GUERRA Y PAZ
SANTIAGO ALBA RICO
Filósofo, escritor y ensayista
El
presidente ruso Vladimir Putin junto a varios militares.- EFE
Dada la complejidad y fragilidad del mundo, no sé qué me da más miedo, si la irresolución de los que, como yo, solo tenemos dudas y preguntas; o la resolución de los que tienen las ideas completamente claras. Entre estos últimos, los hay de dos tipos: los militaristas netos, que apuestan por llevar la defensa de Ucrania hasta el final, no importan los medios o las consecuencias; y los pacifistas retóricos, esos que creen que basta con repetir la palabra paz en voz muy alta para detener la guerra y que, en realidad, de manera consciente o no, apuestan por entregar Ucrania al invasor, al que reconocen alguna legitimidad e incluso alguna ambición justiciera.
Karl Schlogel es
uno de los historiadores vivos que con más rigor se han ocupado de Rusia y de
la URSS. Dos de sus libros, Terror y utopía. Moscú 1937 y El siglo soviético,
se cuentan, a mi juicio, entre las obras más penetrantes, completas y
apasionantes que pueden leerse sobre el período soviético. Nacido en Alemania
occidental, su trabajo de casi sesenta años sobre el terreno y su familiaridad
con la historia viva de la Europa del Este dan una particular credibilidad a su
minucioso trabajo.
Schlogel es todo lo
contrario, digamos, de un rusófobo fascinado por la victoria del capitalismo en
la Guerra Fría. Por eso mismo creo que vale la pena leer su último libro,
Ucrania, una encrucijada de culturas, donde reúne textos que abordan la
historia de ocho ciudades ucranianas (de Kiev a Sebastopol, de Mariupol a
Jarkov). El libro, escrito antes y después de la anexión rusa de Crimea (2014),
incluye una larga introducción redactada en marzo de 2022, tras la invasión de
Ucrania. En ella, el autor deja a veces a un lado la serenidad del estudioso
para dirigirse en tono acusatorio a los europeos y especialmente a sus
compatriotas, totalmente ignorantes, dice, de la historia de la región.
Me siento
interpelado por esa acusación. Schlogel denuncia la mirada "imperial"
que tanto la derecha como la izquierda han volcado siempre sobre Ucrania, el
segundo país más grande de Europa, contemplado una y otra vez, de manera
espontánea, como un vago apéndice o un mero botín de las luchas
interimperialistas de la zona. El imperio austro-húngaro y luego el Reich
alemán, el imperio zarista y luego el imperio soviético (sin olvidar el
imperialismo del Reino de Polonia) han conformado esta visión subsidiaria que,
negándole su propia identidad, ha hecho más aceptable, a derecha e izquierda,
la invasión y ocupación hoy de las tropas de Putin.
A escala tan
anecdótica como elocuente, es muy significativo que hayamos llamado siempre
"rusos" o "de origen ruso" a escritores y artistas nacidos
en Ucrania: es el caso, por ejemplo, de Irene Nemirovski, que nació en el
imperio ruso pero no en Rusia; o del gran Bulgakov y del no menos grande Prokofiev,
soviéticos los dos, aunque no rusos. A escala menos banal, la aplicación al
pueblo ucraniano de una óptica abstractamente geopolítica se traduce en el
hecho de que, como ocurre con los países colonizados, todos creamos saber ya
qué son y qué debe hacerse con los ucranianos y nadie les pregunte, por tanto,
qué piensan de sí mismos.
Cuando se habla de
la hipocresía de la UE, se compara su apoyo de ahora a Zelensky con su
pasividad, por ejemplo, en Palestina, pero no menos hipócrita fue su actitud de
indiferencia en 2014 frente a la anexión de Crimea y a la posterior
intervención rusa en el Donbas. En este marco, Schlogel reprocha a Merkel y a
Alemania su apuesta energética en favor de Rusia, última explicación, apunta,
de una tolerancia que Putin vivió como una licencia tácita para ir más lejos,
intentar tomar Kiev hace dos años y emprender una invasión que, mutada hoy en
guerra mortífera, en vísperas de las elecciones europeas y con la sombra de
Trump entre bastidores, pone en aprietos sin precedentes a la UE.
¿Estamos a favor o
en contra de la guerra? La pregunta no es esa. A favor de la guerra están solo
-¡solo!- la industria armamentística y Putin, cuyo Estado es en estos momentos
indiscernible, por cierto, de su propia industria armamentística (y de la de
Corea del Norte e Irán). La pregunta es más bien: ¿estamos a favor de la
invasión de Ucrania o en contra? A favor está el autócrata ruso junto a una
vaga nebulosa de rojipardos y pardirrojos bien representada en las
instituciones y partidos europeos; a favor y en contra está la industria
armamentística, que siempre sale ganando; en contra están el derecho
internacional, la justicia, la decencia y ahora una UE que, como sabemos, tiene
varias almas, una de las cuales defiende los DDHH y otra los niega. La UE tiene
también muchos cuerpos, veintisiete exactamente, cada uno de los cuales ocupa
un lugar diferente, geográfico y político, en el mapa de Europa.
