¿POR QUÉ ALGUNAS PERSONAS SOMOS COMUNISTAS?
Lo que
realmente nos hace ser es la relación. Solo se es humano en la medida en que
somos humanos con otros. Nuestra libertad no es una soberanía únicamente
limitada por la libertad de las otras y los otros sino que nuestra libertad
comienza cuando empieza la de los demás
POR MIGUEL ÁNGEL DOMENECHo
Cuando contemplamos nuestros proyectos de vida y queremos que esa vida haya de ser guiada rectamente con arreglo a la razón y al conocimiento nos encontramos necesariamente la pregunta de ¿por qué?. ¿Por qué optamos por ese camino que nos hemos dado? Todo asunto relevante para nuestro proyecto existencial se ve necesitado de su justificación racional desde la conciencia propia y ante los demás. Siempre hallamos en el camino a Tebas la esfinge que, como a Edipo, nos lanza la pregunta en que está en juego si no la vida del viajero al menos sí la racionalidad deliberada. Vida sin deliberación no merece la pena vivirse. Efectivamente, la esfinge nos retira la vida no solamente cuando no respondemos sino también cuando no la ponemos interrogándonos.
Entre las personas
comunistas se nos añade una exigencia suplementaria. A ese por qué soy no le
basta apelar únicamente a la conciencia y al fuero interno sino que necesita de
otra más amplia formulación ¿Por qué somos? A los y las comunistas no nos puede
satisfacer ni el interrogante dirigido a la conciencia individual ni la
respuesta del arbitrio personal o de una Razón trascendente, sino las razones
que nos damos y nos comunicamos unas personas a otras. Atendemos así al mundo
común que con ellas, las razones que se dan y se reciben, nos construimos a
nosotros mismos y al mundo humano que compartimos. Un mundo hecho de lenguaje
que quiere ser un hogar común. No pueden darse razones en soledad y el
conocimiento privado no es ninguna clase de conocimiento. De la misma manera no
se puede ser libre solo o sola. Las personas comunistas siempre hemos de ser un
nosotras. Lo que realmente nos hace ser es la relación. Solo se es humano en la
medida en que somos humanos con otros. Nuestra libertad no es una soberanía
únicamente limitada por la libertad de las otras y los otros sino que nuestra
libertad comienza cuando empieza la de los demás. No hay manera de plantearse
por qué soy sin decirlo, esto es, sin participarlo a las demás personas, de
manera que siempre desemboca en por qué somos. Un cogito plural nos dice un
Faktum no de Razón sino de razones, de hablas, y de espacios comunes donde ese
habla se da como proposición con la finalidad de ser escuchada y apelando al
asentimiento y la adhesión para que resulte un común. No es únicamente para los
comunistas el kantiano “cielo estrellado sobre mi cabeza” y “la conciencia
moral dentro de mí”. Ambas cosas, la moralidad y el conocimiento, están en el
nosotros/nosotras.
Esta larga
justificación del uso del plural en el titulo mismo de este artículo no ha sido
ociosa ya que nos sitúa en el contexto de reflexión del que partimos las
personas comunistas. Esta primera reflexión nos conduce a lo que es la
antropología comunista y que al mismo tiempo lo fue de la antigüedad ilustrada
clásica: solo en la polis se hace el ser humano bueno y feliz. Somos comunistas
porque creemos que solo devenimos humanos cuando estamos con otras personas
construyendo un mundo común.
En asuntos de
reflexión, la filología, como amante del logos, es decir de la palabra
comunicada, nos enseña la etimología del término comunismo. El término procede
de la raíz latina munus que se refiere a la vez a obligación, carga y a don,
regalo. El munus es un deber, una tarea. Por otro lado, significa una entrega,
un servicio. Sus derivaciones siguen enriqueciendo estos significados por
cuanto munere, es remunerar, premiar, retribuir y muneratio, generosidad. La
communio, ya muy cerca de la propia noción de comunista, es el hecho de
compartir esos deberes, dones y servicios mutuos. Communis es lo que pertenece
a todos y se construye compartiendo el deber con la entrega y labor de todos.
