POR
DAMIAN H. ESTEVEZ
Esta
nueva creación de María Teresa de Vega, Merodeadores
de orilla, tiene mucho de edificio. Claro que de edificio construido con
palabras, que es la arquitectura que la autora conoce. Y los materiales de
construcción que dominan en su retórica son los personajes y el género
literario.
No
en vano uno de los personajes, un filósofo aventurero y filántropo, insta al
protagonista a que, escribe de Vega, “escrute la casa que es, seguro que hay
habitaciones que no ha descubierto, cerradas sus puertas desde siempre”.
Los
personajes van “repetidamente a un sitio sin un objetivo definido, o vagan por
un sitio, para observar, explorar, espiar o curiosear, o en busca de algo”, esto
es, merodean, según la definición de María Moliner. El sitio por donde merodean
es una orilla, esto es, la raya entre dos territorios, que aunque en la
narración se concrete en una playa, la linde entre el mar y la tierra, en
realidad es en los límites de la existencia donde se mueven. ¿En busca de qué?,
¿qué exploran, qué espían?
Los habitantes del edificio de esta novela parecen, en principio, personajes independientes, como aparentan autonomía cada una de las viviendas y las estancias que componen un edificio. Vamos conociendo a una serie de individualidades con su propia naturaleza, pero que cuando se cruzan o conviven en los espacios de la comunidad, mucho tienen en común.
El
protagonista, Andrés, o Salvador, un hombre que desde el principio aparece como
“la vida arrinconada”, el hombre que se considera a sí mismo una “pétrea figura
que materializa el desdén, la distancia, la desilusión profunda sin verdadero
motivo”. Merodea la orilla que separa la vida de la muerte, abraza la idea del
suicidio, “repasa las formas de suicidarse”. Intenta morir abandonando la
orilla y adentrándose en el mar, pero también desea encontrar en la tierra
algún motivo para sobrevivir: es un hombre que “había amado, o tenido la
ilusión de que amaba”; un hombre que indaga en la naturaleza femenina, aunque
acaso a un nivel especulativo tan solo; un hombre que rememora los senderos compartidos
con su padre; que admira la fragilidad de las mariposas porque procede del
proceso tremendamente enérgico de la metamorfosis…
En este merodear de Andrés, en su circular
funámbulo por sus orillas, interviene el resto de los personajes.
Unos
se alejan de la orilla por el lado tenebroso. El innominado y estrafalario
pelirrojo poseedor de un maletín repleto de artilugios embaucadores, que
confiesa que ya no le queda nada por ver y se dirige “hacia la completa
emancipación”, que reniega del poder del Arte y luego desaparece entre los matorrales
de una playa; retirada que hace exclamar a Andrés: “¡Hay que vivir!” Y Lavinia,
el amor platónico, la intangibilidad del deseo, la mujer que en los sueños de
Andrés no es de este mundo, la mujer que existe para inspirar ternura. Lavinia,
que se aparta de la orilla desde la azotea donde las mariposas y la astronomía hubieran
podido acercarlos a algo parecido al amor, un espacio que no llegan a pisar
juntos.
Ambos
son personajes que con su perdición salvan a Andrés de su propia ruina cortejada.
En oposición a éstos, una segunda serie de personajes que lo invitan a evaluar el
otro margen de la orilla.
Stefen
Carsai, el portero del edificio, de procedencia rumana, es el más cercano a
Andrés, porque al igual que él, ha devenido en merodeador. “El mundo está
afuera con todas sus insinuaciones, pero él está atado a aquella garita”. El
portero que sufre con su inmovilidad, con su apatía, que comprende con lucidez
que debe huir de ellas pero a ellas se somete, que se debate entre su deseo y
su presente, que se refugia en vanas investigaciones intrascendentes que lo
distraen, que divaga sobre asuntos diversos como forma de encontrar el estímulo
para la acción (su familia lejana y sus amores primeros, la relación entre
hombres y mujeres, la condición de sus compatriotas emigrantes, la injusticia,
la filosofía…), que se afirma con referentes literarios que no desmayan ante la
penuria y hace de Robinson Crusoe su mentor, que ansía afirmar su identidad
después de su vida de inmigrante. Stefen Carsai, que consigue encontrar su
camino que lo aleja de la orilla, aunque lo guíe a una ciudad costera, merodeadora
a su vez de culturas ancestrales, Salónica, la del Egeo.
Y
Lubben, Kurt Lubben, el aventurero y luego filósofo de la metafísica ficción, que
propone la disertación, la discusión y el diálogo como método de conocimiento
propio, el maestro del “Arte de asentir”, el que defiende la necesidad de crear
armonía, no de esperarla ya creada, el que habla del invento fallido de la
identidad. Pretende implantar en el cerebro de Andrés “un circuito de
pensamiento alternativo” al que puede recurrir para encontrar su camino. Y así
consigue la salvación de Andrés, porque es “escogido para ser salvado de su
índole[…]: residencia de desganas, palacio de lasitud, artefacto de gran
desequilibrio, juguete de la necesidad que cree necesario morir”, como a veces
algún objeto indecoroso ha sido elevado de categoría gracias al Arte,
recordemos el urinario de Duchamp. Opina que Andrés ha sido sustituido por
otros suicidas, porque en el fondo su más profundo deseo “es ser salvado de sí
mismo y por tanto de su inclinación a morir”.
