EL DESPRECIO POR EL OTRO: LOS
NUEVOS FASCISMOS
POR
MARCELO COLUSSI
“Si alguien te da una bofetada en una mejilla, ofrécele también la otra mejilla. Si alguien te exige el abrigo, ofrécele también la camisa. Dale a cualquiera que te pida; y cuando te quiten las cosas, no trates de recuperarlas”, puede leerse en Lucas 6:29-30, en el libro sagrado de la tradición católica. El Occidente cristiano, regido en buena medida por este texto fundamental, la Biblia, pareciera apelar a una bondad sin límites para con el otro. Según esa cosmovisión, el otro, el semejante, es uno más, un igual con el que debo tener una relación empática, camaraderil, amándolo sin condiciones. Ese otro, más allá de las diferencias posibles que pueblan las relaciones interpersonales (unos agreden, otros no; algunos evidencian carencias, a otros le sobran pertenencias, etc.) es alguien que nos acompaña en nuestro viaje por la vida, y el texto bíblico invita al amor fraterno, a la hermandad sin límites ni condicionamientos para con mi congénere. Sucede, sin embargo, que más allá de proclamarse esa relación como piedra angular de nuestra ética occidental y cristiana -hoy capitalista-, la realidad nos confronta con algo exactamente contrario: el otro puede ser mi esclavo. Y, en realidad, lo es.
Una
mirada más profunda de las relaciones humanas puede ir más allá de esta
bucólica concepción -inexistente realmente en la dinámica cotidiana, por lo que
habría que considerarla, en todo caso, “ingenua”, por decir lo menos-,
descubriendo la intrincada dialéctica verificable que se establece entre “amo”
y “esclavo”, lo que marca lo problemático del asunto. En verdad esas relaciones
nunca están exentas de conflicto, de tensiones; pues bien, diversos
autores, en diferentes momentos históricos y con distintos contextos, han
expresado esta verdad.
“El
individuo sólo puede convertirse en lo que es a través de otro individuo; su
misma existencia consiste en su «ser-para-otro». No obstante, esta relación no
es en absoluto una relación armónica de cooperación entre individuos igualmente
libres que promueven el interés común en persecución de la propia conveniencia.
Es más bien una «lucha a vida o muerte» entre individuos esencialmente
desiguales, en la que uno es el «amo» y el otro es el «esclavo»”,
dirá
Herbert Marcuse en su obra “Razón y Revolución”, sintetizando la dialéctica del
amo y del esclavo (capítulo IV) de la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel, la
cual permitió a Marx entender el sentido de la historia humana. De ahí que el
fundador del socialismo científico pueda decir que “La violencia es la
partera de la historia”. El pensamiento de Freud cuando considera lo social
dice algo similar.
Hay
que dar sin esperar nada a cambio. ¿Es cierto eso? Quien otorga una limosna al
menesteroso ratifica con esa simple hecho una asimetría fundamental: hay quien
pide con la mano suplicante y hay quien, en un acto de ¿bondad?, da la dádiva.
¿No anida allí, justamente, una relación de desigualdad básica, de amo y
esclavo? En definitiva: ¿no es eso un ominoso acto de violencia, más allá de la
apariencia de beatitud? ¿Por qué hay mendigos menesterosos?
