EL ABISMO DEL OLVIDO DE LA III REPÚBLICA
JUAN CARLOS MONEDERO
Portada del libro 'El abismo del
olvido'.
Si
las películas del Oeste son el imaginario de construcción de los Estados
Unidos, con sus mentiras de indios salvajes, blancos emprendedores, negros
ausentes e individualismo armado, la producción cultural de la II
República, de su traición y su derrota y, sobre todo, de su
"superación" que, por fin, habría roto un maleficio secular,
forman parte esencial del imaginario actual de la democracia española.
Es un imaginario de dolor y tristeza que, en el fondo, nos construye dolientes, derrotados y víctimas. Ese destrozo del periodo más fértil de la historia de España, de la edad de plata de la literatura, de la superación del atraso histórico, deja de ser abono para el cambio y se queda en una suerte de parque temático desactivado de cualquier potencia transformadora. Algo habrán hecho bien las élites cuando una figura torcida y banal como Juan Carlos I puede competir con el heroísmo, la calidad y la grandeza de la II República.
El canon cultural de cada país marca la manera en que sus ciudadanos se
enfrentan a su propia historia, cómo la hacen y cómo la sufren. En
el canon de México, construido a partir de los años
cincuenta del siglo pasado, entre otros, por Samuel Ramos y Octavio Paz, se
retrata a los mexicanos como gente reservada y a la defensiva, "ladrones,
violentos, alcohólicos, corruptos", un pueblo indolente, condenado por la
conquista a aceptar su fracaso y, por tanto, a sufrir, aguantar, disimular y
engañar, y por eso su amor por las máscaras, la lucha libre, el silencio macho
desafiante.
Es
una imagen que impedía al pueblo mexicano,
percibido a sí mismo como condenado por una maldición histórica,
levantarse contra los gobiernos del PRI, y servía como un antídoto ante
cualquier pretensión, ya no evolucionaria, sino simplemente transformadora. Esa
imagen, que reflejaba un sujeto derrotado, ajeno a la victoria, la construía el
PRI para condenar cualquier cambio, como una forma de control, y hacía de la
derrota el lugar común de la historia del país. Ser mexicano se reducía al reto
del picante, los males de amor, la violencia absurda, la reserva, la "lejanía de sí mismos" que dejaba a las
élites las decisiones que no podía tomar un pueblo educado en la derrota
(Fabrizio Mejía sobre los mexicanos, en SinEmbargo).
En
España, el canon cultural de la Transición fue, al contrario, el de los derrotados que regresaban victoriosos. Alberti, Lorca,
Machado, Miguel Hernández, Cernuda, Buero Vallejo, Sastre, León Felipe, María
Zambrano y tantos otros y otras salían de sus tumbas para ganar
el espacio que les negó el franquismo. Frente al canon de la España
eterna, surgía otro que reclamaba las virtudes de la revuelta, de la
desobediencia a la fatalidad histórica, de la república como un régimen
contrario a esa España de reyes idiotizados y ladrones, de obispos rijosos y
orondos, de espadones analfabetos y violentos y de caciques ladrones e hijos
disolutos. Era una resurrección del teatro popular, de los poemas cantados por
Paco Ibáñez y Serrat, de un cine cargado de memoria que se oponía a la verdad
oficial y sus silencios.
Por
eso, los herederos del régimen pusieron tanto empeño en potenciar el destape (a ver si un par de
tetas distraían de las manifestaciones), en distribuir droga en las
ciudades más conflictivas o en impulsar lo que se llamó "la movida madrileña", un elenco
frívolo que, mientras que Lluis Llach cantaba L’estaca ("Si
tu l'estires fort per aquí/ I jo l'estiro fort per allá/ Segur que tomba/
Tomba, tomba/ I ens podrem alliberar), lo que proponía era "Muevo la
pierna, muevo el pie. Muevo la tibia y el peroné". Lluis Lach terminó en el independentismo catalán y Alaska y los
Pegamoides apoyando a Isabel Díaz Ayuso en su oferta mentirosa
de "comunismo o libertad" que hoy sabemos que es "comunismo o
robo a través de comisiones y ayudas a empresas privadas".
Sin
embargo, ese canon se ha ido debilitando, convirtiéndolo en un parque temático
inocuo. Igual que la derecha mundial se apropió de Nelson
Mandela cercenando de su biografía su condición de comunista
alzado en armas contra el apartheid en
Sudáfrica, José María Aznar podía reclamar a un Azaña centrista o
los herederos de quienes asesinaron a Lorca "por rojo y maricón"
ensalzaban al poeta granadino amputado de su condición de republicano
comprometido con el Frente Popular. Gil de Biedma escribía
sancionando estéticamente esa resignación:
De todas las historias de la Historia
la más triste sin duda es
la de España,
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
quisiera terminar con esa historia
de ese país de todos los demonios.
