CÉSAR MANRIQUE Y LA VIDA QUE NOS QUEDA
Lanzarote,
vista desde cierta altura, duele. Quizás es porque allí uno se siente en otro
planeta o más cerca de la forma primitiva del nuestro. Tiene la capacidad de
hacerte sentir confuso al llegar y necesitado de su magnetismo el resto de tu
vida. Es inmensa. De cuerpo árido y entrañas afiladas
CRISTINA GARCÍA PÉREZ
Si hubo alguien que
se enamoró de esta isla e hizo de ella el lienzo definitivo fue César Manrique.
El autor, nacido en Arrecife en 1919, pasó su infancia cerca de la playa
inmensa de Famara y sus riscos de casi cuatrocientos metros de altura. En ese
paraje quedó prendido de las formas geométricas y colores imposibles de sus
riscos.
Tras la Guerra Civil, emprendió su carrera como pintor en la península hasta dar el salto a Nueva York. Allí, se sumergió en los ideales estéticos y movimientos artísticos que jugarían un papel crucial en su desarrollo creativo. Un generoso patrocinio de Nelson Rockefeller hizo posible que alquilase un estudio en el East Side de Manhattan y realizase varias exposiciones para la galería Catherine Viviano.
Pero a pesar de su
éxito en Estados Unidos, Manrique comenzó a extrañar la naturaleza que lo
atravesó en su infancia y decidió volver a Lanzarote. En sus palabras, Nueva
York vivía rodeada de artificialidad y había un impulso que lo llamaba a volver
a la tierra donde se encontraba la verdadera vida.
Las obras más
célebres de Manrique no se entienden sin Lanzarote: es su materia prima y su
lienzo. Así, Jameos de Agua o el Mirador del Río se convierten en una simbiosis
entre el artista y el medio. Esta visión transformadora lo convirtió en un
activista ecológico que supo aprovechar su fama para prevenirnos de las
consecuencias del turismo masificado y la gentrificación en Canarias.
En 1966, inició una
campaña para que los lanzaroteños respetaran su propio estilo arquitectónico
compuesto de roca volcánica y madera de la isla. Les ayudó a arreglar casas en
mal estado siguiendo las pautas tradicionales, que hacen que las construcciones
aprovechen al máximo el clima del lugar en lugar de luchar contra él. Los
edificios tienen paredes gruesas para el aislamiento, protegiéndolos del calor
del verano y del frío invernal. Para ayudar a mantener las casas protegidas del
sol, las paredes están cubiertas de cal, lo que les da su característico color.
Además, las casas suelen ser de un piso de altura con un patio interior para
recoger el agua de la lluvia.
Manrique también
consiguió que el gobierno local retirase cualquier valla publicitaria que pudiese
obstruir el paisaje de la isla. Pero fue mucho más allá, en 1968 consiguió que
se promulgara una nueva regulación para la isla: no se permitía que ningún
edificio superara la altura de tres pisos. Supuestamente la altura de una
palmera media. En una entrevista en 1971 declaro: “Creo que las características
especiales de cada lugar deben ser preservadas, de lo contrario pronto
estaremos viviendo en una cultura estándar aburrida sin ninguna imaginación
creativa”.
Quizás por eso
Lanzarote te deja sin aliento. Porque uno siente que está viendo el atardecer
en la Luna y que en cualquier momento un dinosaurio atravesará la colina. Eso
es lo natural, cruzarte de bruces con la vida en el lugar más recóndito de la
Tierra. Y lo extraño es todo lo demás, como volver a ciudades alejadas de la
naturaleza con humanos sin rastro de la vida que nos queda.
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