LA CARGA DEL HOMBRE
BLANCO
Opinión de Andrés Ortega
La inmigración, necesaria y
enriquecedora, tiene algo de revancha de la historia. Perder su control puede
llevar a los fanáticos al poder. Son necesarias medidas sí. Y pedagogía
Fue Ruyard Kipling quien acuñó esa expresión tan colonial, imperial, en un poema de 1899 en el que justificaba como empresa noble e ingrata, como altruista obligación y misión de civilización, como carga, el dominio del “hombre blanco” sobre los colonizados. Los descendientes de estos llevan tiempo pretendiendo venir, de forma regular o irregular, a sus antiguas metrópolis. Pero no, los nuevos muros de la globalización, los que no dejan entrar frente a los de la Guerra Fría que no dejaban salir, se erigen más altos para cerrarles el paso. Limitar la inmigración, especialmente la que conlleva diferencias culturales o meramente fenotípicas, se ha convertido en un elemento central de la política en las llamadas democracias occidentales, y no solo en ellas.
Una tercera parte de la migración
internacional es entre países del llamado Sur Global. Es decir, más que la
migración Sur-Norte. Algunos estudios muestran que la mayor parte de esos
migrantes se desplazan a países de su región, especialmente en el África
Subsahariana, Oriente Medio y América del Sur. Los flujos de migración del
Sureste asiático hacia Oriente Medio, especialmente hacia los países del Golfo,
son los más intensos del mundo. ¿Solidaridad de los receptores? No. No son más
generosos que europeos o norteamericanos. Los acogen en la medida que los
necesitan, no otorgándoles casi nunca la nacionalidad.
Cabe destacar, sin embargo, la
solidaridad inicial mostrada entre sus vecinos, especialmente Colombia, con los
emigrantes y exiliados de Venezuela, ocho millones de una población total de 28
millones; terrible. Hace años, tras la apertura de las fronteras y el ingreso
en la UE, diversos países de Europa del Este vieron vaciarse su población. Así,
Rumanía tenía 23 millones de habitantes en 1990, y hoy 18 millones. Bulgaria
pasó de 8,7 a 6,6 millones. También terrible. Pero la UE les ha ayudado.
Otro dato, previsión del Banco de España: En este país serán
necesarios 24,67 millones de extranjeros en edad de trabajar en 2053, es
decir en menos de 30 años, para “evitar el proceso de envejecimiento de la
población y resolver los desajustes que podrían surgir en el mercado de trabajo
español”. Como en las pensiones. Para mantener el número total de personas
nacidas en España en 2053, se requeriría que hubiera 37.027.828 personas nacidas
fuera, de entre 16 y 65 años. Es decir, no es compatible la caída de la
natalidad y la negativa a la inmigración.
Pero más allá de la necesidad, hay una presión derivada de las
condiciones en los países de origen. La frontera entre Europa y el Norte de
África no es la más desigual del mundo (la primera es la que se da entre las
dos Coreas), pero si es de uno a 11, mucho más si se incluye el África
Subsahariana. Hace cuatro décadas o más que se viene hablando de la necesidad
de ayudar a que el Sur se desarrolle, a que su economía crezca. Algunos, China
a la cabeza, lo han conseguido, e incluso ayudan al Sur a desarrollarse. Otros
no. Y esas desigualdades han generado este sifón humano que irá a más si no hay
soluciones profundas, no más y más alto muros. De nuevo, el Pacto para el
Futuro de estos días en la ONU suena palabras huecas.
Hoy Occidente no siente ya ninguna “carga del hombre blanco”,
entiéndase ahora la responsabilidad histórica y actual de la situación. No solo
eso, sino que está tomando medidas que van contra el Sur, como el
proteccionismo ecológico, después de haber contaminado el planeta con su
revolución industrial, y otros tipos de proteccionismo, junto con la reducción
de la ayuda al desarrollo. Un ejemplo: el de Indonesia. Europa le acusa de
deforestación para producir aceite de palma. Yakarta responde criticando el
“imperialismo regulador” de la UE. El economista Dani Rodrik, que hace un siglo
planteó la “paradoja de la globalización”, el trilema de que no se pueden
escoger a la vez globalización, el Estado-nación y la política de masas (como
la democracia), sino solo dos de estas cosas, ha esbozado un nuevo,
complementario del anterior: No se puede a la vez combatir el cambio climático,
impulsar la clase media en las economías avanzadas y reducir la pobreza
mundial. Tenemos que elegir dos. Y parece que hemos abandonado esto último.
Hay dinámicas en curso que parecen avalarlo. La directora de la
Organización Mundial del Comercio (OMC), la nigeriana Ngozi Okonjo-Iwea, ha
alertado que la brecha entre el Norte y el Sur vuelve a aumentar, tras tres
décadas de reducción. The Economist también, al
llevar a portada el deterioro en la pobreza extrema, la malaria, la educación y
otros factores en el mundo (para reclamar más liberalización).
Las remesas de los migrantes se han multiplicado por seis en 20
años y hoy sobrepasan la inversión extranjera en estos países. Es decir, que
nosotros necesitamos una inmigración creciente, pero para ellos la emigración
también es esencial, aunque a menudo genere una “fuga de cerebros” que
necesitarían. Gestionar la migración sin que se desborde requiere medidas a
corto y a largo plazo. A corto para regular la irregular, lo que requiere
acuerdos e inversión de capitales y conocimiento (educación) en los países de
origen, y no caer en políticas contrarias a los derechos humanos. E invertir
muchos más en política de integración -para empezar los idiomas- en los países
de acogida. Y especialmente para no repetir los errores del caso francés con
los que son nacionales desde hace tiempo.
Hay una ola de opinión antinmigración, no solo contra la
irregular, en Occidente movida por el temor a la pérdida de identidad y
culturas, y las grandes transformaciones tecnológicas que afectan a empleos y
sueldos y poco tienen que ver con los migrantes. Pero la inmigración no solo no
se puede detener, sino que no se debe. Sí controlar. Y ante ese control, que no
es cuestión de un solo país, Europa está desunida, dividida. Su política de
inmigración, incluso con su insuficiencia, hace aguas.
Para luchar contra el nuevo fanatismo se requieren no solo
medidas, sino también pedagogía. Mantener nuestros valores, nuestras costumbres
es más que legítimo. De forma inteligente y liberal. Aunque como alerta Olivier
Roy (La
crisis de la cultura), hoy “la trilogía de declaración,
codificación y normatividad parece estructurar ahora todos los debates y
estrategias de todos los bandos”, no realmente la cultura, pese a las llamadas
“guerras culturales” en curso.
Pero ¿cambiaremos? Pues claro. Ya estamos cambiando. Miremos a
la historia, en la que las migraciones han sido un elemento decisivo de
transformación, las más de las veces positivo en términos de desarrollo humano.
Hoy la historia parece querer cobrarse su revancha. Es un reto mayúsculo. El
“hombre blanco” ya no existe, aunque algunos se empeñen en resucitarlo como
zombi.
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