanía alimentaria en
sociedades como la canaria, con más de 2 millones de habitantes, sin
poner a disposición de la colectividad las grandes extensiones de tierra
dedicadas al negocio de la exportación o la construcción descontrolada?
¿TOMAR “LAS SOBRAS” O RECLAMAR LAS
RIQUEZAS COLECTIVAS?
Canarias, con un modelo económico
del pelotazo construido a partir de los años 70 sobre los pies
de barro del ladrillo y el turismo -controlado por un puñado de turoperadores
foráneos-, solo tiene cultivada actualmente el 10% de su superficie
total. Y tomando como referencia solo la superficie agraria
útil en la actualidad, unas 130.000 hectáreas, un
60% de ese suelo cultivable se encuentra sin uso. La agricultura
y ganadería de supervivencia, que durante siglos fue una válvula de
escape para paliar la secular miseria de la población isleña cuando
ésta se encontraba más adaptada a las dimensiones y los recursos
potenciales del Archipiélago, ha sido prácticamente finiquitada. Y
la superpoblación, junto a la propia actividad del
turismo de masas, multiplican exponencialmente la demanda de
estos recursos y la tensión a la que se somete a unos ecosistemas frágiles y ya
ampliamente degradados.
A estos factores estructurales, que complican hasta
límites no suficientemente ponderados el sostenimiento de esta actividad
económica, cabe sumar el maltrato sistemático del gobierno regional a
los agricultores y ganaderos que aún producen para el consumo
interno, denunciado recurrentemente por sus portavoces y asociaciones.
El Gobierno regional no sólo no les ofrece el apoyo
necesario para continuar desarrollando su actividad productiva, sino que atenta
contra su subsistencia subvencionando las importaciones de productos que
ellos podrían proporcionar a los mercados del Archipiélago. Entre
los beneficiarios de este modelo –sostenido hasta el momento
gracias a las ya menguantes subvenciones de la UE – se encuentran
también los grandes propietarios de terrenos dedicados a cultivos de
exportación como el plátano o el tomate. Dos producciones que
ejemplifican a la perfección, al igual que el monocultivo turístico,
el tipo de economía impuesto en las Islas por intereses extranjeros y ajenos a
las necesidades básicas del pueblo canario.
Se trata, en su conjunto, de un conglomerado económico que
concentra en manos de una pequeña minoría la mayor parte de los
recursos del Archipiélago y aquellos que llegan desde el
exterior. Una realidad que convierte en una pura quimera cualquier reclamación
de soberanía alimentaria no integrada en un proyecto político que reclame
también la propiedad colectiva de las riquezas básicas de Canarias.
Avanzar hacia ese objetivo, desde luego, requeriría desarrollar un nivel de organización
popular a años luz del que actualmente existe en las Islas. Pero es,
pese a su innegable dificultad, el gran reto que hoy se presenta como
ineludible para superar no sólo la dependencia alimentaria sino una
situación de emergencia social sin salida dentro del sistema capitalista y
a la que, en consecuencia, no pueden dar respuesta ninguna de las fuerzas
políticas integradas en el arco parlamentario. En eso consiste, en definitiva,
la secular lucha de los pueblos por conquistar su soberanía.
(*) Canarias ocupa el 6º lugar del mundo en el índice de intensidad
turística. El gráfico adjunto muestra la evolución de los millones de turistas
que visitaron el Archipiélago cada año entre 2010 y 2021, con la caída crítica
provocada por la pandemia del coronavirus en los años 2020 y 2021.
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