PENSAR LA PAZ, VIVIR EN GUERRA
MARCOS ROITMAN ROSENMANN
Europa firmó su acta de defunción al supeditar su posición en el conflicto ruso-ucranio a la OTAN y EEUU
Los deseos de Immanuel Kant se han visto frustrados. Su propuesta de Paz perpetua, ensayo publicado en 1795, tuvo como base crear una constitución mundial fundada en el respeto a los tratados internacionales y la supresión de los ejércitos permanentes, bajo los principios de libertad, igualdad y justicia. La necesidad de respeto y la existencia de un político moral debían garantizar la paz,
“para obligar a los falsos
representantes de los poderosos de la Tierra a que confiesen que lo que ellos
defienden no es el derecho, sino la fuerza, cuyo tono y empaque adoptan como si
fueran ellos por sí mismos los que mandan; para acabar con todo esto, será
bueno descubrir el artificio con que engañan a los demás y se engañan a sí
mismos, y manifestar claramente cuál es el principio supremo sobre el que se
funda la idea de la paz perpetua. Vamos a demostrar que todos los obstáculos
que se oponen a la paz perpetua provienen de que el moralista político comienza
donde el político moral termina; el moralista político subordina los principios
al fin que se propone –como quien engancha los caballos detrás del coche– y,
por tanto, hace vanos e inútiles sus propósitos de conciliar la moral con la
política”.
Kant abogaba por una ciudadanía
mundial y, sobre todo, pensaba que “el derecho de los hombres ha de ser
mantenido como cosa sagrada, por muchos sacrificios que le cueste al poder
dominador. No caben aquí componendas; no cabe inventar un término medio entre
derecho y provecho, un derecho condicionado en la práctica. Toda la política
debe inclinarse ante el derecho…” Se equivocaba.
La Primera Guerra Mundial daba al
traste con las buenas intenciones de Kant. Oswald Spengler, filósofo e
historiador alemán, en las postrimerías de 1918, daba a luz una obra que
interpretaba el sentimiento de frustración de una élite política desmoralizada,
desorientada y sin confianza: la decadencia de occidente. La guerra total hizo
su aparición. Una sensación de fin de época. Fue la aniquilación de una forma
de vida: el ocaso de Occidente. En el siglo XXI, el pronóstico pesimista de
Spengler se confirma. Europa firmó su acta de defunción al supeditar su
posición en el conflicto ruso-ucranio a la OTAN. No tiene autoridad moral ni
políticos de altura a la hora de proponer una alternativa a la estrategia del
Pentágono y la Casa Blanca.
Por otro lado, el siglo XX fue de
muerte en los campos de batalla. La guerra, y no la paz, marcó su historia.
Conflictos interétnicos, contrarrevoluciones, invasiones, golpes de Estado han
dejado una huella imborrable. La crueldad y violencia se han multiplicado a
medida que el armamento se hace más sofisticado. La tecnología digital facilita
nuevas formas de muerte. Campos de concentración, muros de la vergüenza, fosas
comunes, cámaras de gas, métodos de tortura se han multiplicado a medida que el
capitalismo extiende sus fronteras. Asistimos a un mundo donde la guerra copa
todos los espacios de la vida cotidiana. Formas impensadas gracias a los
algoritmos, el 'Big Data' y las redes sociales.
La desinformación se traduce en
un bloqueo mental, anulando la capacidad de comprensión. La guerra neocortical
se expande a un ritmo vertiginoso. La frontera entre enemigo interno y exterior
pierde sentido. Cuerpo y mente, sicopolítica y biopolítica se unen; es la
eclosión de un nuevo orden mundial: un estado de guerra permanente.
El estado de guerra permanente no
deja lugar a la paz, todo es guerra. Se trata de la militarización de la
sociedad. Es lo militar lo que define la agenda. La seguridad, el control
social se enmarcan en las formas de defensa estratégica de seguridad nacional.
El protagonismo no está en el Congreso, ni en los tribunales de justicia, menos
aún en los gobiernos de turno. Ha sido transferido a los cuerpos de seguridad.
Son los servicios de contrainteligencia y la desinformación los nuevos
guardianes de un orden en el cual la guerra se erige como la fuente de
legitimidad para articular políticas, procesos de toma de decisiones y acotar
las defensas contra los grupos antisistema, las organizaciones populares y el
pensamiento crítico. Asistimos a la criminalización del pensamiento desde hace
décadas.
El conglomerado industrial
militar, tecnológico y financiero tiene que proteger sus inversiones; los
yacimientos de las tierras raras, el agua, los bosques, las selvas son su
capital. Debe adueñarse de la energía eólica y solar; las renovables entran en
juego. Son parte del botín de guerra. Su dominio resulta vital para la
sobrevivencia del capitalismo. Es el control del hambre, la sed, las emociones,
los sentimientos. Administrar el dolor, el miedo, el odio, el amor supone ganar
un plus. En un estado de guerra total no hay tregua. La paz se ha convertido en
lastre para el imperialismo, en todas sus formas y adjetivos. La guerra es el
estado en el cual se vive la política.
Eso sí, se avecina una guerra
limpia, transparente e indolora. Lentamente, su representación, ejércitos
desplegados, aviones bombardeando ciudades, carros de combate, enfrentamientos
cuerpo a cuerpo y muchos muertos civiles se reservarán para casos extremos. Un
arma de guerra necesaria cuando se trata de justificar una acción de castigo, bajo
el criterio de salvaguardar los intereses propios [de Occidente].
La paz ha muerto.
La Jornada
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