LOS VALLES DE BARTOLOMÉ
APUNTES
PARA UNA LECTURA.
PATRICIA PAREJA RÍOS
Esta obra cuyo protagonista es un niño con discapacidad y su
duro mundo en una familia difícil, en un pueblo de medianías del sur de
Tenerife -que bien podría ser nuestro hermoso pueblo de infancia, San Miguel de
Abona, a donde Wladimiro Pareja se traslada con su familia y reside 14 años (de
1963 a 1978)-, hecha de palabras pero también de grandes silencios, acaba de
recibir el premio de Literatura para escritores invidentes de la ONCE.
Estaríamos, en palabras del Académico D. Luis Mateo Díez[1], ante
una “gran novela” que, partiendo de su “sencillez”, tendría “un poderío
narrativo estupendo”. En la pequeña parte que me compete, les diré que he
disfrutado con su lectura, a menudo difícil, a la par que me he compadecido del
sufrimiento del pequeño y he sufrido con su huida hacia adelante, sabiendo
-como sabemos los lectores cuando la evidencia nos lo dice aunque la palabra lo
calle-, que la suerte está echada.
Las notas de lectura que les presento a continuación son solo
eso, notas que he ido apuntando a medida que iba leyendo, con el fin de situar
temas, construcciones, guiños al lector, intentando entender, en definitiva,
esa criatura que es todo libro
desplegándose ante nuestros ojos. Les adelanto también que he jugado con
ventaja, porque soy una de sus hijas y conozco sus obras anteriores, de cuento
y novela (mi preferida es El granero
hilvanado, conjunto de cuentos ubicados en el pueblo de “Malpaís”, en ese
sur que tanto queremos y que mi padre conoce tan bien-, y que se llevó otro
premio Tiflos, esta vez de cuentos, en 2009). Comencemos pues por donde toda
lectura empieza, por el título: “Los valles de Bartolomé”, que bien podría
remitir en un primer acercamiento a esa rotunda geografía isleña que marca a
esta provincia y que va dibujándose paulatinamente como esas humanas, pero también
particulares y finalmente insondables, circunvalaciones de la mente del niño,
como desfiladeros de su cartografía interior.
Contada en primera persona, la vida que va descubriendo y que
configurará ese mapa, aparecerá descrita con palabras simples pero
contundentes, construyendo, en la mente de Bartolomé, un conocimiento que tiene
bastante de mito, por una parte: “Tío Antonio decía que la muerte nació no hace
mucho. No tenía guadaña ni tenía peso, flotaba para desplazarse de un lado a
otro, cuando cumplió dieciocho años le regalaron la guadaña, entonces le
nacieron los pies y se puso a caminar y estuvo caminando hasta los cien años,
que es cuando murió. La muerte está muerta, no hay que hacerle caso, sería feo
reírse o burlarse de ella” (62).
Y mucho de sabiduría popular, por la otra: “El fuego
sabe. Se relame de gusto y es resentido como el camello. Aunque se pase la vida
ardiendo inmutable, la realidad es que no quita ojo a quien se la tenga
jurada.” (p. 34). Otro ejemplo: “Los camelleros no suelen pegar a sus animales
para que no se carguen de rencor, Lucía me contó que el camello no sabe matar
con los dientes. Entre las patas delanteras tiene un callo tan grande como una
palangana. Echan la víctima al suelo y con el callo lo van moliendo hasta dejarla
bien triturada. Luego pegan su oreja a la víctima y escuchan a ver si aún está
respirando. Luego vuelven a moler y a escuchar” (35).
En efecto, la novela rezuma de paradigmas cuyo origen se pierde
en nuestras poblaciones, tan acostumbradas, por ejemplo, a tratar con el mar :
“Vamos a ver, Bartolomé: quiero que me consigas una piedra de tres saltos. (…).
Perfecto; ahora tírala tú mismo. Pero no, la ola se rizó en el instante de
tocar el agua y se la tragó de la misma forma que el volcán se tragó al río.
-¿Has visto? No fue por la piedra, sino por el mar. A mi padre le contaba el
suyo que al mar le gusta jugar. Pero hay siempre que temerlo porque no sabe
bromear y suele ser tan rencoroso como el camello” (44). Un poco más allá “Ojo
con el mar. Hay que verlo venir con tiempo. Las piedras te las va guardando,
desde que eras un niño de brazos hasta que llegas a viejo. En los tiempos del
Pendón venía la gente a coger lapas y a pescar desde la costa con cañas muy
largas. Siempre con un pie delante y otro atrás para tener tiempo de huir en
cuanto el mar intentase un zarpazo” (45).
