¿Y SI EL PARAÍSO FUERA SIMPLEMENTE UN MUNDO SIN HAMBRE?
DR.
ISMAEL BLANCO
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! ¡Todos
hipócritas! ¡Por qué cerráis el reino de los cielos a los hombres! ¡De modo que
ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a otros! ¡Guías ciegos! ¡Coláis el
mosquito y os tragáis el camello! ¡Os inclináis ante la letra de la ley y
violáis el corazón mismo de la ley! ¡Justicia! ¡Misericordia! ¡Buena Fe! ¡Sois
como sepulcros blanqueados! ¡Por fuera lucen hermosos enterrados pero por
dentro lleno de huesos muertos y toda inmundicia!”(Jesús denuncia a los
fariseos. Mateo 23. La Biblia)
Cuando
me propuse escribir este artículo era consciente de que no me resultaría
sencillo poder trasmitir mi optimismo personal en el futuro de la Humanidad sin
que pareciera mero voluntarismo. Cuando comienzo a realizar un recorrido en
algunas cifras de la economía mundial y me detengo en particular a analizar las
cifras de cómo vivimos los humanos en el planeta, lo primero que siento es una
profunda indignación.
No
resulta posible comprender que en el estado actual del desarrollo tecnológico,
el avance científico en todas las áreas del conocimiento incluido el relativo a
la producción de alimentos, debamos aceptar que en nuestro planeta cada cinco
segundos un niño menor de 10 años muera por falta de alimento.
Digo,
por si acaso, que lo que escribo no es por poseer algún tipo de predilección
por lo oscuro o lo autoflagelante. También digo que cuando a una sociedad le va
bien en la resolución de sus necesidades básicas, sus prioridades son otras y
de esa forma surge la necesidad de luchar por una agenda que incluya el aborto,
la diversidad, el matrimonio igualitario, la regulación de las drogas, entre
otros. Con esto no menosprecio ni planteo desdén alguno, digo nomás que si hay
hambre, desnutrición, guerra y opresión, como dice el tango, el resto es “puro
cuento”.
Y
voy a más: si lo básico, si no está resuelto lo que al género humano lo hace
digno, lo que quiera definirse o autoproclamarse “democracia”, también es “puro
cuento”.
Múltiples
son los factores que originan el hambre: un sistema económico y social basado
en políticas comerciales abusivas e injustas, las guerras, la falta de agua,
los desastres naturales, discriminación hacia los niños y la mujer o las
pandemias. Unas y otras causas se entrelazan y generalmente unas son
consecuencias de otras y frecuentemente se dan varias simultáneamente.
Ahora
bien, el capitalismo con sus políticas económicas y sociales a rajatabla, el
que propone la derecha en su expresión más neoliberal, el que se impulsa desde
los centros del poder mundial, el que impone sus objetivos si es necesario a
través de las políticas belicistas y de ocupación de países… no es la esperanza
de la Humanidad. Y no lo es aun cuando no pueda plantearme otra alternativa al
mismo. No lo es porque simplemente en un mundo así como está planteado, la
humanidad toda está condenada a desaparecer; las reglas actuales nos condenan
sin necesidad de plantearse siquiera la hipótesis del conflicto bélico atómico.
Sólo
quisiera resaltar algunas cifras: 870 millones de personas no comen lo
suficiente. El hambre es el mayor riesgo para la salud del mundo; mueren más
personas por esta causa que por el sida, la malaria y la tuberculosis juntas.
Un tercio de todas las muertes de niños menores de 5 años en los países del
Tercer Mundo están ligadas a la desnutrición. La hambruna estructural
fundamentalmente ubicada en Asia y África, entre otras terribles afecciones
aqueja a centenares de miles de niños que se vuelven ciegos por falta de
vitamina A. Quinientas mil mujeres africanas mueren al año por parto ya que sus
cuerpos no resisten una mínima infección. O de una enfermedad de “extraño”
nombre: Kwashiorkor, que es la desnutrición lenta del cuerpo, especialmente en
los niños cuyo desarrollo se paraliza, el pelo se torna rojizo hasta caerse, se
hincha o abomba el vientre, los dientes se desencajan y se caen. Esos niños van
muriendo lentamente.
Lo
absurdo, lo escandalosamente irracional es que la tecnología alcanzada en estos
tiempos nos permitiría alimentar al doble de la población mundial actual sin
problemas.
De
nada sirve reivindicar en el discurso “el derecho a la vida como un derecho
humano supra constitucional, inherente a la calidad de persona”, si se reduce a
un mero enunciado. La afirmación abstracta es inmoral, pura teoría. La realidad
muestra otra cosa y es que el amparo a este derecho inalienable a la vida no
existe en términos reales porque no hay una justa distribución de los recursos
alimentarios.