Karl Schlogel
distingue entre sistemas, espacios y mentalidades. La derrota de la URSS en la
Guerra Fría habría dejado atrás la lógica de sistemas, en torno a la cual giró
la geopolítica global durante cuarenta años, y revalidado primero los espacios
y enseguida las mentalidades. Un pensamiento "situado" debe situarnos
ante todo en la complejidad del espacio, como lugar físico y como textura
histórica. Si hablamos de España, por ejemplo, hay que recordar que somos al mismo tiempo españoles y europeos.
Eso quiere decir que estamos en el sur de Europa, muy lejos de Rusia, y que
esta posición, unida a nuestra particular aventura nacional, parece destinarnos
más a matarnos entre nosotros que a participar en guerras europeas.
España fue neutral,
en efecto, en las dos guerras mundiales del siglo XX, en parte por su debilidad
y en parte por su aislamiento. Ahora bien, salvo que queramos volver al siglo
XIX, España hoy forma parte de la UE, de la que depende su estabilidad política
y económica, y tiene que participar, le guste o no, en el debate sobre la
defensa común de esas fronteras distantes de las que los españoles no sabemos
nada.
Es la historia y la
ubicación la que explica, en cualquier caso, que el presupuesto militar de
España sea uno de los más bajos de la UE -casi un punto inferior al 2% fijado
por la OTAN- como explica, en el extremo opuesto, que los países que más lo han
aumentado en los últimos años sean Polonia, Lituania, Letonia y Estonia, países
históricamente amenazados por todos los imperios y muy especialmente por los
imperios ruso y soviético. Hay que decir, en todo caso, que este aumento del
gasto, muy beneficioso para la industria armamentística y muy peligroso para
todos, no es una decisión de la mano negra que todo lo gobierna sino una
respuesta a la invasión rusa de Ucrania (que en enero de 2022 nadie juzgaba
posible). Cualquiera que sea la relación orgánica que existe entre el
capitalismo y la guerra, tan responsable es Rusia de la guerra de Ucrania como
lo fue EEUU de la guerra de Iraq.
Sobre el modo en
que el espacio determina la percepción de la guerra, cabe citar estas recientes
declaraciones del primer ministro polaco Donald Tusk en El País: "Cuando
Lviv u otras ciudades del oeste de Ucrania son atacadas, el sonido de las explosiones
puede oírse en nuestra parte de la zona fronteriza. En el último Consejo
Europeo mantuve una interesante discusión con el presidente español, Pedro
Sánchez. Nos pidió que dejáramos de utilizar la palabra "guerra" en
las declaraciones. Argumentó que la gente no quiere sentirse amenazada de esta
manera, que en España suena abstracto. Le respondí que en mi parte de Europa la
guerra ya no es una abstracción y que nuestro deber no es discutir, sino actuar
y prepararnos para defendernos". Tiene razón, sin duda, pero como la
cercanía, añadiría yo, es a veces tan engañosa o más que la lejanía, la UE
tendrá que discutir con serenidad, al margen de alarmismos electorales, sobre
el formato, contenido y discurso de la defensa europea.
Luego están las
mentalidades y las personalidades, cuyo margen de maniobra y determinación es
siempre mucho mayor en los períodos de crisis. Todos conocemos los grandes
errores y las enormes hipocresías de la UE en las últimas décadas: su
innecesaria y peligrosa dependencia militar de EEUU y de la OTAN tras el fin de
la Guerra Fría, su innecesaria y peligrosa dependencia energética de Rusia, su
internacionalismo neoliberal, su política exterior cínica y errática.
Ahora bien, las
oligarquías que saquearon los restos del imperio soviético, toleradas y hasta
promocionadas por la UE, son un producto de la historia local y no de una
conspiración de la CIA, y mucho me temo, por otro lado, que si Europa hubiera
hecho bien sus deberes y tuviera, por ejemplo, un proyecto de defensa común al
margen del atlantismo estadounidense, Rusia hubiera invadido Ucrania de igual
manera (y quizás con más incentivos) y el dilema sería hoy el mismo. Hay un
Putin para cada crisis, para cada país y para cada mentalidad. El Putin de
Rusia es el portador de un proyecto imperial centenario del que Ucrania ha sido
siempre una de las víctimas preferidas; su "enfrentamiento con
Europa" contiene una vertiente ideológica y metafísica que no se puede
desdeñar.
La pregunta es:
¿qué hacer en contra de la invasión y al mismo tiempo en contra de la guerra?
Si estamos en contra de la invasión y a favor del derecho internacional,
tendremos que proporcionar armas a Ucrania mientras los ucranianos quieran
seguir combatiendo; si estamos en contra de la guerra habrá que buscar una solución
negociada. ¿Cómo cuadrar el círculo? No nos engañemos: las dos vías entrañan
peligros, porque lo que ya se ha perdido es la ocasión de evitarlos todos.