Ambas realidades, la mítica y la popular, son los puentes
naturales que llevan al terreno de lo real maravilloso: “pero antes que yo,
nació una hermana. (…). Vino muerta y en silencio. La pusieron en una
palangana, echó algunos fuegos fatuos y estuvieron escuchando (…). Era
atardecido cuando Lucía vio una mariposa de alas pardas que iba revoloteando
por el interior de la casa, como si quisiera hallar algo. Iba en busca de la
ventana”, “”En cuanto llegó a la ventana cogió rumbo directo hacia la luz (…)
En cuanto a ti, Bartolomé, tu mariposa era la misma en cuanto a tamaño y color;
tuvo la suerte de encontrarse con la ventana cerrada”” (64). Más adelante
también, el episodio de las abejas (cfr., pp. 70-71) se situaría de lleno en
esta feliz intersección.
Llegamos con ello a otro aspecto que también recorrería el
relato y acude, como los otros rasgos que hemos señalado, a hacer más llevadera
la tragedia en ciernes que se presiente desde el comienzo y que no es otro que
el humor, sustentado aquí por la espontaneidad y lógica con la que el
protagonista va construyendo ese mundo que le es propio, aplicando sus
principios a todo lo que le rodea: “El sol no sabe matar, no tiene ningún callo
entre las patas delanteras (…)” (p. 35). O este delicioso párrafo sobre el
vínculo entre cristianismo, moralidad y sufrimiento: ““La abuela de abuela tuvo
el corazón parado once minutos. Se mandó apagar todos los fuegos de la casa
para no ofenderla. Una nube negra vino a posársele en el cerebro. (…) La abuela
tuvo tiempo de pedir a todos los santos, uno a uno, que intercedieran para
tenerla sana. Que fueran a hablarle a la Virgen y le hicieran ver que era hija
legal; que era de una familia creyente (…). Asimismo, era de valorar que era
normal que las mujeres de toda la familia de Chasna, al menos tres veces,
habían entrado de rodillas en algún templo, cosa que no pudo hacer la abuela
por sus padecimientos en las rodillas, por lo que lo hizo de pensamiento,
arrastrándose y procurando sentir los dolores “” (p. 108). O, para terminar,
harto de que nadie le haga caso, la idea que se le ocurre de que habría que
“montar una escuela para enseñar a oír, mejor una universidad donde se cursen
los estudios del escuchante.” (179).
Y aunque sea hecho con una sutil ternura que envuelve al pequeño
y su mundo interior, el autor nos desvela asimismo tras esto su implacable
realidad de niño casi dejado a su suerte, posiblemente en la posguerra (sin
escolarizar, ni nada que se le asemeje, sin padre y con una madre que se irá
también –cfr., p. 62), de crío crecido con falta de cariño (““Ma, ¿quieres que
me marche? –“sabes muy bien que sí”. –Será para siempre, como padre. –“Eso es
lo que estoy esperando””(p. 110)), con hambre (tras quedarse extasiado
contemplando un “escaparate de embutidos”, se vuelve “hacia atrás y no ve (o)
coches, solo se ven las sobrasadas y la tremenda belleza de los salchichones”
(102), sometido a continuos desprecios por parte de unos y otros: “”Tengo sed,
Ma”. -¡Vale, no me interrumpas! –“¡Quiero caramelos”. -¡Y jode el imbécil!, ¿no
ves que estamos hablando nosotras de cosas serias?” (179).
De ahí a una suerte de barbarie, solo hay un paso, y Bartolomé
lo sabe: “Parece que al extraerle la muela se le despertó la agresividad. No
paraba de pelearse con un primo menor que él. Esa violencia se extendió al
resto de la familia” (21) a su abuela, de joven, “se le quedó la boca abierta y
no había forma alguna para cerrársela. Todos en la familia trataron de
encajársela y no lo consiguieron (…) Le echaron una manta por encima y ya se la
llevaban en busca del médico, cuando atinó a entrar el abuelo. (…). Él no se
inmutó, conocía muy bien tales expresiones porque él mismo lo había padecido, y
su madre (…) lo curaba con un buen cachetón. Tiró a la niña del lado contrario
al cachetón, y cuando la levantaron lloraba a gritos, pero ya tenía la boca
puesta en su sitio. Tal receta debíamos aprendérnosla todos pues no solo servía
para la boca agarrotada sino para todas las enfermedades. Mi hermana se curó de
una gripe chillando por una paliza de mi abuela” (41).
Por eso no nos sorprende que en un momento Bartolomé afirme tan
naturalmente “Creo que a mí me hubiera gustado nacer muerto como a mi hermana,
eso me permitiría ir de fantasma por el mundo entero. Cada vez que apareciera
un espectro, ese sería yo atravesando paredes, volando escaleras abajo y arriba
con una sábana transparente y oyendo todo cuanto dicen de mí. ¡Qué maravilla!”
