AMOR A LA PATRIA DEL OTRO
JUAN
CLAUDIO ACINAS
1
No dejo de darle vueltas a dos textos. Uno es
de Karl Kraus, quien, en un artículo de 1920, escribió: “Tenemos la obligación
moral de conocer y confesar la sórdida miseria y la injusticia que se hallan en
el lado propio. El enemigo debe olvidar lo que el enemigo le ha hecho y no debe
olvidar jamás lo que le ha hecho al enemigo”. El otro texto, más breve, es de
1958 y lo escribió Marguerite Duras: “Me gustaría no tener ya patria. A mis
hijos les enseñaré la comprensión y el amor por la patria de los demás hasta la
muerte”.
Creo que de maneras distintas, ambos se
refieren a lo mismo. Y lo que proponen es generoso y razonable, además de higiénico
y sano, en especial si todas y cada una de las partes cumplen con ello. De ser
así todo serían ventajas. No habría miedo ni odio, excepto hacia uno mismo, ni
sed de venganza. El chauvinismo, imperialismo o colonialismo desaparecerían.
Todos los pueblos querrían la autodeterminación para los demás. De hecho, el “todo
por la patria” significaría siempre para cada cual el “todo por la patria de
los otros”. Lo que supondría que la crítica empezaría por uno mismo, que habríamos
aprendido a no tener razón y que tal actitud aseguraría una sólida protección
mutua, pues no existirían enemigos. Aún más, el desarraigo o a la expatriación
se volverían absurdos, pues nuestro arraigo más querido estaría en el de los
pueblos vecinos (o remotos), quienes a su vez se sentirían arraigados en lo
que, hasta ahora, consideramos como específicamente de casa.
No tengo claro que a esto se le pudiera llamar
cosmopolitismo. En todo caso, de serlo, nos encontraríamos ante una versión
menos descarnada, menos despreocupada, más solidaria que la habitual.
2
Ahora bien, algo tan sencillo
(¿lógico?), parece que está lejos de nuestras posibilidades en este mundo. Basta
con hacer las preguntas siguientes: “en el caso hipotético de que pudieras elegir
lo que no has elegido y disponiendo de información suficiente, ¿a qué etnia,
pueblo, nación o nacionalidad te hubiera gustado pertenecer?, ¿cambiarías la
que tienes ahora?”. A lo que previsiblemente la casi totalidad de los
encuestados respondería que, con orgullo, seguirían perteneciendo a lo mismo
que pertenecen ya… Así de fuerte es la identificación con un paisaje y una
gente que nos vienen dados y a los que por hábito o simpatía consideramos
rasgos peculiares de “lo nuestro”.
Tal respuesta parece normal y está bien, pues,
aparte del cariño, tenemos mucho que agradecer a ese paisaje, a esa gente (por
lo menos a alguna) y sus costumbres (algunas). De modo que nuestro ser,
nuestras experiencias, nuestra forma de estar en el mundo lo son en deuda con
todo ello. No reconocerlo parecería propio de descastados o traidores.
Aunque no deja de tener su misterio esa filiación
tan estrecha con algo que nos ha venido dado sin que nuestra voluntad haya
intervenido. De hecho y en contra de esa unánime respuesta, cabe recordar a Franz
Kafka al manifestar su deseo de ser indio, o Lou Reed al proclamar I Wanna Be Black, o Günter Grass, en
cierta forma, al declarar que “los gitanos son el alma de Europa”.
Sin embargo, lo que convierte a todo esto en algo
más triste es que quizá aquellas no sean las razones únicas ni más importantes.
Y tras la pista de estas últimas nos pone el psiquiatra Bessel van der Kolk,
quien al ser preguntado si los humanos son mejores que los animales y responder
que estos suelen vivir en armonía y hacer menos daño (por lo que deberíamos
estudiarlos a fondo antes de seguir exterminándolos) se queda en silencio unos
instantes antes de añadir pensativo: “me hubiera gustado que no me preguntara
esto”. Un comentario inquietante, sobre todo cuando sabemos que hay quienes opinan
que la identidad de una nación se la proporcionan sus enemigos. Y en esa dirección
el primer nombre que viene a la mente es Carl Schmitt, un jurista filo-nazi que
entendió que la esencia de la política se sitúa en la capacidad de distinguir precisamente
entre amigo (nosotros o lo nuestro) y enemigo (el otro o lo de otros).
3
Para Carl Schmitt la identidad de una nación no
existe sino en confrontación con un enemigo público, con quien mantenemos un
antagonismo irreconciliable. El enemigo es el otro, el extraño y distinto a nosotros
en el sentido más intenso: con costumbres que no son las nuestras, que nos
resultan repugnantes, que (como tradicionalmente el judío, el musulmán o el
hereje) implican la negación del propio modo de vida, y que es preciso rechazar
y combatir.
