DESPIDO INDECENTE
GUILLERMO DE JORGE
En mi malograda vida laboral,
donde labré un tímido pedazo de mi diáspora profesional y gran parte de mi
periplo por las oscuras grutas del trabajo eventual, debo de reconocer que
nunca guardé un grato recuerdo de todo aquello. Malviví con mi cuerpo cómo era
convertido en una torva y tosca herramienta del capitalismo visceral. Tuve que,
con la prudente resignación, aceptar mi papel de pobre y asumir mis
responsabilidades como tal. Pude comprobar la ejecución fiel de los contratos
de media jornada, con su debido pago en “B”. Tuve la fortuna de darle las
gracias al patrón, por brindarme la oportunidad de tener unas vacaciones dignas
de un plebeyo. Sin embargo, no contento con tal sutil regalo de la providencia,
pude disfrutar de las suculentas ventajas de trabajos a mi medida: repartidor
de pizza de incógnito, vendedor de rifas, aspiradoras, flores o dulces; supongo
que el objetivo final era vender una ilusión o dejarte hasta la última gota de
sudor vendiendo algo en lo que ni tú creías; reponedor de almacenes, llenando
estanterías, teniendo la despensa vacía: qué ironía, ¿no?; monitor de bolera,
que no de bolos; barman improvisado y, en ocasiones, las que más, borracho de
profesión o de vocación, como usted prefiera; peón de obra, sin contrato ni
beneficio, rozando el insulto; pinche de electricista, con una casa donde sólo
una luz nos guiaba: mi madre, que hoy en día se apagó, aunque no para algunos;
peón de granja, cuidando a unos animales injustamente encarcelados, cuando los
que en verdad había que enjaular estaban fuera guiando sus designios - la
verdad, nunca se me ocurrió proclamar que era víctima de un empobrecimiento
injusto; quizás, porque más pobre no se podía ser: en la memoria, la cera dura
de las velas tapando cada uno de los agujeros de las suelas de las únicas
zapatillas de deporte que tenía cuando pibe, y que las utilizaba para que el
agua de la lluvia no me calase los calcetines al ir a clase-. Cobré pocos
finiquitos y enjutos, quizás como fiel reflejo de quien firmaba esos contratos porque no le quedaba más remedio, porque tenía
que dar de comer a un hijo.
Hoy en día, mientras que las
empresas quiebran, sus líderes se autoliquidan con finiquitos que no insultan,
sino que degradan la dignidad de las personas. Echan a la calle a familias
enteras, roban el dinero de toda una vida con una inversión que llaman “paquetes
preferentes”. Roban, roban y roban, pero eso sí, presuntamente, hasta que la
justicia no diga lo contrario, aunque te hagan la peineta y se jacten de todo
el dinero que han usurpado y que han aprehendido ilegalmente delante de tu cara
–eso sí, todo muy democráticamente, porque así lo exige la comunidad
internacional-.
Pero quizás, se nos olvidó que para
poder jugar la liga de las estrellas –ahora, estrellada- lo primero que
teníamos que hacer era estar manchados de fango hasta las orejas. Así, aquellas
especies que profesaban la misma religión podían identificar a sus iguales y
así aceptarlos en la manada. Pero en lo
que no depararon fue que aquellos que habíamos sido parte de su carnaza, no
estábamos dispuestos a olvidar: ni hoy, ni nunca.
Guillermo
de Jorge
Escritor
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