Si,
según la tradición cristiana, nos queremos tanto, ¿por qué el mundo es tan
sangriento? Algo no cuadra en esa “teoría”. En el resurgir del neofascismo que
se va viendo en estos últimos años, entrado el siglo XXI, más que pares,
iguales, congéneres a los que amo infinitamente, pareciera que hay
“depreciables” diversos. En estas visiones -hoy día en avance en todo el mundo-
siempre hay un enemigo a vencer; el mismo no deja de ser un otro considerado
“preocupante”, impresentable, demonizado. Siempre -tendencia humana, llevada a
un grado supremo por el capitalismo que comienza a globalizarse desde el
“descubrimiento” de América- puede existir ese otro distinto que termina siendo
enemigo. La noción de superioridad en relación a alguien considerado
inferior, minorizado en una supuesta escala humana, es algo que recorre nuestra
historia como especie, al menos desde que existen sociedades estratificadas en
clases sociales. Si alguien da la limosna al indigente, eso obliga a pensar:
¿por qué esa desigual distribución de las riquezas? El capitalismo naciente
necesitó expandir esa noción de superioridad al máximo, para justificar la
expoliación infinita que los “hombres blancos” realizaban con las
civilizaciones “primitivas” de todo el orbe, a las que sometieron en forma
inmisericorde. Lo curioso -¿patético quizá, o tremendamente hipócrita?- es que
la “conquista del Nuevo Mundo” la realizó el imperio español blandiendo la
espada en una mano… ¡y la Biblia en la otra! Así, llegamos a un colmo como el
siguiente:
“Con
perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e
islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan
inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los
varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras
y crueles a gentes clementísimas. ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más
conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos
cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que
apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto
pueden serlo?” (Sepúlveda: 1993)
pudo
decir en el siglo XVI Juan Ginés de Sepúlveda, cronista español refiriéndose al
proceso “civilizatorio” que impulsaba el reino español para “beneficio” de
estas “razas inferiores”. Del mismo modo, tres siglos después, en el XIX,
siempre en la misma lógica, el presidente del Consejo de Ministros de Francia
-gran potencia colonial, que continúa manteniendo ese estatus entrado el siglo
XXI-, Jules Ferry, sin la más mínima vergüenza expresó que “Las razas
superiores tienen el derecho porque también tienen un deber: el de civilizar a
las razas inferiores.”
Debe
hacerse notar que esa idea supremacista está hondamente instalada en quienes
dominan el mundo; es decir: en el capitalismo más avanzado, de tradición
europea (blancos) y, posteriormente, estadounidense (también blancos, con un Ku
Klux Klan antinegros todavía operativo al día de hoy). Ese supremacismo puede
llevar -o, mejor dicho: lleva siempre, invariablemente- a posiciones absurdas,
rayanas en lo ridículo. Por ejemplo, en 1883, cuando la erupción del volcán
Krakatoa en Indonesia -por ese entonces colonia holandesa- produjo un maremoto
con tremendas olas de hasta 40 metros de altura provocando la muerte de 40.000
habitantes, un diario en Ámsterdam tituló la noticia: “Desastre en lejanas
tierras. Mueren ocho holandeses y algunos lugareños”. Hoy día, siglo XXI,
las cosas no cambiaron sustancialmente. El supremacismo y la abominable idea
eugenésica de “razas superiores” se sigue manteniendo: en Estados Unidos mucha
gente se refería a la pandemia de Covid-19 como “el virus chino”, por lo que no
faltaron agresiones y discriminaciones contra población con rasgos asiáticos en
cualquier parte del orbe, considerados “sucios”, naturalmente “infectados” y
portadores de desgracias, mientras se “cazan” migrantes latinoamericanos en la
frontera con México como si fueran animales, y en el Mediterráneo, guardacostas
blancos dejan ahogarse a población africana que intenta llegar al “paraíso”
europeo en precarias embarcaciones porque no son “gente como uno”, tal como sí
son los refugiados ucranianos, blancos, rubios y de ojos celestes, según algunos
se expresaron sin ninguna vergüenza por medios masivos de comunicación cuando
llegaron contingentes de ese país huyendo de la guerra con Rusia a partir de
2022.
En
esa lógica discriminatoria (¿se creerá de verdad en lo de “razas superiores”?),
un alto funcionario de la Unión Europea como el “socialista” (sic) Joseph
Borrell (¡la socialdemocracia no es socialista!) se permitió decir, en pleno
siglo XXI, que el “Viejo Mundo” es un “jardín florido”, en tanto los otros
países serían “la jungla”. Y más aún: el ex presidente de la gran potencia
norteamericana, Donald Trump, refiriéndose a las regiones de donde salen
cantidades industriales de desesperados migrantes con rumbo al presunto “sueño
americano”, les llamó “países de mierda”. Es de remarcarse la diferencia
sideral que media entre cualquiera de estas expresiones -similares en el
tiempo: siglo XVI o XXI- de una visión capitalista, y otra que provenga de la
ética comunista, dada en este caso por el presidente de la República Popular
China, Xi Jinping: “Ninguna civilización es perfecta en el planeta. Tampoco
está desprovista de méritos. Ninguna civilización puede juzgarse superior a
otra.”
