RESISTIR A LAS TOGAS PREVARICADORAS
CONTEXTO
La politización de la justicia. / Malagón
Ya debe de haber
jueces brindando con champán. En la Audiencia Nacional, en el Tribunal Supremo
y hasta en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña debe de haber a estas
horas magistrados descorchando sus botellas (nada de cava catalán) para
celebrar que han doblegado al Gobierno.
Cuando José María Aznar, dispuesto a evitar como fuera cuatro años más con las derechas lejos del poder, lanzó aquello de “quien pueda hacer que haga, quien pueda contribuir que contribuya”, se dirigía sobre todo a estos hombres y mujeres que ahora festejan sin quitarse siquiera la toga. Todos lo sabían perfectamente, porque la justicia es hoy, sin duda, el punto más débil de eso que llaman democracia, y que debería significar, sobre todo, que la voluntad de los votantes pesa tanto como la de quienes se sienten dueños del Estado.
En efecto, la
democracia se sustenta en que la mayoría política del país expresada en las
urnas es quien lo dirige políticamente. Dentro del respeto a los derechos de
las minorías, es esa mayoría la que decide hacia dónde vamos. Esto se consigue
atribuyendo a las Cortes Generales el poder jurídico supremo. El parlamento
aprueba leyes que son la plasmación en artículos de las ideas y aspiraciones
políticas de la sociedad. Esas leyes se imponen al poder ejecutivo en todas sus
manifestaciones (ministros, alcaldes, cargos de todo tipo) pero también al
judicial. Los jueces y magistrados actúan, conforme a la Constitución,
sometidos a la ley. Su función es garantizar la preeminencia del parlamento y,
a través de él, de la democracia. Son los árbitros que sirven de garantía
última del sistema. Si los jueces abandonan la sumisión a la ley o la
pervierten imponiendo su voluntad, todo el edificio de la democracia se cae
porque pierde su garantía.
Los jueces que
están brindando desde anoche porque creen que le han dado un varapalo al
Gobierno son el ejemplo vivo de la debilidad de nuestros modernos sistemas
democráticos.
En los últimos años
hemos asistido con estupefacción a la transformación de nuestro poder judicial
en un poder político. Desde los medios de comunicación, las redes sociales e
incluso en las calles, vestidos con sus togas, centenares de jueces han
intentado condicionar al Parlamento para que no apruebe la ley de amnistía,
mientras los magistrados afines al Partido Popular secuestraban el Consejo
General del Poder Judicial negándose a renovarlo. Esta insólita anomalía
democrática, previa a la amnistía, demuestra que nuestra magistratura no se
mueve porque crea que la ley en cuestión afecta a sus competencias. De lo que
se trata es de defender la nación para que no claudique ante quienes no
comparten sus ideas de patria y bandera. Dicen los jueces que el gobierno
progresista, al anteponer el diálogo sobre la represión, está vendiendo España.
Y por eso se ven obligados a impedirlo, dejando de ser un poder imparcial.
Por eso el
disparatado Manuel García-Castellón ha ido boicoteando las negociaciones sobre
la ley de amnistía en tiempo real, a medida que se producían. Cuando supo que
los expertos del Gobierno habían decidido dejar explícitamente fuera de la ley
de amnistía los delitos de terrorismo para evitar tanto la censura europea como
una posible inconstitucionalidad por desproporción, encontró una grieta. Y la
ha ido usando.
Nadie duda de que
este magistrado ha intentado interferir y torpedear las negociaciones entre
partidos, pero quizás no sea tan evidente entender por qué lo ha hecho. Porque,
en última instancia, lo que guía a este grupo de jueces sediciosos no es solo
defender a España sino, como pedía Aznar, devolver el Gobierno a quienes son
los únicos legitimados para tenerlo. A quienes siempre lo han tenido, desde
mucho antes de que se aprobara la Constitución. A la gente de bien y de orden,
incluidos ellos mismos. La ciudadanía tiene los votos, pero ellos creen tener
el poder de subvertir la soberanía popular.
Tanto el Gobierno
como los independentistas catalanes se han visto arrastrados a una trampa de la
que tenían poca escapatoria. Los negociadores de Junts saben que tanto
Puigdemont como los activistas de los CDR van a ser imputados por terrorismo.
Pese a sus torpezas y mentiras, son, en última instancia, los más inocentes de
esta historia, no solo porque, se mire como se mire, están muy lejos de ser
terroristas, sino porque siguen creyendo en el poder de la ley y aún confían en
que una ley de amnistía se pueda aplicar. El Gobierno, por su lado, ha
preferido defender la corrección de la ley para que no pueda ser rechazada ni
en el Tribunal Constitucional ni en el de Luxemburgo. Al fin y al cabo,
reconocen en privado, por mucho que la ley incluyera la amnistía por
terrorismo, la brigada judicial inventaría otros delitos (el de traición, por
ejemplo, que ahora apunta el juez Aguirre, quien parece haber descubierto de
pronto la trama rusa) para perseguir a Puigdemont.
El momento es
difícil, pero creemos que es preciso que la ciudadanía se movilice contra estos jueces reaccionarios y
prevaricadores, que odian la democracia y cuyo objetivo no es hacer justicia
sino tratar de desalojar a un gobierno legítimo y sostenido por una mayoría de
179 diputados y diputadas. Sería un inmenso error darles ese placer. Aún queda
tiempo para el acuerdo, y la salud de nuestra democracia exige que el PSOE y
Junts encuentren la manera de seguir adelante. El Gobierno tiene la obligación
de resistir, no tanto por lo que es o puede llegar a ser, sino por lo que tiene
enfrente y por lo que se nos vendría encima si estos jueces entregados a la
causa de la España eterna, una, grande y libre, ganaran la batalla.
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