TORREMARFILISMO
JONATHAN MARTÍNEZ
Miles de personas acuden a la prisión de Sednaya, en las afueras de Damasco, para encontrar información sobre amigos y familiares desaparecidos.Sally Hayden/ Europa Press
Dice
el periodista Martxelo Díaz que odia a quienes imparten lecciones desde
el torremarfilismo. La frase ha sido escrita en un tuit a bocajarro y sin más
contexto que el que queramos agregarle en cada instante, por eso me parece
terreno fértil para las más flexibles interpretaciones. Como la actualidad
informativa manda, cabría tal vez aplicarle el cuento a los exégetas de la
nueva geopolítica. Puede que se refiera de forma más genérica a los de consejos
vendo y para mí no tengo. O quizá a aquellos que teorizan la revolución mundial
desde la confortable soledad de un despacho. Que cada cual afile los cuchillos
contra su blanco predilecto.
En el imaginario popular, la torre de marfil simboliza un espacio de aislamiento feliz y privilegio donde el sabio puede entregarse al ejercicio intelectual sin enfangarse las manos. Es, en fin, la teoría sin la práctica. La expresión puede leerse en el Cantar de los cantares. Aquí un muchacho dedicado al pastoreo le dice a su chavala que tiene el cuello como una torre de marfil y una nariz que apunta hacia Damasco. La edad dorada del piropo. Se entiende que el mozo hace apología de la pureza y de ahí parte la evolución del término. Los torremarfilistas son de ideas inmaculadas y sortean con destreza la contradicción de los matices.
Ya
que la bíblica nariz de la zagala tiene querencias damascenas, merece la pena
mencionar aquí el pollo que se monta cada vez que nos toca hablar de Siria.
Y digo que nos toca porque la agenda mediática tiene ya algo imperativo. Que no
quede un solo titular sin su pertinente comentario. Opinar o morir. El
problema, claro está, es que nos vemos forzados a abordar conflictos
enrevesados en un mundo mediático que premia la velocidad, el resumen
superficial y la ocurrencia ingeniosa. El otro día, el periodista Xabi
Larrañaga se solidarizaba con el gremio de tertulianos. Pobre de aquel que
se enfrente al aprieto de tener que hablar sobre la nueva normalidad siria. Le
lloverán los palos.
El
otro día, la escritora Leila Nachawati describía en Público el
clima festivo que ha cundido en las calles de Damasco pero terminaba su crónica
con una sensación de incógnita. De hecho, el futuro de toda la región está
sometido a la pugna de intereses y las potencias internacionales continúan
jugando sus cartas. No hay un solo medio occidental que no se haya prestado a
las cábalas y pregunte a los más reputados expertos qué va a ser del país a
partir de ahora, quién y cómo tomará los mandos, en qué clase de frágil
encrucijada se encuentra no solo el pueblo sirio sino todo el Oriente Medio.
También
en estas páginas, Santiago Alba Rico cargaba contra las izquierdas que
aplican patrones anti-imperialistas del siglo XX a la complejidad de nuestro
mundo. La apelación obsesiva a la geopolítica le parece un ejercicio de
hipocresía. Una suerte de torremarfilismo. Un pretexto para no enfrentar con
honestidad escenarios tan alambicados como el Euromaidán o las primaveras
árabes. Lo que pide Alba Rico, en definitiva, es que no amarguemos las
celebraciones siras ni pongamos en cuestión la legitimidad de la alegría desde
la distancia sideral de nuestras columnas, nuestros micrófonos, nuestros
irrisorios tableros de Risk.
Como
ciudadano vasco entiendo la aversión al syriasplaining. Salvando todas las
distancias siderales, siento que nuestras disputas domésticas también han sido
una suculenta golosina para toda clase de expertos de medio pelo que aún llegan
desde los puntos más insospechados a explicarnos una realidad que desconocen.
Sin embargo, le concedo al ojo foráneo un legítimo derecho a la curiosidad, a
la empatía y a la preocupación en todo aquello que indirectamente le apele. No
soy palestino ni sirio ni ucraniano pero ningún asunto humano puede serme
ajeno. El incordio no son tanto las torres de marfil como la arrogancia de
quienes quieren impartir lecciones.
En
Palestina, en Siria o en Ucrania nos asiste el derecho a cuestionar las
narrativas hegemónicas de Occidente sin necesidad de jurar fidelidad a ningún
bando. Por eso a muchos nos chirrían los epítetos unánimes que nuestra prensa
patria le dedica a Abu Mohammed al-Golani, que comandó la filial siria
de Al-Qaeda y que ahora está al frente del grupo islamista Hayat
Tahrir al Sham (HTS). Lo llaman pragmático. Moderado. Le conceden el
eufemismo de rebelde los mismos que en otro tiempo y en otro país lo hubieran descalificado
como terrorista. Lo decía en las páginas de Berria el líder kurdo del PYD, Salih
Muslim: HTS está ideológicamente muy próximo al Estado Islámico.
Ay,
el Kurdistán. En 2003 éramos conscientes de que Saddam Hussein era un
sátrapa. Sabíamos que las fuerzas baazistas habían gaseado a miles de kurdos en
Halabja con el secreto beneplácito de Ronald Reagan. Pero albergábamos
la intuición de que la invasión estadounidense de Iraq tenía por único
fundamento la sed de petróleo. La Operación Libertad de George W. Bush
no solo convirtió el país en una colosal fosa común sino que además terminó
incubando el huevo del Estado Islámico. En 2016, la BBC entrevistó al
icónico Kadhim al-Jabbouri. Saddam Hussein lo había encarcelado y había
exterminado a su familia. “Yo derribé su estatua pero ahora querría tenerlo de
vuelta”.
Quién
no recuerda el retorno de los talibanes. Los vimos en internet comiendo helados
por las calles de Kabul. Se divertían en los autos de choque. Se reunieron en
Oslo con los diplomáticos occidentales en busca de un reconocimiento mutuo,
prometieron una amnistía general y anunciaron que las mujeres podrían continuar
con sus trabajos y sus estudios. “No queremos venganza, estamos perdonando a
todo el mundo”. Ha pasado el tiempo y ya conocemos el balance. Los talibanes,
en mayor o menor medida que el ISIS, son también un subproducto de las
injerencias históricas de Estados Unidos en la zona.
Occidente
tal vez parezca una torre de marfil que no corre la mala suerte del prisionero
sirio ni de la mujer afgana. Hasta que el terror, desde sus distancias
siderales, nos golpea con un estallido en Atocha o una salva de disparos en la
sala Bataclan. Aunque el destino de Siria no se parezca al de Iraq, es
inevitable recordar las palabras de al-Jabbouri cuando explica que la
caída del baazismo iraquí trajo una estela de corrupción, matanzas, saqueos y
pugnas intestinas. “Sadam se ha ido pero en su lugar hay mil saddams”. No
quisiera impartir lecciones de nada pero le deseo buena fortuna al pueblo
sirio. La historia es tacaña en suerte con quien más la necesita.
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