UN ARMA CARGADA DE FUTURO
Cualquier reforma
constitucional que renueve la legitimidad del texto tiene que basarse en
aquello que, como sociedad, queremos alcanzar. No se trata de mirar a las
instituciones sino a las personas, los derechos, los valores
JOAQUÍN URÍAS
En el santoral
laico del que nos hemos dotado, el seis de diciembre toca hablar de la
Constitución.
Los políticos escriben artículos –o tuits, que son más agradecidos– recordando lo buenísima que es o pidiendo reformarla. En las instituciones se pronuncian discursos que suenan demasiado a elogio fúnebre. Los jueces renuevan su lealtad a la Corona y los trotskistas celebran que fueron los primeros en oponerse al texto. Periodistas y ciudadanos de a pie eligen sus artículos favoritos. Los de izquierda, los que hablan de planificar la economía o supeditar la riqueza al bien común. Los de derechas, los de la bandera o el ejército. Los independentistas, por su parte, prefieren pasear el escudo franquista que adorna el ejemplar original de la Carta Magna.
En fin, en esta
especie de día de San Juan con forma de puente, la opinión pública se viste de
romería constitucional.
Entre las
propuestas y los análisis de este año destaca una, no por su calidad sino
porque ha sido publicitada a todo tren por el diario independiente de la mañana
y porque la firma un numeroso grupo de autodenominados jóvenes: profesores de
Derecho Constitucional. Su mérito más relevante es que invita a hablar de ella,
aunque sea para llamar la atención sobre su inconsistencia, que no es poco. Ni
poca.
Estos “jóvenes
constitucionalistas”, cercanos a la cuarentena, son en gran parte fruto de la
ANECA (Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación) y de un
sistema de promoción universitaria que ablanda las mentes críticas y actúa como
metadona para los adictos a la ambición académica. Ahora se descubren como
ciudadanos escasos de sensibilidad social y humanidad.
Su propuesta
descansa en una visión de la Constitución como documento técnico jurídico cuya
reforma debe dejarse en manos de profesionales (ellos mismos). Sugieren que
para adaptarla a los tiempos y asegurar su futuro basta hacer un puñado de
reformas técnicas que mejoren algunos articulitos, y pitando.
Así, lo primero que
piden –cómo no– es que su asignatura se enseñe en las escuelas. Eso e instaurar
una fiesta nacional constitucional. Luego, para resolver la cuestión
territorial proponen, con evidente ceguera centralista, clarificar el sistema
de competencias, poner coto al cupo vasco y establecer una obligación de
lealtad. Respecto a las instituciones se conforman con reforzar el papel de la
oposición y adecuar las campañas a la era digital. En la parte de derechos
fundamentales se limitarían a garantizar el derecho a la salud, mejorar la
protección de la intimidad frente a las amenazas digitales y prohibir la
clonación. Y con esto y poco más, ya estaría, dicen. Insisten, sobre todo, en
evitar cualquier contenido ideológico de la Constitución.
Políticamente la
propuesta es ridícula en lo que tiene de corta y pega del antiguo programa de
Ciudadanos, masivamente fracasado en las urnas. Rezuma también el clasismo de
los profesores que sueñan con meter en la Constitución las conclusiones de los
trabajitos científicos que han tenido que hacer para asegurarse una plaza en la
Universidad. Pero nada de esto nos impediría mirar con cierta benevolencia a
estos señores ya no tan jóvenes que piensan que la Constitución es suya porque
han estudiado.
Lo verdaderamente
inaceptable es que, detrás de todo esto, late un error terrible y extendido
sobre el concepto mismo de constitución que le quita todo sentido democrático.
Las constituciones
no son textos jurídicos formales creados para que alguien los estudie. Han de
ser primordialmente documentos políticos que sirvan como pacto social. Y los
pactos se aprueban por todas las partes. Cuando un petimetre (del francés,
petit maître, pequeño maestro) habla de evitar las reformas ideológicas está
negando la esencia y el valor de la constitución y la democracia.
Toda constitución es
ideología, en cuanto ofrece ideas y propuestas políticas de alcance a una
sociedad que mira al futuro. La de 1978 era claramente ideológica. Que se
alcanzaran acuerdos políticos consensuados no oculta que el éxito del texto en
su época fue su ideología antifranquista y la propuesta política de progreso
que trasladó a la sociedad. En 1978 la Constitución promete al pueblo un país
donde la religión va a estar separada del Estado, donde florecerán derechos
políticos prohibidos hasta ese momento y donde los territorios que integran
España iban a tener por fin un sistema de autogobierno. No soy capaz de
imaginar nada más ideológico que eso.
Ciertamente, el
camino seguido desde entonces asentó muchas de esas conquistas y otras muchas
las frustró. Pero, con sus limitaciones, inicialmente era un proyecto
entusiasta de mejora social. Nuestro actual problema constitucional no tiene
que ver con los detalles técnicos del viejo texto de 1978. Tiene que ver con
que ha perdido la capacidad de ilusionar a la ciudadanía y seguir mostrando un
ilusionante horizonte colectivo de progreso.
Nuestro actual
problema constitucional no tiene que ver con los detalles técnicos del viejo
texto de 1978. Tiene que ver con que ha perdido la capacidad de ilusionar a la
ciudadanía
Incluso si
aceptamos la tesis de que el modelo constitucional vigente puede ser válido
incluyendo algunas reformas, la actualización que necesita nuestra Carta Magna
pasa por volver a reflejar el futuro al que aspiramos. Por eso, estas
propuestas aristocráticas y conservadoras elaboradas mirando a la España de
hace 45 años son una mierda.
El desafío es crear
consensos cargados de esperanza. Y eso solo es posible desde la conciencia
social. Cualquier reforma constitucional que renueve la legitimidad del texto
tiene que basarse en aquello que, como sociedad, queremos alcanzar. No se trata
de mirar a las instituciones sino a las personas, los derechos, los valores.
Una pata de
cualquier reforma capaz de volver a legitimar nuestro maltrecho texto debe
estar, sin duda, en la protección de los colectivos vulnerables a través de la
igualdad. Una Constitución del siglo XXI tiene que reflejar el estallido
feminista, con toda su transversalidad y realzar el valor enorme de la
diversidad. En nuestro país hay suficiente consenso para introducir en el texto
el respeto a las orientaciones sexuales y a la diversidad racial y cultural,
valores esenciales de un país con futuro. El laicismo es otra forma de igualdad
sobre la que pueden crearse consensos, igual que los habría en aplicar la ley a
todos por igual, incluyendo al monarca.
La otra pata tienen
que ser los derechos sociales. La profundización del Estado social permite
hablar de convertir en fundamentales los derechos a la sanidad gratuita, las
pensiones, las prestaciones sociales, la vivienda... Una nueva tanda de
derechos que conviertan la Constitución otra vez en el instrumento de cambio
que fue cuando se aprobó.
Por más que algunos
jóvenes señoros se empeñen, la idea no es volver a 1978 y a una España gris y
meapilas, sino copiar las claves del relativo éxito de entonces.
Por supuesto que se
quedarán cosas fuera. Por supuesto que habrá que luchar por cada cambio y el
resultado incluirá visiones de todas las fuerzas democráticas. Pero el único
futuro de la Constitución es volver a ser lo que fue: un arma cargada de
futuro.
A ver si esta vez
lo hacemos mejor y conseguimos que las élites no le quiten al pueblo su
Constitución.
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