LOS OJOS DEL CORAZÓN
ILKA OLIVA CORADO
Agarra la escoba y el mango de la pala y comienza a buscar basura para recoger, apenas empieza la tercera jornada de trabajo y Milagros está que se cae del sueño. Se ha maquillado con pastas y pastas de polvos, se bañó en loción y apenas entró en el uniforme ajustado de las caderas, usa bota de tacón mediano, aunque no es necesario como parte del uniforme de trabajo, pero quiere verse un poco más alta.
El mes pasado se puso pestañas postizas y se pintó el cabello de rubio encendido, aunque ella sabe que jamás podría ocultar por completo sus raíces mestizas por más que se tiña el cabello y se ajuste el uniforme. Se gastó un dineral haciéndose el permanente, dinero que ahorró durante cinco meses, se acolochó el cabello lacio herencia de sus ancestras.
Si pudiera también
se cambiaría el color de piel cáscara de encino por uno más claro, en realidad
Milagros quisiera parecer polaca o rusa, ese tono de piel le gustaría y esa
altura y esa esbeltez. Ni de loca quisiera parecer india, las indias que conoce
son más morenas que ella y tienen grandes ojeras remarcadas. Pobres, -piensa-.
También las asiáticas con esa piel pálida, no quisiera ser asiática. Mucho
menos negra africana, con ese color tan sucio de piel, tan negra, tan
oscura. Milagros daría el brazo derecho
por parecer europea y tener ojos azules o verdes. Por eso se puso lentes de
contacto, aunque en realidad no los necesita.
Tal vez así,
-piensa- no la pararían tan seguido en los supermercados para preguntarle si
limpia casas o si quiere trabajar haciendo hamburguesas en un restaurante de
comida rápida. Por eso decidió cambiar de apariencia, porque siendo otra
físicamente no parecería tan latinoamericana.
No puede hacer nada con el inglés que apenas lo balbucea, por eso habla
lo menos posible en el trabajo.
En las mañanas de
cuatro a ocho trabaja en una panadería colocando el pan en cajas que después
envían a varios supermercados, a media mañana entra a su segundo trabajo, de
diez a cuatro de la tarde, en una tienda de vestidos donde se pasa en la bodega
enrollando hilos, retazos de telas y hace limpieza. El tercer turno es de
mantenimiento en un centro comercial, donde hay maquinitas y restaurante.
Mientras los papás comen y beben los niños juegan maquinitas. Ahí entra a las siete y sale a las doce de la
noche.
Milagros no quiere
ser la del mantenimiento, pero el uniforme la delata y la pala y la escoba con
las que trabaja toda la noche. Quisiera que uno de esos gringos que llegan a
divertirse la viera de otra forma, que cuando se dirijan a ella no sea para
pedirle que recoja la comida que se les cayó del plato o la cerveza que
derramaron mientras jugaban en las maquinitas. Quisiera no ser la que limpia
los baños.
Por eso se pinta el
cabello y se hace el permanente y se coloca pastas y pastas de maquillaje, por
eso se puso pestañas postizas que apenas la dejan ver, por eso usa zapato de
tacón, aunque se canse inmediatamente, por eso compra esa loción cara que usan
muchas gringas y europeas, para no parecer lo que es: una latinoamericana
mestiza como miles que llegan a Estados Unidos a trabajar en los mil oficios y
que su apariencia física es sólo parte de la hermosa diversidad del mundo.
Milagros no tiene
noción que su proceder, que la negación de su origen, que su deseo de ser otra,
de tener color distinto de piel, otro color de ojos es una imposición que
también han vivido sus ancestras milenariamente, porque quieren que se
avergüencen de su origen y lo rechacen. Pero no tiene a nadie a su alrededor
que se lo diga, porque todo lo que la circunda es una masa de mujeres
latinoamericanas que han sido relegadas al trabajo doméstico y de
mantenimiento, sin una sola oportunidad para salir de ese rubro, por su
condición de indocumentadas.
Milagros ve en
otras su propio reflejo. Lástima que no ha tenido la suerte -todavía- de
encontrarse en la gran urbe con mujeres de los pueblos originarios de Estados
Unidos, porque entonces ellas serían el refugio para su alma de migrante con
esencia de tierra originaria y no le permitirían dejarse vencer ante la
imposición de los invasores.
Le dirían que las
asiáticas son bellas con su color de piel, como lo son las indias con sus
ojeras características, como lo es ella con su altura y su etnia. Y también le
dirían que la negritud de África es la más hermosa de todas porque es el origen
de donde nacieron todas las etnias del mundo. Que un primer aprendizaje sería
dejar de violentarse a sí misma renegando de su origen, desprendiéndose de los
prejuicios y aprendiendo a ver con los ojos del corazón que son la excelsitud
del espíritu.
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