NO NOS DA LA GANA PERDONAR
JUAN CARLOS ESCUDIER
Pedir perdón se ha
puesto de moda hasta un punto estomagante y lo que debería ser un ejercicio de
humildad y contrición pública se ha transformado en un convencionalismo similar
a ceder el asiento en el autobús al jubilado del bastón. Metafóricamente
hablando, se nos han postrado de hinojos el Papa por los abusos sexuales de los
curas, el Rey por matar elefantes y hasta Rafael Hernando por pasarse cuatro
pueblos con las víctimas del franquismo. Nos pide indulgencia Renfe por sus
averías, Facebook por hacer una almoneda de nuestros datos personales y la
mismísima Aitana de Operación Triunfo por sus gallos en el escenario. Tantos
son y tan a diario que el indicador de nuestra clemencia está ya en la reserva.
Los últimos en
sumarse a esta larga lista de peticionarios de misericordia han sido Rodrigo
Rato y el presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes. El primero lo hacía
antes de entrar en la cárcel con un
mensaje dirigido a la sociedad en su conjunto y a los afectados y decepcionados
por sus errores, que han consistido esencialmente en llevárselo crudo y en
carretilla. El magistrado, por la gestión de la sentencia del impuesto de las
hipotecas que, según dijo, ha provocado desconfianza hacia el Supremo, y que, a
ojos de la ciudadanía, se ha convertido en una sucursal de banco en la que los
empleados visten negras togas de raso mientras vigilan la caja fuerte.
No es momento de
ponerse filosófico y explicar aquí las diferencias entre perdón y arrepentimiento,
que ya decía Gustavo Bueno que implica no reconocer como propios los actos de
uno mismo y que sólo es coherente cuando conduce al suicidio. Es decir, que
sería exagerado pedirle a Rato que haga un Blesa o a Lesmes que se siente en un
estrado conectado a un enchufe.
Los japoneses, tan
rituales ellos, han encontrado una fórmula física para pedir perdón mediante la
inclinación del cuerpo. Si se trata de un pequeño error basta con desplazar el
tronco hacia delante 25 grados, pero si la falta implica un gran quebranto
económico o daños personales, el implicado ha de ejecutar un ángulo recto
perfecto durante varios segundos. Aquí hemos visto casos que exigirían un
contorsionismo radical, sólo posible con una bisagra de armario colocada en el
ombligo.
Empezamos a estar
hasta el gorro de estas estériles retractaciones que nadie cree sinceras. El
perdón es cosa de los dioses, que pueden permitírselo, especialmente el de los
cristianos que desde el séptimo día de la creación lleva mano sobre mano y debe
aburrirse bastante. Reservamos la compasión para otras cosas más importantes.
No sentimos pena sino vergüenza ante tipos que lo tenían todo y que creyeron
irrompible el saco de su avaricia; ni debemos mostrar empatía hacia quienes
desprestigian las instituciones y piden comprensión por los disparates de sus
enchufados. Lo del perdón nos hizo gracia al principio por la falta de
costumbre; ahora sólo nos produce hartazgo a varias alturas. No perdonamos por
una razón muy simple: porque no nos da la gana.
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