Puedo
sentir y entender la profundidad del pensamiento de Albert Camus cuando dice:
“…el mundo en que vivo me repugna, pero me siento solidario con los hombres que
sufren en él…”. Esta expresión brutal es a la vez un grito desgarrador. Y el
planteo sigue siendo el mismo: ¿es posible un mundo mejor?
A
mi entender, las transformaciones no sucederán por sí solas, ni habrá ni
existirá repentinamente una conciencia mundial que haga que los mercados
compuestos por bancos de inversión, compañías de seguros y fundamentalmente
fondos especulativos se tornen solidarios con los “olvidados de la Tierra”. La
“esencia del mal” está allí y en la preeminencia ideológica por la cual se
fundamentan. De pronto las derrotas históricas en la acumulación de un
pensamiento solidario, liberador y humanista perdieron terreno frente al auge
del consumo y el individualismo.
El
capitalismo no es ni más humano ni más justo que un planteo teórico de la idea
socialista; simplemente la idea capitalista es más parecida a la naturaleza más
básica e instintiva de los humanos, aunque nos duela admitirlo.
Hoy
las voces contra las injusticias del libre mercado se alzan con poder desde un
líder no marxista, el Papa Francisco: “Como consecuencia de esta situación,
grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin
horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de
consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del
«descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de
la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda
afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues
ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está
fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».”
Evangellii Gaudium.
“El
asalto al cielo”, “la toma del poder inmediato”, “el romper con los puños las
cadenas” son las hermosas imágenes a las que no renunciamos. Tan bellas como la
de Jesús expulsando a los mercaderes del templo.
Nadie
podría racionalmente explicarnos cuál es la razón por la que 870 millones de
personas padecen hambre cuando en el mundo se desperdician 1.300 millones de
toneladas de alimentos al año, como lo denuncia el informe de la FAO emitido en
el mes de setiembre del 2013. El desperdicio de alimentos, además del gran
coste económico, causa “un grave daño a los recursos naturales de los que la
humanidad depende para alimentarse”.
El
documento de la FAO indica desde una óptica medioambiental que “las
consecuencias económicas directas del desperdicio de alimentos (sin contar
pescado y mariscos) alcanzan la cantidad de 750.000 millones de dólares”.
Establece que “los alimentos que se producen pero luego no se comen, consumen
un volumen de agua equivalente al caudal anual del río Volga y son responsables
de añadir 3.300 millones de toneladas de gases de efecto invernadero a la
atmósfera del planeta.”
Jean
Ziegler, quien fuera relator especial de la ONU para el Derecho a Alimentación
y actualmente vicepresidente del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos
de Naciones Unidas, nos dice: “Un niño que es subalimentado durante meses está
«condenado de por vida», aunque su situación social mejore con los años, a no
desarrollarse de forma correcta, porque es la infancia «el periodo en el que
las neuronas se desarrollan y necesitan mayor cantidad de nutrientes»”. Y nos
alerta de que “el hambre hace imposible la construcción de una sociedad pacificada”.
Entonces
en el contexto que se plantea: ¿es necesario multiplicar el pan y los peces
como lo hizo Jesús para alimentar a sus fieles? ¿O lo que hay que hacer es
acabar con la especulación de los mercados bursátiles donde el precio de los
alimentos cotiza tal como si fuera un metal precioso, una acción societaria o
el valor de una fuerte moneda?
Las
injustas reglas son milenarias pero el concepto de justicia social hoy se
impone en las ideas de la Humanidad. ¿Entonces, qué debemos cambiar si el problema
está en la base del sistema especulativo el cual se basa en un consenso tal que
todos entienden que es libre y es democrático, pero cuyo resultado es injusto y
por tanto antidemocrático? ¿Qué debemos hacer? ¿Por dónde empezar? ¿Por qué no
bastan los buenos argumentos?
Queda
de manifiesto que los cambios que deben llegar sólo serán de la buena política,
y que la economía y sus reglas estén por tanto al servicio de la misma. Pero la
buena política proviene de la acción de los ciudadanos, de su conciencia sobre
el mundo en que vivimos, de la promoción de los valores de solidaridad y
fraternidad. Acaso esta acción no logró frenar guerras fratricidas o provocó la
caída de los regímenes del apartheid o del racismo norteamericano. Por supuesto
que el camino es largo, áspero y sinuoso. Para la Humanidad tampoco hay caminos
“cortos”.
“Creo
que la verdad desarmada y el amor incondicional tendrán la última palabra en la
realidad. Por eso creo que el bien, temporalmente derrotado, es más fuerte que
la maldad triunfante”.
(Martin
Luther King, discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz, 10 de diciembre
de 1964).
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