Por eso, la unión de un pueblo contra sus
enemigos públicos (internos o externos) viene a ser la esencia (intensa y
última) de su existencia política: manifestación de su auténtica identidad, que
siente amenazada por parte de tales enemigos. Por eso, cuando hablamos de
“antagonismo”, no se trata de una simple metáfora o de un recurso retórico,
sino de algo muy concreto que incluye la posibilidad real de la guerra, de la
lucha armada para eliminación física de quien siempre se dice que nos amenaza o
que disparó primero. Un anhelo de destrucción que tiene como contrapartida el
refuerzo de una identidad colectiva homogénea e inequívoca, firme y estable,
reducida, en última instancia, al hecho de tener un enemigo común.
Y todo ello con la consecuencia de que la
política, en sus momentos álgidos, no guardaría relación alguna con la
deliberación y el diálogo (“el arte de entrelazar la trama y la urdimbre“, como
se entendía desde Platón), sino, por encima de todo, con el ataque y la lucha a
muerte, con el exterminio o el sometimiento.
Un panorama bastante sombrío.
Porque, además, como escribió Stefan Sweig, “la gente siempre será más
accesible a lo concreto que a lo abstracto, y por ello, en lo político, siempre
encontrará más fácilmente partidarios todo programa que, en lugar, de un ideal,
proclame una hostilidad”. De modo que cuando no hay enemigo, hay que
inventarlo: garantiza audiencia, proporciona votos, gana elecciones. Con lo que
se inicia una operación que puede transformar al vecino de ayer o a los otros
más lejanos en encarnaciones de lo feo, lo malo e impuro, mientras que, en
contraste, nosotros siempre tendremos santos más santos y a Dios de nuestro
lado (o a la Razón o la Historia). Una operación de imágenes estereotipadas que
al deshumanizar a los demás nos deja el campo expedito para obrar con extrema
inhumanidad.
Barbara
Kruger, 1990
4
No dejo de pensar en aquellos textos
de Karl Kraus y Marguerite Duras, y, a la vez, me pregunto por la razón de ser
del nacionalismo. Es evidente que la relacionada con lo que he planteado hasta
aquí, resulta bastante espuria, hasta el punto de construir un enemigo sin el
que la comunidad (imaginada, según Benedict Anderson) difícilmente sería capaz
de unificarse.
Pero quizá sea un error hablar de
nacionalismo en lugar de nacionalismos. También con asimilar a alguno de estos
con independentismo. Asimismo hay diferencias en el seno de este, como matiza Fèlix
Riera: “Existen múltiples formas de ser independentista. Los hay
intransigentes, los hay pragmáticos, otros son reversibles, moderados o
insumisos. Incluso empiezan a aflorar los independentistas
constitucionalistas”. En tal sentido nada de lo dicho hasta aquí significa
negar la existencia de nacionalismos periféricos, disidentes, que responden a una
historia real (no imaginada) de humillaciones y menosprecios, de agravios diversos
y ausencia de reconocimiento, que surgen en situaciones de dependencia por las
que se niega que la gente pueda decidir por sí misma en todo aquello que más le
afecta. Lo que no significa, necesariamente, que tal comunidad sea de una
homogeneidad sin fisuras, alérgica a la democracia, a las diferencias, al
debate, a la paz o la autocrítica.
De hecho, tanto los individuos como
las comunidades (abiertas y plurales) actúan mejor según su libre disposición
que bajo control externo. Y esto no porque su modo sea el mejor en sí mismo,
sino porque es el suyo propio. Posee ese derecho, esa libertad para perseguir
su bienestar a su manera, siempre y cuando no prive a los demás del suyo u
obstaculice sus esfuerzos por conseguirlo. Muy al contrario. El respeto mutuo
no deja de ser una forma de reconocernos también en las demandas ajenas.
Tal me parece el espíritu de la ONU
e incluso su letra, como se puede apreciar, entre otros documentos, en la Declaración de la Asamblea General de las
Naciones Unidas (1970), donde se dice: “En virtud del principio de la
igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos, consagrados en
la Carta de las Naciones Unidas, todos los pueblos tienen el derecho de
determinar libremente, sin injerencia externa, su condición política y de
procurar su desarrollo económico, social y cultural, y todo Estado tiene el
deber de respetar este derecho de conformidad con las disposiciones de la
Carta”. A lo que se añade: “El establecimiento de un Estado soberano
independiente, la libre asociación o integración con un Estado independiente o
la adquisición de cualquier otra condición política libremente decidida por un
pueblo constituyen formas del ejercicio del derecho de libre determinación de
ese pueblo”.
A la luz de todo ello resulta tan
extraña la situación actual del pueblo saharaui como la reacción del
nacionalismo español ante la petición de una consulta por parte del pueblo
catalán para aclararse sobre su futuro político. Al impedirlo se dificulta mucho
amar la patria del otro y, en realidad, se favorece aglutinarse contra un enemigo... Una pena que esta noche tampoco salga el sol
Juan Claudio Acinas
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