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miércoles, 21 de junio de 2023

MALO, MALO, MALO ERES

 

MALO, MALO, MALO ERES

IRENE ZUGASTI HERVÁS

Vosotras sois muy jóvenes y no lo recordaréis, pero hubo un tiempo en que, en España, todo el mundo era feminista. Un tiempo en el que el Presidente del Gobierno daba discursos con el lema “España Feminista” impreso sobre su atril. Un tiempo en el que se firmaban Pactos de Estado contra la violencia machista y todo el mundo celebraba con alharacas los grandes consensos. Un tiempo en el que se llevaban lemas y frases de las grandes teóricas bordadas en las camisetas y en el que en todo acto institucional se reivindicaba la igualdad en el centro para cualquier recuperación resiliente, sostenible, inclusiva y toda esa retahíla de palabras que ya tampoco están de moda y me pregunto yo si alguna vez significaron algo para quienes las decían.

 

Para llegar hasta ahí hicieron falta siglos pero, por ser concisas, podemos irnos a finales de los años 90, con las feministas peleando muy duro para que la violencia machista fuera ley y sobre todo, fuera justicia, una vindicación medular porque para ser iguales primero teníamos que estar vivas. Os contarán que los logros de entonces fueron fruto de grandes acuerdos, que hubo una Ley Orgánica para gobernarlos a todos, pero la realidad es que siempre hubo quien la vio con reticencias, con los ojos entornados, y quien quiso dinamitarla judicialmente o a través de un entramado de asociaciones de agraviados. Algunos hombres malos, supongo.

 

Pero también hubo millones de personas —muchas mujeres y hombres buenos, muchas buenas personas— que la acogieron con los brazos tendidos, que la cuidaron, que la respetaron y la hicieron crecer. Y aquellos hombres malos tuvieron que permanecer calladitos y manteniendo el tipo en un rincón durante mucho tiempo.

 

Eran otros tiempos: Andy y Lucas le cantaban a la mujer que lloraba tan prisionera de su casa en la cocina y Bebe decía aquello de malo, malo, malo eres, aunque ni ella misma se lo creía mucho

Eran otros tiempos: Andy y Lucas le cantaban a la mujer que lloraba tan prisionera de su casa en la cocina y Bebe decía aquello de malo, malo, malo eres, aunque ni ella misma se lo creía mucho, pero sirvió para que muchas personas pusieran nombre al maltrato, y después, a la violencia de género. También, todo sea dicho, para que otros hicieran caja y méritos a su costa, luciendo su lacito violeta en la solapa cuando tocaba. Mientras, las feministas seguían empujando para explicar que ese señor malo que aparecía en casa con olor a tabaco sucio y a ginebra no era un loco ni un borracho, era un maltratador y un machista.

 

Aparecieron como setas las fundaciones, asociaciones y entidades sin ánimo de lucro que abanderaban iniciativas contra la violencia, algunas muy nobles, otras no tanto. Presididas por señoras que con gusto volverían a Pilar Primo de Rivera y a tiempos de Sor Citröen, amigas de la caridad y de pasear a víctimas de ojo morado. Mientras, las feministas seguían empujando: trabajaban para convertir la caridad en políticas públicas, la beneficencia en sororidad y solidaridad, la condición de víctima en un proceso de reparación y no de estigma. Muchas, trabajando en la precariedad más absoluta. Otras, militando sin más chiringuito que los que ellas montaban con sus propios recursos, con su tiempo y sus manos. Algunas —pocas— desde las instituciones, allí donde podían hacer una suerte de entrismo violeta.

 

Aguantamos tropecientas cantinelas sobre que no había que maltratar a las mujeres porque podían ser tu madre, tu hija o tu abuela, y resoplando, con paciencia, volvíamos a explicar que no iba de eso, que iba de patriarcado, que iba de ser mujeres. Soportamos el mantra de la “lacra” de la violencia en un sinnúmero de discursos escritos con el piloto automático, pero ahí estaban las feministas explicando que no, que la violencia machista no es una lacra, no es una enfermedad, ni un vicio físico o moral, como dicen los de RAE, que es un problema estructural, pero escuchar eso, ¡ay!, eso ya les gustaba menos.

