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domingo, 24 de septiembre de 2023

LOS FANÁTICOS DEL RETROCESO

 

LOS FANÁTICOS DEL RETROCESO

Reflexiones previas a la investidura

MANUEL RIVAS

El coruñés Juan Fernández Latorre en una caricatura de 1887

realizada por el dibujante Ramón Cilla.

La Wikipedia, y hay que citar a los clásicos, cuenta esto sobre Juan Fernández Latorre: “En 1869 redactó una proclama, que le supuso ser condenado a muerte, pena que le fue conmutada por la de cadena perpetua. Huyó a Francia de donde regresó con ocasión de la amnistía de 1870”.

Cuando escribió aquel manifiesto revolucionario, Fernández Latorre era sargento de infantería en Madrid. Nacido en A Coruña, un vivero democrático, era desde joven un convencido republicano. Después de volver del exilio, y proclamada la Primera República española el 11 de febrero de 1873, fue elegido diputado. Pronto tendría que volver al exilio: un golpe de Estado militar acabó con aquella experiencia democrática que no llegó a durar un año. La embestida reaccionaria se nos presentaba, en la escuela franquista, como una simpática gesta equina: el capitán general Pavía entraba a caballo en el Congreso y ponía punto final de un relincho. En realidad, el caballo de Pavía no tuvo la culpa. Nunca entró en el Congreso.

 

En 1885 después de su segundo exilio, y con otros coruñeses de espíritu republicano, Juan Fernández Latorre pudo fundar La Voz de Galicia. Hoy en día es el principal periódico gallego y el tercero en ventas y número de lectores en toda España, por delante de cabeceras como Abc o La Vanguardia. Según el último Estudio General de Medios, solo tienen más audiencia El País y El Mundo. Un hecho excepcional, teniendo en cuenta la realidad demográfica.

 

¿Por qué me ha venido a la cabeza, precisamente hoy, el recuerdo de Juan Fernández Latorre? Me gustaba mucho escuchar la historia de este ilustre militar, periodista y político coruñés, contada por el escritor Carlos Casares. En privado y en público, Casares tenía ese don de escribir entre labios y las palabras acudían alegremente a su boca. Hablase de las aventuras de su gato Samuel o del señor Albor, renombrado proctólogo y presidente de la Xunta, inspeccionando un grano muy fastidioso en el ojo del culo de un diputado, y en un despacho del Parlamento. Otra aventura.

 

El caso es que cuando hablaba Casares, fuese en una sobremesa o en una conferencia, siempre se esperaba ese momento mágico de la chispa final, el triunfo del pueblo de la risa. Y si no era en forma de carcajada, era con la realidad inteligente de la sonrisa. El saber poner el ramo al final de un cuento o un sucedido.

 

Pero lo que hoy recuerdo es un Casares serio. Al principio y al final. Contaba la vida de Juan Fernández Latorre y parecía una parábola que atravesaba el tiempo. Quedaba en el aire un polen de pensamiento crítico. Se sentía el viento en las ramas. Una sacudida de las conciencias.

 

La secuencia era esta. Un hombre de profesión militar, amante de la libertad, hace una proclama subversiva que entra en conflicto con la ley establecida, con la palabra de orden. No se impone con violencia, no causa terror. Él considera que cumple un deber cívico, pero está rebelándose contra la jerarquía. Desafía la ley, desobedece órdenes. Es condenado a muerte, pena que será conmutada por cadena perpetua. Y consigue huir.

 

Casares no era muy amigo de moralejas, así que el remate al relato era una pregunta. ¿Qué beneficio, qué fruto, qué utilidad tendría que aquel condenado hubiese sido ejecutado o que se cumpliese el castigo de permanecer en prisión de por vida? Aquel hombre rebelde, cuando se estableció un régimen de libertad, pudo volver a su país gracias a una amnistía y rehacer la vida con una vocación cívica y una excitación creativa frente a la pulsión destructiva.

 

Sobre excitaciones históricas, hay otra anécdota “pensativa” de la que gustaba Casares. Una que contaba Josep Fontana. Un periodista preguntó a don Ramón Carande, maestro de historiadores: “Don Ramón, resúmame usted la Historia de España en dos palabras”. Y la respuesta del maestro, recordaba Fontana, no se hizo esperar: “Demasiados retrocesos”.

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