Desde
que existen sociedades divididas en clases, los amos dominantes (faraón,
emperador, gran jefe, rey, sumo sacerdote, señor feudal, mandarín, empresario,
banquero o la figura que sea) siempre se han manejado con desprecio hacia los
dominados. En tal caso: siempre hay un superior y otro inferior. He ahí una
dialéctica humana; los animales, cualquiera sea, no se mueven con estos
criterios de poder y superioridad: el macho alfa dominante es el más fuerte
físicamente, pero no ejerce poder despótico, no hay vanagloria por “poseer más”
(un Ferrari o un reloj Rolex), no hay desprecio por el más débil. Si pueden
existir “países de mierda”, y consecuentemente “mejores” y “peores”, ciudadanos
plenos y ciudadanos de segunda, “triunfadores” y “perdedores”, ello se da por
los intrincados vericuetos de la dinámica social, por una historia de
opresiones y luchas liberadoras, por un absurdo insostenible, pero que es el
que sostiene las sociedades actuales. De ahí que la perspectiva de un mundo sin
esas trabas, sin esas jerarquías (¿acaso vale más quien tiene un Ferrari o un
reloj de oro?) es concebible: eso es el socialismo, o más aún, su fase
superior, la sociedad sin clases, el comunismo.
Decir,
como lo hizo la Dama de Hierro, la ex Primera Ministra de la monarquía
hereditaria de Gran Bretaña (que, hipócritamente, se arroga ser una nación muy
democrática), Margaret Thatcher, que “la sociedad no existe. No hay tal cosa
como la sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias”, no solo es una
expresión ideológica formulada desde la más visceral posición individualista,
sino también -quizá lo más importante- una monumental barrabasada en
términos de ciencias sociales (los políticos no son científicos, se entiende;
viven a distancias estratosféricas de la búsqueda de la verdad). Esa idea
-absolutamente cuestionable- de “libertad” y de “yo puedo”, la llevó a agregar
luego (barrabasada mayor aún):
“El
derecho del ser humano a trabajar como él quiera, gastar lo que genere con su
esfuerzo, disponer de sus propiedades, tener al Estado como sirviente, no como
amo. Esta es la esencia de un país libre.”
Somos
lo que somos producto de la vida social en la que, indefectiblemente, estamos
inmersos; vida que es siempre histórica y supraindividual, que nos construye,
nos moldea, nos hace -a veces- repetir barrabasadas y seguir la corriente. Por
supuesto que hay sociedad: si no, no habría sujetos. Como dijo el presidente
chino, no hay “perfecciones” a la vista; nadie es tan “superior” ni nadie está
desprovisto de positividades. En todo caso, para ser más precisos: hay sociedades,
distintas, diversas. Hay modos civilizatorios: ¿alguien podría decir cuál es
“mejor”? Pero no existen “individuos” aislados; ese es el mito de Tarzán: un
“individuo” aislado que, criado solo en la selva, usa taparrabos y habla
inglés. Eso no es posible; ¡la sociedad sí existe!, por eso usamos taparrabos,
u otra ropa (siempre escondeos los órganos genitales), y desarrollamos el
sentido de la vergüenza, por ejemplo. Y hablamos alguna de las 7.000 lenguas
que existen, no solo el inglés. Repitamos entonces: no hay civilizaciones
“superiores”. Solo: hay civilizaciones, sociedades, eso que la funcionaria
británica no parece entender. Dijo vez pasada un dirigente indígena
ecuatoriano: “No entiendo por qué nos matan a nosotros, destruyen nuestros
bosques y sacan petróleo para alimentar carros y más carros en una ciudad ya
atestada de carros como Nueva York”. Puestas así las cosas: ¿quién es el
“primitivo”, la “desarrollada” británica -representante formal de la compañía
anglo-holandesa Royal Dutch Shell (hoy Shell plc), que deteriora las selvas en
búsqueda de hidrocarburos avasallando pueblos originarios, o el
“subdesarrollado” miembro de uno de esos pueblos?
Lo
cierto es que, hoy día, encontramos un crecimiento de este pensamiento que
desprecia al otro distinto, supuestamente inferior, quizá “primitivo”. Y de ahí
a “inquietante” o “misterioso”, por tanto “potencialmente peligroso”, un paso.