En
1977, cuando aceptan Santiago Carrillo y la ejecutiva del Partido
Comunista de España la bandera roja y amarilla, la tricolor era un
referente de la España que pudo ser y a la que no la dejaron. El acuerdo de la Transición aceptó al rey Juan Carlos (su
nombre está escrito en la Constitución Española del 78, es decir, la ley de
leyes española tiene incorporado el nombre de una persona que se aprovechó de
su condición para robar a la España que le acogió), y también
aceptó la bandera monárquica, recuperada por Franco después del
golpe de 1936, apenas con el añadido de quitarle el aguilucho y ponerle un
escudo diferente. Los símbolos no son menores en política. La hermosa bandera tricolor, ¿acercaba más el pasado o el futuro? Y
la bandera roja y amarilla, ¿tenía más que ver con el pasado o con el porvenir?
Si los españoles identificaban a la república con la guerra, muchos, ante la
pregunta de si "monarquía o república" iban a preferir la monarquía.
Por eso, la discusión es más virtuosa cuando se contraponen
"monarquía o democracia". Hay un abismo del olvido de la
III República en la mirada nostálgica de la segunda.
En la historia de España, mientras las
élites han sido monárquicas, militaristas, bipartidistas, centralistas,
partidarias de la unión de la Iglesia y el Estado y articuladas en torno a un
capitalismo clientelar, caciquil y cortesano, el progresismo ha sido
republicano, pacifista, democrático, federal, laico y socialista, comunista o
anarquista. Mientras que la bandera roja y amarilla ha representado y
representa a la España de charanga, pandereta, crucifijo, espadón y señorito,
la tricolor ha sido parcialmente hurtada y se la ve más como una cosa del
pasado que del futuro. La tricolor, la bandera más hermosa de la historia de
España, habla más de la II República que de la Tercera. En el nuevo canon, la
continuidad entre la II República y la Tercera parece construido por los
monárquicos.
En El abismo del olvido, obra inmensa de Paco Roca y Rodrigo Terrasa, se
cuenta el dolor de los familiares de los republicanos asesinados por el
franquismo, gente buena que solo quería recuperar los
cuerpos de los suyos y darles digna sepultura. Como en una
venganza griega, los católicos franquistas les negaron un entierro digno a
decenas de miles de personas culpables tan solo de haberse puesto al lado de la
Constitución republicana de 1931. Las exhumaciones, realizadas por los
familiares, comenzaron con la Transición, pero el golpe del 23 de febrero de
1981 las paralizó. No es un anécdota que más de 100.000 sigan siendo a día de
hoy desaparecidos. Son un recordatorio, como la bandera, de aquello que dijo Fernández Miranda en el funeral de Carrero
Blanco: "Hemos olvidado la guerra en el afán de construir la paz de los
españoles, pero no hemos olvidado ni olvidaremos nunca la victoria".
Cuando el jefe de la patronal, Antonio Garamendi, se atreve a planear la
voladura del Estado social haciendo pagar las cotizaciones empresariales a los
trabajadores, no está sino recordando que fue el fascismo el que ganó la guerra
civil y, por supuesto, también la Transición.
El
honor que debemos a la II República todos los demócratas, ¿se puede convertir
en un impulso para la III República en España? El canon republicano tiene que ser el de los
derrotados de 1936 tras tres años parándo los pies a los fascistas, no el de
unas víctimas a las que compadecer. A las víctimas se les llora y punto, mientras
que de los derrotados se recoge la bandera y se sigue su lucha. La II República
no es un campo temático de resignados y nostálgicos y mucho menos la frivolidad
que convierte ese esfuerzo en objetos de consumo (dando la razón a esa lectura
de la derecha de que la República fue un lugar de excesos e irresponsabilidad).
El recuerdo de la II República no puede ser el mito fundacional de una derrota
inevitable, la expresión de un fracaso absoluto marcado por un destino
inexorable. Muy al contrario, el homenaje a los héroes y heroínas de la II
República no puede ser sino el imperativo ético que manda recoger con fuerza el
impulso que nos ceden los que anticiparon nuestra indignación ante
las desigualdades. Un recuerdo que nos emplaza a hacer lo mismo
en nuestras actuales circunstancias. Memoria para transformar. Recuerdo hacia
delante. Hacer del 14 de abril una fecha de futuro.
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