No muy lejos de esta construcción originada en el don está el mismo fonema de
moena: los muros, la muralla, lo que define la ciudad y la protege. Todo ello
evoca el significado de una alianza entre las instituciones morales del don y
de la cooperación en el deber que es propio de una universalidad del común sin
exclusiones ni exclusividades.
Las personas
comunistas somos de ese mundo moral y social. Nuestra sociedad no procede de
competencia, lucro y prerrogativa sino de mutuo compromiso y obligación
compartida y acordada. No es la ley del más fuerte sino la ley de todo el
mundo. Esto no quiere decir pacífico consenso, pues, en efecto, el eco de la
muralla, la moena, nos recuerda que a veces no es pacíficamente como se
construyen las ciudades y los lugares donde ha de habitar la comunidad deben de
tener en cuenta a los enemigos del común, los privilegiados.
Los y las
comunistas consideramos, por experiencia milenaria, que hay instituciones, como
la propiedad, cuyo ejercicio puede alcanzar formas y grados que entrañan
dominio de unos seres humanos sobre otros y que funcionan como explotación y
aprovechamiento de los que unos pocos se lucran a expensas de la servidumbre de
los otros. Siendo la única subordinación legitima sin sumisión aquella a los
que todos nos sometemos a nosotros mismos, esas formas de propiedad no pueden
quedar en manos privadas sino en las de todos porque se trata en realidad de un
gobierno y mando sobre las voluntades, obligación que solo es tal si proviene
de la voluntad general generada en asociación republicana del común. Esa propiedad,
susceptible de ser arma de dominación, no puede ser privada sino siempre
pública, de todos, sea cual sea la forma que haya adoptado y adoptará
circunstancial e históricamente: la tierra, los recursos naturales, la energía,
los medios de producción, el dinero y la deuda, el crédito y la finanza, etc.
Este criterio ha sido causa del terror que el comunismo ha despertado en los
propietarios explotadores hasta el punto que se nos identifica con intención
reductiva como enemigos de la propiedad privada libre. Propiedad y libertad
están relacionadas, en efecto, pero debe ser la libertad la que ordena la
propiedad y no a la inversa. En materia de orden, como en todo donde está en
juego las relaciones normativas, en nuestra Grándola comunista, es “el pueblo
el que más ordena”. Somos comunistas porque recuperamos para la propiedad su
condición de ejercicio en libertad y no su status de instrumento de dominación.
Como comunistas
juzgamos que el capitalismo no es otra cosa sino una descomunal organización
del egoísmo que toma como criterio de rango la capacidad para hacer dinero y
enriquecerse a toda costa incluyendo la explotación y aprovechamiento de los y
las semejantes y reduciendo las aspiraciones humanas a un homo economicus solo
atento a las más bajas pasiones del lucro y aprovechamiento de todo y de todos.
Precisamente nuestra experiencia de sufrimiento de la necesidad nos ha hecho
saber con orgullo altivo, la dignidad de nuestra humanidad en la construcción
autónoma de un mundo ético que dicta incluso desde lo que deba ser o no ser
necesario y productivo hasta lo que deba ser justo y bueno, en la cultura del
apoyo mutuo y el don. Esta vivencia nos enseña que nuestra identidad como
actores colectivos de nuestra emancipación no se agota en nuestra posición en las
relaciones de producción ni en una única o última instancia de la necesidad ni
de la producción ni de la reproducción, sino en el sentido y significado que
damos a nuestras vidas y de la propia creación de nuestro mundo común que se
construye como fuerza simbólica, cultural, moral y con el lenguaje. Con estas
armas, las personas comunistas hemos puesto la fuente de la moralidad no en la
necesidad sino en la libertad. Con estas armas los y las comunistas sabemos que
solo las personas desposeídas nos liberamos a nosotras mismas de todas las
necesidades y dominaciones impuestas por cielos, dioses, reyes, o tribunos
salvadores. Compartimos con la Ilustración el principio de que la humanidad
solo puede servirse de sí misma y que depende nada más que de sí… y nada menos.