El idioma alemán es inequívoco al respecto; valga este ejemplo. La palabra “unheimlich”
puede traducirse por “siniestro”, “lúgubre”, “tenebroso”, “inquietante”. Pero,
curiosamente, descompuesta en sus dos partes, nos evidencia esto: “un”
-prefijo negativo: “no”- y “heimlich”: familiar, es decir, “lo que no es
familiar”, “lo desconocido”, es siniestro. Pareciera que esa tendencia hoy se
está imponiendo por doquier: lo que es distinto es abominable, despreciable,
por tanto, hay que eliminarlo.
¿Qué
sostiene esta actitud fascista? Un profundo desprecio por el otro -siempre
tiene que haber un chivo expiatorio, un enemigo, aunque la ética formal
dominante hable de “amor al prójimo”-, un visceral aborrecimiento de las nociones
de igualdad, de solidaridad y camaradería, una entronización del darwinismo
social (sobrevivencia del más fuerte: léase en este caso, de los
“triunfadores”, que se sienten con más derechos sobre los “inferiores”). El
modo de producción capitalista siempre se ubicó en este ideario, pero las
visiones nazi-fascistas surgidas en la década del 30 del siglo pasado llevaron
eso a niveles demenciales. Como ya se expresó, estas locuras militaristas de
Alemania, Italia y España -país este último donde la Legión Cóndor alemana,
secundada por algunos aviones de la Aviación Legionaria del Duce Benito
Mussolini, practicaron matanzas colectivas en el pueblo vasco de Guernica,
símbolo de la resistencia republicana- tenían como objetivo el aniquilamiento
de todo lo que significase socialismo, propuesta popular, gobierno de los
pobres.
Estos
fascismos, propios de comienzos del siglo XX cuando las ideas socialistas
comenzaban a soplar por el mundo, y no solo por Europa, tenían un enemigo
claro: la clase obrera revolucionaria y sus organizaciones políticas y
sindicales en ascenso, combativas, claramente anticapitalistas. El
“demonio” a vencer por ese entonces, para la clase dominante, tenía cara de
Carlos Marx. Hoy, casi un siglo después, ese “peligro” ha cambiado de fisonomía.
El enemigo a vencer por la élite mundial (en todos los países capitalistas por
igual) sigue siendo cualquier intento desestabilizador de ese mundo. Pero
aunque el capitalismo sigue siendo esencialmente lo mismo -basado en la
explotación de la clase trabajadora, productora de plusvalía, la cual termina
siendo apropiada por la clase propietaria de los medios de producción- la
arquitectura global ha cambiado mucho. El mundo de la post guerra de 1945,
cuando fue vencido militarmente el nazi-fascismo a manos de los Aliados, ya no
es el mismo; al contrario, se han producido muy profundas mutaciones. De todos
modos, ese desprecio por el otro distinto, algo contenido en años anteriores
por discursos “políticamente correctos”, ahora parece estar de vuelta con
renovados bríos.
El
fascismo no está muerto, ni mucho menos: “Los muertos que vos matáis, gozan
de buena salud”, pareciera. El “sálvese quien pueda” que trajeron las
políticas neoliberales de estas últimas cuatro décadas reforzaron de un modo
espectacular las nociones individualistas, egoístas, incluso hedonistas, que
anidan escondidas en cada Homero Simpson (en cada una de nosotras y nosotros,
más correctamente dicho: el enano fascista que todo el mundo lleva
adentro). El actual auge de las ultraderechas no hace sino potenciar lo que
décadas de destrucción de la solidaridad fueron cimentando; recuérdese al
respecto lo dicho por Margaret Thatcher: “la sociedad no existe”. ¿Quién
habla hoy de “internacionalismo proletario”? Junto a marchas antiguerra (por
las de Ucrania, o la de Palestina), muchas personas también se alistan como
mercenarios para ir a pelear allí. El otro, de “compañero”, rápidamente puede
ir pasando a la categoría de “enemigo”. Si ese otro es muy distinto (otro color
de piel, otra etnia, otra identidad sexual, otra cultura, cualquier otredad, en
definitiva) la exclusión y el odio se disparan exponencialmente. Por tanto, en
tanto campo popular, nos urge como tarea inmediata contener esa marea fascista
que se está extendiendo por el mundo.
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Imagen
de portada: Miembros de Amanecer Dorado en una manifestación (Atenas,
2015). DTRocks – Trabajo
propio –CC BY-SA 4.0
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