La información que
poseemos los ciudadanos comunes (víctimas potenciales de una eventual escalada)
parece indicar tres cosas: que Rusia no es capaz de derrotar a Ucrania, pero
que no va perdiendo y recurrirá a cualquier medio con tal de no ceder ni un
solo centímetro del territorio conquistado; que, tal y como demuestran las
recientes elecciones presidenciales, Putin ha roto simbólica y políticamente
con el modelo democrático europeo; y que no hay ninguna esperanza de que el
pacifismo ruso doblegue desde dentro su poder incontestable.
En este contexto,
me temo, no solo la continuidad de la guerra, también el modo de terminarla
puede tener consecuencias inquietantes. ¿Qué hacer? No me atrevería nunca a
decirles a los ucranianos si deben ceder o no territorio ni cuánto. Quizás solo
una negociación acompañada de renuncias territoriales puede acabar, en efecto,
con la sangría y evitar una escalada imprevisible. No lo sé. ¿Pero estamos
seguros de que esas negociaciones son posibles? ¿O de que lo son sin dar pábulo
al proyecto anti-europeo de Putin o sin provocar en Ucrania una guerra civil?
Por otro lado, la consagración del principio de la fuerza como forma de
adquisición de territorios dentro de Europa, ¿no cambiaría enteramente las
reglas de juego? ¿No mantendría además encendido un endémico rescoldo de
conflicto que el menor soplo podría reavivar? ¿Y estamos convencidos realmente
de que una paz así acordada detendría la carrera armamentística? No tengo
respuesta para estas preguntas, pero sé que no podemos ignorarlas.
Digamos de paso que
el pensamiento del papa Francisco, siempre valiente, es también un pensamiento
"situado", situado -es decir- en América Latina, tan lejos de Dios y
tan cerca de los EEUU, y muy suspicaz frente a Europa, cuya hipocresía denuncia
dolorosamente. Todo ello explica su a veces visión "imperial" de
Ucrania y de la invasión rusa. No puede negarse, sin embargo, que el Vaticano
es la única instancia política que se hace todas estas preguntas y que, más
allá de pronunciar la palabra "paz", la ha buscado en silencio y con
ahínco. El hecho de que, como se burlaba Stalin, no tenga ejército ni tanques,
pero sí autoridad, y además no esté obligada a ganar elecciones, le confiere en
este atolladero un papel tan delicado como decisivo.
La UE, he dicho,
tiene dos almas que se van a disputar las elecciones del próximo mes de junio.
No son iguales, pero ninguna de las dos es buena. Una, la cínica defensora de
los DDHH en Ucrania, pero no en Palestina, anticipa verbalmente un escenario de
guerra europea, por cálculo o por interés, que debería preocuparnos tanto como
la guerra ucraniana misma; la otra, la procaz dinamitera de los pocos derechos,
políticos y sociales, que nos han protegido de la guerra en las últimas
décadas, anticipa la victoria de Putin en nuestras propias instituciones.
Estamos atrapados, pues, entre la hipocresía elitista y la putinización
destropopulista: las dos están preñadas de peligros. En cuanto a la tercera
alma -la que debería alimentar la izquierda-, carecemos de un plan y hasta de
un análisis coherente; nos conformamos con caducas plantillas de Guerra Fría o
con sonoras palabras que apenas arañan el aire.
Pertenezco a una
generación que, como rara excepción histórica, ha vivido en una Europa sin
guerras. Me aterra pensar que mis hijos podrían no seguir disfrutando de esa
excepción. Nos resulta difícil imaginar esa posibilidad (que es la cotidianidad
de Palestina) porque la imaginación necesita algo familiar a lo que agarrarse.
Ucrania está espacialmente lejos de España, pero está culturalmente muy cerca.
Como recuerda Karl Schlogel, el 23 de febrero de 2022 Ucrania era un país
europeo normal, relativamente democrático, relativamente próspero, en el que
los jóvenes escribían poesía, asistían a conciertos y se iban después de cañas.
Muchos de esos jóvenes han perdido hoy la vida.
Lo que puede
ocurrir una vez, puede ocurrir dos veces. Lo que puede ocurrir en Ucrania,
puede ocurrir en cualquier parte. No queremos que ocurra. Pero por eso mismo la
tercera Europa, la que cree en los derechos humanos y denuncia todas las
hipocresías, la que se solidariza por igual con los ucranianos y con los
palestinos, no debería limitarse a las jaculatorias y los eslóganes, por muy
bien que suenen entre las cuatro paredes de nuestros garajes insonorizados. A
falta de propuestas, para poder llegar a plantear alguna, deberíamos empezar por
atrevernos a formular todas las preguntas, afrontando todas sus dificultades
incluso si nos conducen a dolorosas aporías sin salida. En contra de la
invasión y en contra de la guerra, a favor del derecho y la democracia el
debate solo puede ser incómodo, pero no podemos simplemente sustituirlo por la
palabra "paz", por muy alta que la pronunciemos. O por la palabra
"capitalismo", por mucho que sepamos que es la fuente estructural de
todos los pecados.
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