ALMEIDA: LOVE ME
TENDER
El romanticismo lleva de capa caída, por lo menos, desde finales del siglo XIX, pero últimamente está cayendo muy bajo. Cuando la gente se piensa que ser romántico consiste en escuchar una balada de Julio Iglesias (balada, en este caso, viene de balar, efectivamente), no es fácil explicar que el romanticismo nació con una epidemia de suicidios a raíz de la publicación de la primera novela de Goethe, Las penas del joven Werther (1774). Algunos muchachos y muchachas de la época no sólo vestían igual que los protagonistas, sino que, al menor plantón, se quitaban la vida a base de pistoletazos, venenos o ahorcamientos, dejando el libro abierto por la escena en cuestión a modo de marcapáginas. Es verdad que, al oír una canción de Julio Iglesias, también dan ganas de pegarse un tiro, pero el amor no tiene nada que ver con eso.
En
estos tiempos decadentes y posmodernos, el romanticismo va más bien de regalar
ramos de rosas, cenar a la luz de las velas, escribir poemas horrorosos, leer
frases de Paulo Coelho, navegar en góndola por Venecia y otras cursilerías por
el estilo. "Amar significa no tener que decir nunca lo siento"
soltaba Ali McGraw con lágrimas en los ojos en Love’s Story, una película
que es la quintaesencia del melodrama cebollón made in Hollywood. Tarde
o temprano tenía que llegar un romántico de verdad para poner las cosas en su
sitio y enseñar a las nuevas generaciones la redefinición del concepto. Amar es
quitar la ropa del tendedero de la cocina, porque ella nunca esperaría que tú
lo hicieras. Chúpate ésa, Werther.
La
confesión tuvo lugar en un plató de televisión, y no en uno cualquiera, sino en
El hormiguero, el inefable espacio donde Pablo Motos ha montado el
mejor tendedero de España. Y el autor de esta frase para la historia no fue
otro que el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, un hombre tan
romántico que escogió un chotis el día de su boda y tan castizo que lo bailó al
estilo del oso y el madroño. Parece un chiste, sí, pero lo dijo completamente
en serio, tanto que hasta sorprendió a Trancas y Barrancas, dos especímenes
acostumbrados a digerir cualquier cosa.
Hace
un porrón de años, cuando yo daba clase a alumnos de E.G.B., les explicaba lo
que era el romanticismo mediante una secuencia prodigiosa de Remando al
viento, la obra maestra de Gonzalo Suárez. Una noche en Villa Diodati,
poco antes de que Mary Shelley inventara al doctor Frankenstein, Lord Byron
sube a sus amigos en una barca sobre el lago Lemán, deja los remos, se pone en
pie y anuncia: "Escuchad, voy a cantar un canto albanés muy antiguo y muy
salvaje. Os pido silencio, o mejor, os pido que cantéis conmigo". Entonces
cierra los ojos y lanza un alarido terrible mientras la barca corta suavemente
la oscuridad de las aguas, un alarido que despierta a las feroces bestias del
destino. Ahora el canto albanés de Byron ha degenerado en un chotis canturreado
por Almeida mientras recoge el tendedero de la cocina.
Con
todo, la verdadera sorpresa en la revelación de Almeida consiste en haber
descubierto que el alcalde de Madrid sobrevive en condiciones paupérrimas,
apenas una covacha semejante a la primera buhardilla donde me refugié, allá a
finales de los noventa. Después de subirse el sueldo una vez más -con lo que
acabará cobrando más de ciento veinte mil euros anuales- y con una esposa
emparentada con los borbones y forrada por los cuatro costados, aun así, la
feliz pareja no puede permitirse ni servicio doméstico ni un tendedero como
Dios manda. Lo que da una idea de lo caro que anda el metro cuadrado en la
capital y los problemas para llegar a fin de mes de un matrimonio que se
levanta alrededor de un cuarto de millón de euros anuales. Como escribí hace
unos meses, Madrid se parece cada vez más a Almeida. Pero el amor romántico
puede con todo, incluso con el contubernio entre el cocido y la ropa mojada.
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