En la propia
emancipación y la conciencia generada en el empeño por conseguirla nos
construimos como comunidad activa y política siendo esta labor constante e
inacabada. Sabemos que no es una labor de cumplimiento de un ideal a traer a
esta tierra sino a ir definiendo en la propia lucha de emancipación. Por eso,
las personas comunistas no tenemos ninguna anticipación doctrinaria o
fantasiosa de lo que deba hacerse. No porque haya un sentido necesario que haya
de cumplir la historia sino porque lo que haya de hacerse en cada momento es lo
que el pueblo acuerde. El gobierno que proponemos es el de que la voluntad
popular sea gobierno. El comunismo ha sido presentado por las oligarquías
dominantes como lo opuesto a democracia. Al contrario, queremos la
radicalización de la democracia. Solo tenemos por voluntad popular la
emancipada de toda dominación e intermediación previa a su expresión. Esta
voluntad común ha sido llamado “terror” por las oligarquías. No nos basta la
urna electoral que señale a quienes nos gobiernen, queremos más, queremos
gobernarnos. Al anticomunismo le aterra la democracia porque tiene la
potencialidad de emancipar al mismo tiempo que se practica.
Creemos, también
por habérsenos dado en la experiencia, que tal empeño no consiste en piadosos
deseos de transformación de las almas, sino que debe resolverse en un conflicto
siempre existente entre dominadores y dominados, entre pobres y ricos, estos
queriendo dominar, aquellos no ser dominados. La multitud desata su violencia
legítimamente para librarse de aquellos que mantienen una violencia tenaz y
persistente contra los muchos, y contra el bien común. Buena parte de la
identidad de las clases subordinadas se ha construido con la conciencia y
experiencia que se ilustra en la sentencia espontánea de que todo rico es un
ladrón o heredero de ladrón y que todo rico es un vecino peligroso para cada
uno y para la república.
En muchos casos
estas propuestas del común se han logrado y forman parte de lo mejor de nuestro
patrimonio político actual que sin aquellas no existiría hoy. Son incontables
las instituciones sociales y políticas de las que nos sentimos orgullosos y
gozamos hoy que han sido inevitablemente calificadas en su día no solo de
utopías sino de ignorantes y despreciables reclamaciones del vulgo común,
imposibles y propias de gentes de baja condición. A ellos debían de añadirse
otros perversos productos y márgenes de los mismos: agitadores y gentes sin
Dios, ni ley. Todos ellos compartían el mismo calificativo central de igualdad
y de sola posesión de un bajo oficio pero ricos en comunidad y hermandad, en
todas sus declinaciones: los ciompi, diggers y levellers, remensas y
jacqueries, irmandiños, comuneros, agermanados, comunidades del mar, sans
culottes, communards, comunistas,…
En otros casos, si
no lograron el objetivo, lograron la dignidad de empeñarse en buscarlo. Porque
en efecto, no solo se rebelan los pueblos que esperan lograr algo, sino que la
propia dignidad de la lucha de la rebelión por conseguirla es también un éxito.
En otros casos, la herencia de la rebelión frustrada nos habla de que la
justicia no se remite al mundo celestial más allá sino al juicio posterior de
la memoria que hará perdurar en una inmortalidad en este mundo entre los
recuerdos que el común tiene públicamente por nobles. Otros reclamarán en
permanencia una redención siendo las generaciones posteriores a las que nos
incumbe la recuperación mesiánica de las causas justas que se perdieron, como
señala Walter Benjamin, restableciendo la justicia que se les arrebató.