 

Las feministas continuaron empujando: se peleó cada recurso, cada centro de atención, cada profesional, cada comida familiar, cada amiga con un novio de mierda

Y sin embargo, las feministas continuaron empujando: pasamos del ojo morado a campañas que señalaban a los agresores y sus causas; se peleó cada recurso, cada centro de atención, cada profesional; cada comida familiar, cada amiga con un novio de mierda, cada “ni machista ni feminista” que podía desmontarse con hechos. Crecieron y brillaron profesionales maravillosas —y maravillosos también— que, como musguito en la piedra, iban brotando allá donde podían, incluso donde nunca nos esperaban: educación, sanidad, sindicalismo, función pública, medios de comunicación, hasta en la judicatura. Venían con fuerza y con ganas, igual demasiadas: dejad a las chavalas que camelen, pensarían.

 

Y tanto que camelaron, tanto tanto que muchos no habían dimensionado el poder y el peligro que ello implicaba: porque era un feminismo que impugnaba todo, que sabía perfectamente distinguir entre táctica y estratégica (mucho mejor que mucho viejo revolucionario), que sabía desnudar las vergüenzas del neoliberalismo hasta dejar al conservadurismo sin calzoncillos; que sabía que los parabienes y el purplewashing se acabarían pero quedaría todo lo construido por el camino, y lo que viene andando.

 

En plena resaca por el veto a Irene Montero en el proyecto Sumar, ampliamos el debate con este planteamiento desde el feminismo autónomo, sabiendo que es un movimiento diverso y con diferentes miradas sobre la deriva sociopolítica.

 

Por eso los arrinconados del feminismo se han tomado la vendetta. Demasiado tiempo en silencio, esperando su momento, teniendo que ponerse incómodas caretas, bajando a tercera fila, mascullando entre dientes que por qué tenían ellos que aguantar a tanta insolente y tanta mediocre, tanta tonta con ínfulas quitándoles columnas y puestos y palabra y poder y dinerito, estando ellos. A algunos se les veía venir, entre el paternalismo y el recelo, pasando de puntillas por el tema. Otros han llevado siempre ese antifeminismo metido en el tuétano, al fin y al cabo su poder y su prestigio, y el de sus padres, y el de sus abuelos, que ganaron la guerra, se sostiene sobre eso. Y luego hay otros que echan leña al fuego a ver si a río revuelto hay ganancia de pescadores. Decían que eran de izquierdas, claro que eso no es garantía de mucho en este campo; también dicen hablar por la clase trabajadora y yo no les he visto pegar un palo al agua en su vida.

 

Si hay algo global y transversal, de derecha a izquierda, eso es el discurso machista, reaccionario y simplón que jalean entre copas o que legitiman con sutileza

Ya se sabe, se empieza desacreditando los datos de denuncias falsas de Fiscalía, o poniendo en duda los testimonios de las víctimas de la violencia, o cuestionando el talento y la capacidad de las mujeres, rivales o compañeras, y se termina, no sé, culpando a las feministas de la reacción ultraconservadora, o hasta tomando cañas con la reacción ultraconservadora. Ellos, que tanto han criticado el globalismo y las conspiraciones, añorando pasados que no van a volver —antagónicos, incluso— no se dan cuenta de que si hay algo global y transversal, de derecha a izquierda, populista en el peor sentido del término, y financiado y teledirigido por los malos malísimos, eso es el discurso machista, reaccionario y simplón que jalean entre copas o que legitiman con sutileza. Tanto reprobar las cuotas, y ahora entre tanta tertulia, tuit, horizonte y hormiguero, las están cumpliendo todas. ¿O de verdad pensábais que era vuestro talento, y no el algoritmo, lo que os ha dado voz?

 

Y en esas estamos, en la encrucijada entre proteger lo conseguido, incluso desde las discrepancias y las diferencias que podemos y debemos tener, o volver a los tiempos en los que se debatía hasta la lacra y el ojo morado. Algunos tienen mucho que ganar con este retroceso, pero la gran mayoría, no os engañéis, seáis hombres de Estado o simples mortales, vais a perder con el cambio.

 

Nosotras a lo nuestro. Ya sabéis dónde estamos.

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