(108-109).
La continua presencia de su hermana, ser incorpóreo que lo
acompaña a todas horas y que hace de la amiga que nunca tuvo, le sirve
paralelamente para encubrir sus pequeñas y grandes fechorías ante un mundo en
el que se sabe perdedor: lo acusan de haber robado el “dinero de la ventana”
que su madre siempre dejaba para la compra diaria y que, al final, le dirá
“”-Bartolomé, acuérdate que el dinero lo guardé yo. Lo metí en la caja del
jurado”-Está bien. –“Es poco”” (105). A esto se une una respuesta corporal
violenta –es, como veíamos, lo que ha aprendido- que se le escapa casi
inconscientemente, en forma, por ejemplo, de golpes en la mesa, o,
directamente, cuando mata a un pollito trillándolo con la puerta.
Con toda la violencia y la consciencia de lo que el pequeño ha
vivido y sabe que no quiere, pero
también con la sabiduría popular, que se pierde en nuestros orígenes, con la
explicación mágica del mundo y sus secretos, Wladimiro también nos propone con
este texto una aventura literaria hecha de silencios porque, como afirma
Bartolomé: “jamás se dicen las cosas transcendentales” (111) y porque “las
cosas no se dicen porque son inefables” y “pertenecen al capítulo dieciséis”.
Cuando vamos a este capítulo, titulado “Ajijides en silencio”, está en blanco,
como metáfora de las palabras que no se pueden decir y que remiten a una
alegría inexistente -los ajijides eran los gritos de regocijo de los guanches
en las fiestas.
El júbilo que no se puede decir porque no se siente, solo puede
aparecer por tanto cuando ya Bartolomé ha decidido marcharse y lo lleva a cabo
en el capítulo 25, que lleva por título “El Hinco”. Este gran guiño al lector
tiene su importancia, pues del mutismo en el capítulo 16, se pasa en este no
solo al alborozo de una próxima libertad, sino a la palabra que,
contradiciéndose nueve capítulos más tarde, podrá finalmente ser dicha con toda
la importancia que tiene para el pequeño: “una vez más, me digo que no soy
querido por nadie (…)” (177). El decidirse a escapar, el haber conseguido su
deseo significará para él una verdadera conquista en el terreno de su propio
miedo, de ahí el “hinco” en el espacio escritural e interior, como baluarte
permanente de una hazaña sin retorno.
Como hemos visto, aunque lo que tenga que decirnos sea como poco
agridulce, esta novela se recrea en el propio júbilo de decir y de contar, pero
también, recordémoslo, de reflexionar: ““No hagas caso”-decía-“a las cosas que
digo, Bartolomé, sólo son cosas que dicen los viejos para labrarse algún
recuerdo (p. 16), o “¿Será cierto lo que pensamos?” (196); de acercarnos a la
verdad de un pequeño y su perenne voluntad de liberarse: “Entonces le diré: “El
día que sea mayor, no voy a querer saber nada de nadie, me reuniré con toda la
gente que se ha ido sin querer regresar””(24); de describirnos un pequeño mundo
cerrado y asfixiante, donde todo el mundo es víctima y verdugo a la vez,
contado por los ojos de un niño que, quizá por su sufrimiento y,
paradójicamente, por su misma inadecuación al mundo, sea el que lo vea con más
claridad.
Me gustaría acabar esta pequeña incursión con un último extracto
especialmente hermoso: “He visto pasar una culebra de fuego que venía reptando
por dentro de las venas del recuerdo que laten a ambos lados de la cabeza. La
he visto detenerse, erguirse sobre los talones y luego retroceder para dar
espacio, coger impulso y echárseme encima hecha un marullo de llamas” (179). Los Valles de Bartolomé son esa misma
culebra de fuego que nos estalla en las manos, hecha de irresolubles conflictos
familiares, atmósferas amargas de los pueblos de posguerra, violencias
contenidas y sufridas por unos y otros, pero asimismo nos habla, en el calor de
su llama, del fuego interior de un niño con discapacidad que, conociendo su
realidad, decide salir a ese mundo desconocido a medirse con su destino. Y
aquí, contra todo pronóstico, en un
cielo a la imagen de este mundo y sus sinsentidos, se encontrará con el valle
de la risa, última y definitiva victoria del pequeño frente a su sino.
Les invito por tanto a disfrutar de esta novela, a dejar que sus
silencios nos respondan a las preguntas que van surgiendo, necesarias, en la
lectura, allí donde todos aprendemos en la piel del otro y también nos
reconocemos un poco, más allá de localismos que salpimentan el texto y le
confieren una acento universal partiendo de lo regional y nacional, en ese
pequeño Bartolomé y en sus valles, dándole quizá esa ternura que en su vida de
papel no pudo tener.
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