Éxitos, memorias y
propuestas, son acervo de un patrimonio real, institucional y moral que en
parte heredamos y por otra parte proponemos. Todo ello son las costumbres en
común populares, el soporte moral e ideológico que servirá permanentemente para
aspirar a la construcción de una sociedad comunista. Somos los herederos de los
movimientos ancestrales que han construido toda la articulación ideológica y
moral que reclama la forma de convivir en libertad. Esa herencia es el verdadero
comunismo real por cuanto existe y ha existido siempre.
Los y las
comunistas tenemos una tradición que no hemos dejado en manos de
tradicionalistas. No es la tradición de estos últimos, la de los vencedores,
sino la tradición de lo que históricamente ha sido vivido como institución
justa pero olvidada. Es este el comunismo real que constituía la posesión de
los recursos básicos. La tierra misma pertenecía a la comunidad, siendo la
polis la que tenía la facultad de dar, quitar y repartir desde que se fundaba
como ciudad y no era de justicia sino de barbarie el principio de acaparamiento
por el más fuerte. Las fuentes, pozos, lagos, ríos y aguas, mares, bosques,
pastos, dehesas, montes, leñas, caza, pesca, siempre fueron ancestralmente en
la práctica bienes comunales de todo el mundo, no apropiables privadamente sino
con injusticia. Los cerramientos, cercados y privatizaciones de estos bienes
por los señores contra aquel común de aprovechamientos son una práctica
reciente en términos históricos contra lo que era justo y contra la institución
económica habitualmente comunista. Privatización bárbara no practicada además
en otras culturas no occidentales ni anteriores, varias veces más milenarias
que el actual y provisional capitalismo. El comunismo no es una idea platónica,
no somos comunistas porque haya de hacer descender del cielo de las Ideas a la
tierra en un terreno utópico del horizonte nunca existente. Siempre en la
historia en Europa y más allá de ella ha habido, en lo que a organización
social y práctica económica se refiere, propiedades y bienes, zonas
mayoritarias de propiedad comunal o comunista. El acceso libre a estos bienes
ha sido el fundamento de la independencia material de los y las plebeyas y su
forma de vida habitual. Precisamente, la defensa de estos bienes frente a las
ambiciones de los poderosos por clausurar este régimen ancestral civilizatorio
ha atravesado las luchas de clases en la Edad Media y Moderna. La
reivindicación expresada en el siglo XIII, la misma Carta magna, en tanto que al
mismo tiempo Carta del Bosque del Común y la reivindicación de la economía
política popular de Robespìerre en el XVIII, o la demandada Reforma Agraria y
ocupación de tierras por los extremeños en la II República española son otras
tantas muestras de la lucha por estas instituciones reales y morales en las que
ha vivido la plebe. Aquella plebe de expulsados de su economía comunal, y
aquella forma institucional comunista de organización económica, fue expropiada
para la realización forzada y violenta de la aberrante utopía capitalista del
laissez faire. Junto a ella, el absolutismo soberano de la propiedad privada es
el origen de la barbarie de desigualdad en que vivimos.
Al mismo tiempo que
esas exclusiones expropiatorias se han llevado a cabo, otra expropiación de lo
popular común se ha activado siempre por parte de las clases poderosas aunque
con dificultades por la resistencia misma que los comunistas oponemos. Esta
expropiación consiste en la expulsión de la vida política de una reivindicación
que ha sido identificada con diversos nombres: economía política popular,
economía moral de la multitud. Se trata de la convicción común ancestral de que
es la equidad, el criterio de lo justo y lo bueno, lo que debe regular las
relaciones de trabajo, de subsistencia, de intercambio, la economía en su
totalidad. La economía, de la misma manera que todo lo humano, es una actividad
relacional, y debe de estar sujeta a normas que forman parte de todas aquellas
que deliberadamente nos damos a nosotros y nosotras mismas para poder llamarnos
libres y no dejadas a la brutalidad de la fuerza y la traición de la astucia.
La economía es cosa de todos y todas, asunto de la república y debe de estar
sujeta a normas políticas y morales.
