EXTRAÑOS EN UN TREN
Con
paciencia, dinero, control de los medios, sobornos, estrategias sistémicas
basadas en la infalible mezquindad del ser humano, supieron romper el espíritu
común y restaurar la desconfianza entre las personas
ALICIA RAMOS
Fotograma de la película
‘Extraños en
un tren’ (Hitchcock, 1951).
Estoy haciendo un transbordo entre trenes en la estación de Zaragoza-Delicias. Llega el 00530, que va hasta Donosti, pero yo me bajo en Iruña, porque voy a tocar a Ruesta. El convoy hace su entrada en la vía 1. Busco mi coche, el 3 y, cuando voy a intentar subir, veo que aún hay gente bajando, muy trabajosamente, como si la puerta del vagón fuera aún más estrecha de lo que ya es. Bajan con sus maletas cargadas a hombros lentamente, esquivando algo. Y por fin distingo ese algo. Una señora, mayor que yo, se ha hecho fuerte en un lado de la puerta, más dentro que fuera, aprovechando la parada del tren ¡para fumar! No importa que en el tren esté prohibido fumar, es que en la estación, que es un edificio cerrado, tampoco está permitido. Y eso tampoco importa. ¿Le va a importar acaso que la gente tenga dificultades para salir del tren o entrar en él por su causa?
No puedo evitar
pensar en la actitud de los jueces que bloquean la renovación de los órganos de
los que forman parte porque pueden, porque no les va a pasar nada. Porque ellos
saben mejor que nadie cómo de ilegal es lo que están haciendo, y también saben
cómo de difícil de probar es. Y sobre todo saben que la ley no es igual para
todo el mundo. Es como quien anuncia sol en televisión pero lleva un paraguas
en el coche.
Consigo entrar y
llegar al pasillo, después de que la fumadora furtiva me mire con mala cara
porque, de verdad, ¿a quién se le ocurre entrar en un vagón con una maletita
pequeña y una guitarra a la espalda? Soy claramente una abusadora. Escucho
desde lejos que ha llegado el maquinista. Ha venido alertado porque la alarma
de incendios se ha disparado. Por el humo. “Ah, ¿sí?”, responde la fumadora,
como quien pregunta “¿me va a detener, acaso, señor maquinista?”. Y sí, se le
podría detener. O retener. O hacerla bajar del tren por lo menos. No lo sé,
seguro que hay un régimen de sanciones previsto para actitudes como la suya.
Pero quienes infringen estas cosas menores lo hacen sabiendo que nadie se va a
meter en el lío de todo el papeleo, que si algo salió mal, que si faltó un
impreso, un sello, que si ten cuidado que al final el marrón te cae a ti. Su
impulso de pasar por encima de los derechos de los demás se asienta sobre la
certeza de que el resto de la gente vamos a seguir intentando ser amables,
seguir manteniendo la ilusión de que vivimos en un mundo civilizado en el que
las convenciones y las normas son respetadas.
Encuentro mi
asiento, el 8B, y la compañera del 8A también va con calma seleccionando de su
equipaje qué dejar y qué sacar para el disfrute del viaje. Es como la teoría
esa de las ventanas rotas: cuando se quiebran consensos como la amabilidad
básica, el respeto a las normas, a veces no escritas, de la convivencia, se diluye
el pegamento que convierte la horda en sociedad. Esto es frágil, lo que hemos
construido en una pequeña parte, y heredado en una grande, es frágil, se puede
deshacer con un soplo. Dijo un tal Ewen Cameron que estamos a nueve comidas de
la anarquía. Muchas comidas me parecen.
Hace unos días nos
congregamos gentes de tribus distintas a conmemorar a un amigo que murió
durante la pandemia. Su recuerdo es un vector centrípeto. Nos une. Y nos une en
un sentido muy claro y muy práctico: alguien a quien él conoció, amó y respetó,
merece de entrada nuestra confianza y nuestra escucha. Cuando lo conocí se
estaba produciendo esa anomalía, muchas personas estaban empezando a confiar
unas en otras, a reconocerse como aliadas potenciales en un proceso inevitable
que habría de cambiarlo todo.
Pero esto es
frágil, ya digo, y se rompe muy fácilmente. La desconfianza prende enseguida
como leñita menuda. Y sin esa confianza mutua ya no somos un pueblo, ni una
clase social, ni una generación, ni una mierda. Sin ese espíritu común somos
mercancía en manos de políticos, banqueros y gente así.
Y pudieron
romperlo. Supieron con paciencia, dinero, control de los medios, sobornos,
estrategias sistémicas basadas en la infalible mezquindad del ser humano,
restaurar la desconfianza entre las personas. Es como si, cuando se declaran
esos estados de gracia en una sociedad, hubiera que darse prisa, aprovecharlos
en la medida de lo posible para instaurar cambios profundos y resistentes en el
sentido común, antes de que la envidia, la maledicencia, la codicia y la
traición arraiguen en las fisuras del sueño colectivo. Es un instante que puede
cambiar el mundo. Casi nunca lo hace. Casi siempre empuja un poco la Historia
hacia adelante. Luego ya solo queda conspirar para que se vayan consolidando
otra vez redes de solidaridad, tejido social, complicidades entre barrios,
apostarlo todo a lo descabellado, a lo contracorriente, a lo mejor del ser
humano. Quizás nunca vuelva a ocurrir en la vida de una, pero es de lo que va
esto.
Estuve tocando en
unas fiestas en la caseta de un grupo político que estaba al lado de la caseta
de otro grupo político tremendamente afín. Un compañero tocaba en la caseta de
al lado después de mí. No hubo voluntad para que cuajara la idea sensata de
montar un escenario único, compartir material, colaborar tal vez. No pudo ser.
Así, el compañero y yo tocamos por separado. El día que nos fusilen juntos será
ya demasiado tarde para pillar el chiste.
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