Y
Manuel, el coleccionista de callaos, el lanzador de callaos propiciadores del
milagro de la vida y del amor, el que se irrita contra la muerte y el suicidio,
el que desde el primer capítulo quiere poner orden en la vida arrinconada de
Andrés: “Usted está vivo, muévase”, lo increpa.
Y Abramakis
Benveniste, el sabio, el sefardí, que por medio de su sobrino Stefen, desde la
lejana Salónica, desde la elocuencia de la tartamudez, le habla al protagonista
de la aceptación de cada uno, de la bondad y de la gracia de los seres humanos,
de la serenidad.
Pero
por encima de todos ellos, Damiana. La joven rumana de la que se enamora Stefen
aparece tan de improviso como desaparece Andrés de la escena. La chica sin
miedo. La que piensa: “Las aves incapaces de volar están extinguidas”. La que torea
la muerte. Quien dice de sí misma: “Estoy hecha de mucha tierra. Y de mucho aire.
¡Y quiero ver el agua, mucha agua! ¡Y amo el ferrocarril!” El optimismo, el
futuro. La conciencia de la puerilidad de tantos devaneos, de su insipidez, y
de la trascendencia del presente, del pasado, del porvenir. La que cautiva y salva
de su ostracismo a Stefen, es decir, a Andrés.
Porque
todos los personajes son Andrés, encarnan las escisiones de Andrés, pero Damiana
lo es sobre todos los demás: la resolución final, Damiana es Andrés, o mejor,
su territorio optimista, el que triunfa a través de ella.
Viven
en el edificio, por otro lado, en una dimensión especial, otros habitantes que también
son Andrés: no son contemporáneos a nuestros personajes, lo son míticos, novelísticos,
filosóficos, que reviven constantemente en los labios y en el pensamiento y en
las actitudes de los otros personajes: Robinson Crusoe, símbolo de la soledad
del hombre pero también de su lucha contra ella, constante en su presencia, consejero
literario de Stefen Carsai; Eneas y su amor al padre y a su esposa Lavinia; Platón
y su República; Shakespeare y sus fieras tempestades y sus brujas agoreras;
Spinoza y su aspiración a la divinidad; Celestina y su humanismo; y hasta la
magdalena eternizada de Proust. Personajes, en definitiva, tan irreales, tan
literarios como los que merodean por las páginas de María Teresa de Vega…
Personajes,
individuos, personas que habitan su propio territorio vital, dentro o fuera del
edificio, personajes de la novela o referencias literarias, pero acaso sean
todos el mismo, el único personaje escindido en varios pensamientos, en varias contingencias
incluso contrapuestas: Andrés.
Personajes
que se mueven en el edificio, y, a veces, en la playa, o en el museo donde
trabaja Andrés, o en las distantes ciudades de Galati y de Salónica, pero,
¿cómo son estos espacios?
La
narradora apenas se extiende en su descripción, sólo unos apuntes sobre la
garita de Stefen, el gabinete de Lubben, la azotea, las calles cercanas al mar,
la misma playa, la ciudad rumana y la griega. Porque no es oportuna tal
descripción. El estilo del edificio es el material literario con que construye
la autora.
Nos
encontramos ante una prosa poética en esencia lírica, narrativa en lo
imprescindible. Porque tan importante para la composición de los personajes son
los hechos que le ocurren, las conversaciones que sostienen, como la
introspección a la que la autora nos invita a través de su estilo. Es una prosa
poética, pero no facilona, blandengue, al estilo del Platero de Juan Ramón
Jiménez, sino una prosa de entonación recia, de matices sonoros, sólida como
los callaos que estimulan el pensamiento. Pensamos más bien en la prosa de
Virginia Woolf, en la riqueza con que nos presenta a sus criaturas, especialmente
el metamorfoseado Orlando, o las olas que contemplan Bernard,
Susan, Rhoda, Neville, Jinny y Louis y Percival.
Un
delicado equilibrio entre lo narrativo y lo lírico es la armazón de este
edificio. Un tiempo que parece no evolucionar y que a veces se repite a sí
mismo (la historia comienza con el encuentro de Andrés con el lanzador de callaos
en la playa y parece avanzar linealmente, pero más adelante, se repite esta
escena y se vuelve al principio. Se retrotrae hasta el surgimiento de la
cultura sefardita y nos adelanta visiones del futuro) y que es el tiempo
detenido y circular de la poesía. Un espacio onírico, apenas esbozado, alegórico.
Unos personajes, como ya hemos analizado, que giran sobre sí mismos, hechos de
sentimientos y sensaciones, únicos y escindidos. Y una acción sencilla, exigua,
que es un cauce para permitir que sean las palabras quienes completen la
arquitectura de este edificio. Como en la poesía, en que solo valen las
palabras.
Y una
narradora –insisto ahora que es narradora, y no solo porque quien escribe sea
una mujer– al servicio de toda esta arquitectura. Una narradora, no solo porque
conserve en los pasajes escritos en sefardí los femeninos ajenos ya a nuestro
castellano actual en un gesto de feminidad lingüística, sino porque estimo que la
manera de abordar a los personajes masculinos de este libro, mayores en número y
con mayor protagonismo (con la excepción de la grandeza de Damiana), se
corresponde en esencia con una sensibilidad femenina.
En
definitiva, materiales de construcción todos éstos que edifican esta novela como
un poema sobre la soledad, orilla por la que los personajes merodean, y sobre los
callaos redentores, que nos disuaden de persistir en ella.
Damián
H. Estévez
Guamasa,
16 de junio de
2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario