LA ÉTICA DE FRANCISCO GONZÁLEZ
JUAN CARLOS ESCUDIER
La desfachatez es
una cualidad muy extendida entre algunos supuestos prohombres que, en realidad,
nunca pasaron de ser personajillos barnizados de poder o de dinero. Estos dos
atributos son capaces de convertir a empavonados petimetres de gesto adusto en
iconos de éxito, en modelos para la juventud y hasta en referentes morales. En
su proceso de ascensión acumulan toneladas de soberbia y de vanidad, y cuando
sus propias peripecias les hacen precipitarse al suelo y chapotear en el barro
luchan por no perder sus máscaras de respetabilidad, esas dignidades de
carnaval atadas con una goma a las orejas.
El caso de
Francisco González es un arquetipo del fulgor y del estrépito. Este corredor de
bolsa al que los artificios contables hicieron rico y el nepotismo convirtió en
banquero logró forjarse durante 20 años fama de prócer y hasta de visionario.
Con esta aureola y con 80 millones en el bolsillo de pensión se jubiló en
diciembre, mientras cierta prensa agradecida, que veía en sus ruinosas
inversiones la prueba de su infalible ojo clínico para la rentabilidad, le
rendía pleitesía a toda página. El héroe, en realidad, no se nos iba del todo
porque de los triunfadores siempre se aprende y no era cuestión de discutirle a
sus 74 años la presidencia de honor del BBVA ni negarle el juguete de una
fundación para que matara el tiempo cuando no estuviera dándole a la pelotita
en el campo de golf.
De ambos carguitos
tuvo que despedirse ayer, víspera de una junta de accionistas donde su sucesor
Carlos Torres lidia con el escándalo de las 15.000 escuchas del comisario Villarejo, presuntamente encargadas por
González para proteger su poltrona y de las que fueron víctimas miembros del
Gobierno, altas instituciones del Estado, empresarios y periodistas. Lo
asombroso no ha sido su renuncia sino su carta de despedida, que tampoco es tal
–o eso dice- sino un abandono “temporal”, y en la que se nos presenta como una
víctima de toda suerte de presiones a las que supo resistir con entereza a
mayor gloria de la entidad.
Es aquí donde entra
en juego la desfachatez. En plena crisis reputacional del banco, acosado por
las actuaciones judiciales y por la exigencia de explicaciones de los
reguladores financieros y bursátiles, el árbol caído se yergue para denunciar
una “agresión mediática” y para mostrar su confianza en la que la investigación
interna que él mismo encargó aclare la verdad de lo ocurrido. Y esa verdad es
que el banco que él presidía contrató los servicios de una trama mafiosa a la
que ha pagado con facturas falsas y que, entre otros trabajos, ha incluido
espionajes, chantajes sexuales y hasta la planificación de los cruceros de
González, por si surcar las aguas de la costa turca en 2016 representaba un
peligro para su banquera eminencia.
A este tipo de
personalidades de cartón piedra nunca suele pasarles nada porque la rendición
de cuentas siempre les llega tarde, pero aún así intentan bruñir sus armaduras
con sidol para que refuljan, para que sus fechorías no empañen ese trabajo duro
de décadas, a razón de cinco millones de euros al año, y cuestionen ese
compromiso suyo “con la modernidad y la rentabilidad” y, sobre todo, con la
ética. González dice que se aparta para no dañar al banco y para demostrar “con
qué rigor, falta de interés personal y compromiso” ha entregado sus esfuerzos a
la institución. La desfachatez es
sinónimo de desvergüenza.
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