Estas dos
instituciones, la de la economía moral de la multitud y las formas comunales
han sido la vivencia social, cultural real y permanente del común y no un sueño
de sectas obreras, milenarismos o turbas primitivas a las que ha querido
reducirse la reflexión, juicio y determinación de los levantamientos
comunistas. Las personas comunistas, en tanto que socialistas genuinas, no
vemos esto como utopía sino como sabiduría de la experiencia. No lo
consideramos pretenciosamente como ciencia sino como conciencia.
La convergencia de
los fines comunistas de radicalidad democrática, igualitaria, dicta la
naturaleza de los medios para su consecución. Tal como es la dignidad de los
fines así debe de ser la de los medios, y no que estos abandonen esas
exigencias morales en nombre de una supuesta eficacia que dictaría suspenderlos
en la práctica política. La emancipación de las clases subalternas tiene que
ser obra de ellas mismas y la definición de la libertad como compromiso activo
con lo común impide que pueda delegarse ese ejercicio en otras personas que se
ocupen de ella en nuestro nombre. La emancipación por nosotros y nosotras
mismas impide que el nosotros/nosotras decisivamente comunista sean
ellos/ellas, representantes que nos sustituyen en el gobierno y en el lugar de
las decisiones y su ejecución. Lamentablemente, esto no se tiene en cuenta en
la práctica política de nuestros días porque ha sido interesadamente abolido
por los poderes fácticos que han creado una cultura de renuncia y de cesión de
nuestro autogobierno en intermediarios que se estima con una capacidad que la
plebe no tiene. Es una nueva expropiación que sufren las clases subalternas, la
de la dignidad que se les niega de poder realizar sus propios fines que deben
ser siempre confiados a otros. Elegir a las personas que han de mandarnos no es
mandarnos a nosotros y nosotras mismas. Las personas comunistas no somos el
Estado -congregación de representantes selectos en tanto que electos- sino la
Res Pública: la totalidad inmediata y no discriminadora de los que deliberan,
acuerdan y deciden.
En este marco
conceptual comunista, las elecciones no son nunca una solución sino que son
parte del problema. La insistencia en la urna y el voto, en la delegación, es
una persistencia suicida en cavar con entusiasmo para socavar el principio
mismo comunista de que es “el pueblo el que más ordena”. Ese cavar y socavar la
perdición propia es la fuente de las peores frustraciones, cada vez más
profundas –como un agujero cavado sin cesar– y más frecuentes. La orden popular
–ejercicio de su capacidad propia– no nos dice elegid a nuestros reyes sino que
no los haya. Los y las comunistas no operamos con representantes sino con
mandatarios y mandatarias, con cargos revocables, rotados, agrupados en
consejos colectivos, de corto mandato, rindiendo cuentas políticas permanentes
sobre el mandato recibido, sorteados, con incompatibilidad de repetición o
acumulación de cargos y compartiendo vivencialmente la condición material de la
plebe que les manda.
El comunismo, tanto
con su propuesta como en la práctica histórica y sus razones, es el lugar de
los “parias de la tierra”. El comunismo es el reconocimiento de una legión
“famélica” cuya hambre de vida digna nunca ha sido satisfecha salvo en
excepcionales momentos de la historia. Famélica legión en su literalidad material
es casi la mitad de la humanidad, famélica de dignidad por apartamiento del
autogobierno y las decisiones públicas de casi la otra mitad por vía de una
parodia de democracia, nunca realmente deseada como gobierno del común plebeyo,
limitándola a voto y urna, representante y tribuno. Dignidad expropiada al ser
sustituida la conciencia y voluntad popular por una voluntad y supuesta ciencia
de los electos y enajenada en un cuerpo ajeno al pueblo y absoluto rey: el
Estado.
Miguel Ángel
Domenech es politólogo, colaborador en distintos medios y promotor del blog La
Cabaña de Babeuf
vientosur.info/por-que-algunas-personas-somos-comunistas/
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